Por Álvaro Bisama, escritor Marzo 11, 2015

“Yo tuve de niño una curiosidad permanente por el mundo. Y la intención didáctica de los adultos la vivía como una intromisión culpógena: ‘Usted no sabe nada, usted está en falta, yo le voy a enseñar’. Hay un ninguneo en esa actitud, la certeza de que la experiencia del niño no vale un comino”.

Roberto Merino (1961) acaba de publicar Padres e hijos (Hueders), un volumen que recopila sus columnas sobre el tema publicadas en LUN a través de diez años. Con Andrés Braithwaite como coeditor, la presente obra complementa Pista resbaladiza (editado el año pasado) y funciona como una reflexión profunda sobre el tema de la paternidad, sus fantasmas y los modos en que los hijos reflejan a los padres y viceversa, construyendo una especie de laberinto circular donde su autor se pierde para encontrarse con los fantasmas de la memoria, pero también con los destellos del presente. De este modo, en el libro conviven su desconfianza hacia las instituciones y las majaderías del didactismo con los retazos de sus lecturas de infancia. Cronista, poeta, profesor de Literatura en la UDP, padre de dos hijos de 13 y 16 años, miembro de la banda de rock Ya se fueron (donde también toca su hijo mayor), Merino avanza así a tientas por el camino de espejos de la propia experiencia, para volver de ahí con una escritura carente de autocompasión, tan perpleja como sorpresiva, tan reflexiva como lúcida.

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-¿Cuánto conservas de los libros de la infancia, de esa biblioteca a la que aludes muchas veces y donde recordabas, por ejemplo, la edición de Quimantú de Shólojov?
-Algunas cosas andan todavía por ahí. El primer Papelucho que me regalaron en 1967 lo tengo todavía. Y otro libro ilustrado de Marcela Paz, Caramelos de luz, que traía pequeños relatos muy enigmáticos. Y dos silabarios, el Hispanoamericano, que venden todavía en la calle, y el Lea, que correspondió a un experimento increíble de familiarización con el lenguaje. Los textos de ese libro eran un como delirio de sonoridades e imágenes. A veces me vienen a la mente algunas de sus frases: “Era un rey de rancios abolengos el lagarto engreído”.

-Padres e hijos tiene una idea bien radical, que es la desconfianza tuya hacia ciertos lugares comunes: el colegio, las bibliotecas infantiles, la lectura, el didactismo.
-Es posible que se trate de un trauma. Yo tuve de niño una curiosidad permanente por el  mundo. Me interesaban las ciudades, los paisajes, las personas en un sentido bastante amplio. Fantaseaba mucho, pensaba libremente en las cosas, era eso lo que me gustaba. Y la intención didáctica de los adultos la vivía como una intromisión culpógena: “Usted no sabe nada, usted está en falta, yo le voy a enseñar”. Hay un ninguneo en esa actitud, la certeza de que la experiencia del niño no vale un comino. En el colegio era otra cosa, ahí uno jugaba el rol del alumno, abierto a que le transfirieran conocimientos. Pero el tiempo libre lo consideraba tiempo propio y prefería vivir mis propias fantasías antes que las ajenas.

 -Leyendo Padres e hijos no dejé de recordar la idea de una cinta como Boyhood, que es captar en tiempo real los cambios físicos de los personajes. En el libro tus hijos van creciendo en la medida que leemos, lo mismo que la ciudad y tú mismo. Es un efecto interesante.
-Preferiría que los textos se mantuvieran intemporales, pero es imposible. Siempre aparecen estos rasgos que acusan momentos que ya quedaron a recaudo del pasado. Los niños crecen, yo voy envejeciendo, la ciudad cambia. Me imagino que es el mismo efecto inquietante de la película que mencionas. Lo peor de los cambios es que son imperceptibles. Vi una vez un trabajo de un tipo que se había sacado una foto cada día por un par de años. Si tú miras foto tras foto no hay mayor diferencia entre una y otra, pero la primera es radicalmente distinta a la última.
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 -Tengo una teoría: leídos de modo conjunto, tus libros de columnas funcionan como una novela. O como varias. ¿Cuál es tu relación con el género?
-Claro, hay ahí lo que se denomina un “sujeto” que recorre muchas zonas y al que le suceden muchas cosas. Pero plantear estos textos como parte de una novela implicaría un truco para velar su origen periodístico. Ver una novela aquí -una posibilidad real de transferencia literaria- es una idea de novelista. Y no lo soy. No pienso como novelista.

