Por Antonio Díaz Oliva Abril 15, 2015

“Para mí siempre ha sido importante escribir en un estilo sencillo, que cualquiera pueda leer, aunque los temas de mis historias pueden incluir no sólo la vida cotidiana, los problemas familiares, sino también referencias literarias como Nietzsche y Samuel Johnson”.

Fue a fines de 2004 y Lydia Davis terminaba de traducir el primer volumen de En busca del tiempo perdido. Había sido una tarea ardua. Jornadas que comenzaban a las diez y media de la mañana y terminaban a las tres de la madrugada. Por supuesto, luego de días así la autora estadounidense no quería saber más de magdalenas, personajes que por mucho tiempo se han acostado temprano, ni de esas frases largas, oníricas y de nunca acabar. Davis -1947, Massachusetts, EE.UU.- estaba cansada. Aunque nada tan grave: desde sus tempranos veinte llevaba traduciendo del francés al inglés (y del alemán). Su carrera, de hecho, había comenzado en los 70 en Francia, cuando estaba casada con Paul Auster; ambos escritores se ponían una meta diaria de X palabras por día, se encerraban en habitaciones diferentes de una pequeña buhardilla parisiense y no salían hasta completar la meta. De lo contrario, se quedaban sin dinero para sobrevivir.

Pero su pasado con Auster -que tanto gusta a las revistas de papel cuché alrededor del mundo- es sólo un capítulo de una escritora que se presenta por sí sola. Lydia Davis tiene más de diez libros entre poesía, una novela, ficciones breves e híbridos; ha sido finalista del National Book Award, recibió la medalla que da la Academia Americana de Artes y Letras, además de ganar el importante premio británico Man Booker International Prize; y es una de las mejores cuentistas contemporáneas. Aunque más que cuentista en el sentido clásico, lo que hace Davis es fragmentar pequeñas anécdotas y vidas, tomar esos pedazos y armar nuevas formas narrativas que sorprenden al lector. Algo que curiosamente en Ni puedo ni quiero (Editorial Eterna Cadencia), su último libro, se conecta con lo que ha sido su labor paralela a la escritura. Porque años atrás, cuando le ofrecieron otro tótem de la literatura francesa para traducir, esta vez Madame Bovary, Davis lo dudó. Y luego lo pensó. Y volvió a pensarlo más y más. Si bien aún no se reponía de la resaca proustiana, decirle no a Flaubert era, claro, demasiado difícil.

-Cuando me preguntaron si me interesaba aceptar el proyecto Madame Bovary, fue como, “igual extraño traducir, sería interesante tomar el reto de afrontar otra novela tan importante”. Y acepté. Menos mal que no era como Proust; ésta era una novela escrita en un estilo totalmente diferente.

Fue el comienzo de una nueva traducción -aplaudida y elogiada-, y también el inicio de su nuevo libro de cuentos, Ni puedo ni quiero, donde, entre otros formatos y experimentaciones, hay entradas del diario de Flaubert cuando éste escribe la historia de Emma Bovary, aunque distorsionadas y aumentadas hasta que se convierten en episodios casi humorísticos. Si bien no es su primer libro en español (Seix Barral publicó Cuentos completos, y la editorial ondera Alpha Decay El final de la historia, novela que relata de forma velada y contenida el fin de una relación amorosa), Ni puedo ni quiero la está conectando con más lectores por estas latitudes. Y ha terminado por delinearla como una escritora que plantea formas breves y cuestiona géneros y reglas narrativas. La mayor parte del tiempo las historias de Davis parecen algo distinto; hay sueños, cartas de reclamo a empresas y varios microcuentos que, si intentamos emparentar con la tradición latinoamericana, podríamos pensar en Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”). Aunque a Davis no le interesan los dinosaurios, no tiene idea quién es Monterroso y, además, luego de Proust ya no quiere saber de personajes que se despiertan y reflexionan sobre el pasado.