-¿Cómo piensas ?¿Como cronista?¿Como poeta?
-Es una pregunta muy difícil. Entiendo que tengo una especie de cabeza literaria, pero ignoro si pienso en una modalidad específica. Siento que hay una continuidad entre el modo en que experimentaba el mundo íntimamente cuando chico y ahora. Como que esa línea de pensamiento no se ha cortado nunca, es la misma voz, ampliada quizás por un grado mayor de conciencia. En ese trance puedo pensar momentáneamente como poeta, como ensayista o como místico amateur o como cualquier cosa. Lo único que me interesa conservar en ese proceso es una mirada realista, en atención a esa frase de Jung: he conocido muchas personas que dicen cómo las cosas deben ser y muy pocas que dicen cómo las cosas son.

 -¿Cuál es tu relación con el pudor? Me parece que Padres e hijos tiene mucho de confesión, como si la escritura te permitiese procesar ciertas cosas que son nebulosas o abstractas, pero que sobre el papel se vuelven concretas e inapelables.
-Un amigo se negó una vez a ir a la tele a hablar sobre la masturbación, con el argumento de que era lo único íntimo que nos iba quedando. Yo tengo en cuenta esa distinción, hay cuestiones que no pueden saltar fácilmente de la esfera de lo íntimo. La sexualidad, por ejemplo. Encuentro que el género de las confesiones sexuales es muy fome, incluida la literatura erótica. Puedo exponerme a mí mismo hasta que me dé puntada, pero siempre conservando cierto sesgo de indagación objetiva, evitando la obscenidad.

-Vuelvo a la memoria. Muchas de tus columnas fueron escritas sin un plan previo,  descubriste lo que querías decir en la medida que lo escribías, lo que me lleva a preguntarme cómo funciona tu memoria, qué la dispara, cómo es la máquina del tiempo de tus recuerdos.

-Vivo con la memoria a un palmo del ojo. Es un misterio en cuyas fronteras me gusta desplazarme. Una vez con mi hermano exasperamos a unas niñas con las que salimos al ir recordando, en un viaje en micro, en qué boliches de los que se veían habíamos estado alguna vez. Recuerdos fútiles e inútiles pero que igual provocaban un efecto de sentido. Para mí el pasado no está zanjado en absoluto, ni el personal ni el colectivo. Es un fenómeno totalmente involuntario, como lo prueba la súbita irrupción de lo remoto en los sueños. Mis abuelos, mis bisabuelos son un enigma para mí y todavía no acabo de conocerlos cabalmente. En sus vidas hubo zonas inconclusas, equívocos que me parece que me determinan. Todo se hereda de manera diferida, desde los miedos a las fortalezas.

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 -Me imagino que tener un padre escritor es raro. ¿Te tocó alguna vez explicarles lo que hacías?¿Tus hijos leen lo que escribes?
-Debe ser raro, pero no más raro que tener un padre farmacéutico o aviador. Sé que el mayor ha estado leyendo el último libro, y ambos se saben los títulos de los libros que he publicado. Pero no les pregunto la opinión. En todo caso, todos los niños tienen siempre la idea de que su familia es rara. No hay cómo escapar de esa ilusión. Hay una edad en que la vergüenza más grande nos la proporciona la propia familia.

 -Tienes una banda de rock con tu hijo mayor. Me imagino que escuchan música juntos. ¿Qué les gusta? ¿Qué detestan?
-No solemos escuchar música juntos. De vez en cuando nos mostramos un video o un tema específico, pero son cinco minutos. Hay, de todos modos, una transferencia de información de lado a lado y se producen situaciones raras, como que Clemente ande entusiasmado con algún grupo de mi época juvenil al que yo no le puse atención en su momento, como Pixies.

 -¿Pixies?
-A fines de los 80 yo estaba magnetizado por The Smiths. Escuchaba otras cosas pero los Smiths era lo que más me gustaba. Cuando escuché a Pixies la primera vez en la casa de Carlos Bogni -quien me dio a entender que la onda venía por este lado-, como que me cerré, no quise enganchar, me dio lata cambiar de frecuencia.

-En uno de los primeros textos del libro dices que detestas Los Simpson.
-En el caso de Los Simpson hay algo molesto, una especie de simpatía focalizada en personajes que se mueven por intereses mezquinos, en un nivel de realidad que no despega nunca de la superficie. La combinación es, a mi modo de ver, desagradable. Todo es feo en Los Simpson y nos piden que nos identifiquemos con eso. Prefiero Beavis and Butt-Head, que no aparecen edulcorados por la mirada de sus creadores. Al contrario de Los Simpson, no pretenden generar identificación. Lo peor, en todo caso, es esa voz de garganta apretada que tiene Homero en el doblaje, y su permanente deseo de bagatelas. No sé, a mí estos monos me hacen mal para el ánimo.

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