-La lectura de sus libros tiene esta pregunta rondando constantemente: ¿qué es un cuento y qué no?, ¿se hace usted esa misma pregunta al escribir?
-La verdad es que no me preocupo tanto de eso cuando empiezo a trabajar en una historia. Simplemente trato de responderle al material; intento darle la forma que ese material parece requerir. Lo que sea que haya escrito, me gusta llamarlo una historia, aunque sólo tenga un pequeño fragmento narrativo y el resto sea más experimentación. Sólo cuando ya está escrito, y puedo tomar distancia de lo que hice, me pregunto sobre qué es una historia y qué no es una historia, y si lo que tengo en frente es una historia (o no). Pero sólo cuando alguien me lo pregunta, la verdad.

***

El cuento se llama “Su cumpleaños” y va así:

“105 años:

no estaría viva hoy

aun si no se hubiera muerto”.

Con cuentos como esos -a veces de menos de tres frases; a veces de casi veinte páginas-, Davis ha forjado un estilo que muchos han tildado de minimalista, poético y hasta un poco beckettiano (uno de sus referentes es el autor irlandés). Davis creció en una familia intelectual; su madre escribía críticas literarias y artículos para revistas, incluyendo el New Yorker, y su padre era profesor universitario en la prestigiosa Universidad de Columbia, entre otras, donde dictaba una clase de cuento contemporáneo. Hay más: por su casa entraban y salían intelectuales como Edward Said y Grace Paley, entre otros. Así que los discursos y argumentos eran variados, pero en su hogar siempre se hablaba del peso de la palabra en todo campo; cómo la palabra podía influir en una sociedad y qué tipo de vehículo debía ser la palabra a la hora de contar una historia.

-Mi padre y mi madre eran muy conscientes del lenguaje, todo el tiempo. Y mi madre también era una escritora, así que imagínate. Pero no sólo se conversaba sobre el lenguaje, la escritura o la literatura de modo general; tempranamente mis padres se mostraron interesados en todo lo que yo escribía, y me leían de cerca (demasiado, a veces), y lo hacían de manera crítica (demasiado, a veces).

-Me pregunto si la forma lúdica en que se acerca al lenguaje viene de esos años. En Ni puedo ni quiero, por ejemplo, toma trozos de diarios de Flaubert y los distorsiona hasta convertirlos en otra cosa.
-Mi intención con esas piezas flaubertianas era dejar el original lo más intacto posible. Pero el material tenía que ser transformado en algo, por supuesto, ya que Flaubert no había escrito la historia como una pieza acabada y publicable. Eran las entradas de diario. Corté un poco, amplié un poco, combiné algunas frases, y muy de vez en cuando importé otro material ajeno a la historia para enriquecerla; una vez fue un detalle de Madame Bovary; otra vez alguna información objetiva acerca de un horticultor inglés.

-Otros de los formatos de historia que se repiten son las cartas de reclamo. ¿Cómo se le ocurrió que, por ejemplo, una carta de una señora a una empresa de arvejas congeladas podía ser un cuento?
- Todas esas “cartas de queja”, como yo las llamo, comenzaron como cartas sinceras en que expresaba mis propios sentimientos sobre el objeto de denuncia. Pero tan pronto como comenzaba a escribirlas, involuntariamente adoptaba la personalidad de una mujer diferente de mí misma, más histérica, tal vez, o más obsesionada, y así la carta se terminaba por convertir en un artefacto literario. Nunca pienso en mi cabeza sobre mi próximo libro al escribir un relato; eso viene mucho más tarde, cuando tengo suficientes historias para pensar en cómo agruparlas bajo las mismas páginas.

 

***

El cuento se llama “Contingencia (vs. Necesidad)” y va así:

“Podría ser nuestro perro.

Pero no es nuestro perro.

Entonces nos ladra”.

Un año antes de esta entrevista, Lydia Davis fue invitada a dar una lectura a la Escuela de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Ni puedo ni quiero llevaba pocas semanas a la venta y el New Yorker había publicado uno de esos perfiles detallados y detallistas sobre ella; en otras palabras, Davis era el tema de la semana. Pero a Davis no le importaba. O eso pareció cuando fue su turno de pararse frente a más de cien lectores. Y ahí, con esa mirada seria que tiene algo de nerviosismo, leyó relatos de su nuevo libro y la gente rió y aplaudió y, aun más importante, conectó con esas historias sobre pequeñas vidas y breves instantes cotidianos.

-Vi una lectura suya el año pasado en la Universidad de Nueva York y me sorprendió la audiencia. Era un público diferente de otros escritores que vi en el mismo lugar; personas que no están cerca de la intelectualidad literaria y leen sus libros porque se acercan a temas cotidianos.
- ¿En serio? Interesante. Justo en unos días me toca regresar a esa misma universidad para una lectura similar. En verdad me cuesta darme cuenta si el público es diferente de otras veces. Pero para mí siempre ha sido importante escribir en un estilo sencillo, que cualquiera pueda leer, aunque los temas de mis historias pueden incluir no sólo la vida cotidiana, los problemas familiares, sino también referencias literarias como Nietzsche y Samuel Johnson.


***

El cuento, otra vez, se llama “Contingencia (vs. Necesidad)”, aunque ahora lleva el subtítulo “De vacaciones”, y va así:

“Podría ser mi esposo.

Pero no es mi esposo.

Es el esposo de ella.

Entonces le toma una foto (no a mí) mientras ella posa con su vestido floreado frente a la vieja fortaleza”.

El resultado que provocó el relato de arriba, aquella tarde en la universidad neoyorquina, fue el mismo: carcajadas y aplausos. Y Davis seguía igual de seria. Así: estoica, sin siquiera inmutarse frente a la felicidad de un público que no acostumbraba a aparecer en ese tipo de eventos; una señora que vende libros en la calle, un hombre de bastón y boina que viajó de otro estado, un artista visual que trabaja como jardinero; y así.

La fila para la firma duró más de tres horas y cada persona le contaba alguna anécdota, o cómo sentían que su vida era demasiado parecida a una de sus historias y Davis, incómoda, con esa sonrisa forzada, les decía que sí, los escuchaba, sorbía un poco de vino y luego firmaba un libro. De esa manera, Davis ha creado una base de público lector que está por fuera de la intelligentsia. Pese a que también la intelectualidad estadounidense la alaba, como Jonathan Franzen, quien fue preciso a la hora de describir sus relatos: “Es como una versión acotada de Proust. Tiene la sensibilidad para rastrear ese material de la vida que es tan evanescente y que vuela junto a nosotros diariamente”.

Así, esa noche quedó claro que el epíteto de “la escritora más paciente del mundo” le queda a la perfección a Davis por muchas razones. Una fue su dedicación y consideración con el público. La otra, cuando aconsejó a varios aspirantes a escritores que se le acercaron con una frase que ya parece un mantra personal suyo: “Sean pacientes, incluso frente al caos”. Ahí parece estar la clave para entender la narrativa de esta autora. La ética literaria de Davis es, antes que nada, la ética de una traductora; tomarle el peso a cada palabra y darle vueltas, rodearla, hasta que salga algo nuevo del texto.

-¿Qué viene luego de Proust y Flaubert?
-Por el momento he decidido no volver a traducir nada que sea más largo que un cuento. Pero me encantaría traducir las Confesiones de Rousseau, por ejemplo. Aunque nunca lo haré. Sé lo inmensamente difícil que sería, y sé que la traducción es algo frustrante: una nunca queda del todo satisfecha.

-¿Pero sigue traduciendo?
-Recientemente he estado trabajando con idiomas que no conozco tan bien, como el francés. Durante varios años he estudiado holandés por mi cuenta y a la vez me puse a traducir algunas historias breves de un muy buen escritor, A.L. Snijders. De ahí me puse manos a la obra con una historia corta de un escritor brasileño.

-Inglés, alemán, francés, holandés, ¿también habla portugués?
-Bueno, sé algo de español, así que eso me ayudó con el portugués. Luego traduje dos breves ensayos sobre arte del escritor suizo Robert Walser. Y, más recientemente, me puse a estudiar noruego. Estoy traduciendo una historia muy breve de una de las dos lenguas que se habla en Noruega, el nynorsk. Es difícil, pero no es imposible.

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