Por Marisol García Marzo 4, 2015

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No es necesario siquiera aludir a Led Zeppelin ni a The White Stripes para confirmar la estirpe solitaria y obstinada de estas dos figuras: Plant y White han elegido sobreponerse a la categorización contundente y cómoda que el canon rockero quiso reservarles -“vocalista más influyente”, “mejor guitarrista de su generación”-, para erigirse en autoexigentes compositores ocupados de su música en un sentido amplio.

Además de su evidente y sincero entusiasmo por el blues, el modo más fácil de demostrar qué une a Robert Plant y Jack White sería aludiendo a las dos enormes bandas a las que ni el uno ni el otro quiere volver. Al de Sandwell y al de Detroit los separan veintisiete años de edad y un océano de origen, pero han forjado en común la esencia de ser dos solistas incómodos con las sociedades que los hicieron famosos. Cada nueva pregunta sobre eventuales reuniones con sus ex colaboradores -la nostalgia de un fan suele ser impertinente- les confirma su decisión de que hoy todo es mejor a su manera.

Pero no es necesario siquiera aludir a Led Zeppelin ni a The White Stripes para confirmar la estirpe solitaria y obstinada de las dos figuras cuyo concierto conjunto el lunes 16 de marzo en Santiago -tras presentarse por separado en Lollapalooza- es una sorpresa en sí mismo (nunca antes, de seguro) y un hito incluso antes de producirse (nunca más, probablemente). Basta revisar sus discos más recientes; en ambos casos, ediciones de 2014 con elogios entusiastas y aspecto de que tendrán una vida extensa. Discos muy diferentes entre sí, pero que enarbolan una porfía asimilable, un manifiesto creativo surgido del empeño por levantar canciones con más propuesta que explicaciones, incluso desde un implícito desdén hacia fans o archivistas. Música tan personal y desatada del pasado de sus gestores que todo auditor atento comprende de inmediato el desatino de insistir sobre reuniones o la nostalgia de lo ya concluido.

¿Regreso de los White Stripes? “No veo cómo algo así podría suceder”; “absolutamente no, no hay ninguna posibilidad”, “sería tan triste” y “sólo lo consideraría si estuviese en bancarrota”, responde a turnos White sobre un reencuentro con Meg, su ex esposa y compañera de banda (por trece años). “Si ya nos dimos el trabajo de explicar el quiebre, es porque era en serio. Si llegase a verme forzado a cambiar de opinión, creo que emitiría un comunicado de disculpas junto al anuncio de nuevos conciertos”.

¿Reunión de Led Zeppelin? Plant tiene que responder esto cada mes de cada año de su vida hace tres décadas. A veces lo hace con humor, otras con agudeza. Acá va una frase de hace menos de un año, a un periodista majadero de la revista Rolling Stone: “De nuevo con la misma mierda. Una gira (del grupo) hubiese sido la quintaesencia de todo lo que está mal con el rock de estadios. Nos rodeaba un circo de personas que les hubiesen prendido fuego a nuestras almas. ¡No soy parte de un wurlitzer! No se trata de dinero. Los Eagles no se reunieron porque les pagaron una fortuna sino porque estaban aburridos. Yo no estoy aburrido”.

Lullaby and… the Ceaseless Roar, el disco de 2014 de Robert Plant -el décimo de estudio con su nombre a solas en la carátula; el decimocuarto si se cuentan también sus álbumes en colaboración-, es un trabajo en extremo minucioso, que enfrenta el oído a una multiplicidad de timbres y arreglos intrincados (seis músicos lo ayudarán a recrear en vivo ese bordado en Chile). Decir que evidencia el gusto del británico por ciertas tradiciones musicales de raíz (norte de África y campo sureño estadounidense, sobre todo) no es ningún descubrimiento: éstas ya estaban en discos suyos como Now and Zen (1988) o incluso antes. Es el disco de un explorador, aunque más seguro que temerario. Como “un estudiante constante”, lo definió hace poco Alison Krauss, la mitad del fundamental Raising sand (2007), acaso el disco que terminó de confirmarle a Plant que mirar hacia atrás lo convertiría en estatua. Premiado, supervendido, alabado por los críticos, el álbum entre ambos cantautores es una muestra hermosa de country con fuerza rockera, y de la versatilidad que puede conseguir el británico como vocalista si se permite explorar por fuera del dictamen del riff.

En tanto, Lazaretto, el disco que Jack White sacó a tiendas hace nueve meses, es también un trabajo denso, aunque de otro modo. Es fiel a la potencia del rock, pero no necesariamente a su estructura. La voz y la guitarra de White avanzan allí por entre canciones muchas veces excéntricas, nerviosas, disparadas desde una imaginación incontenible (habrá esta vez cinco músicos dispuestos a seguirlo sobre escenarios chilenos). Nos hemos acostumbrado a la discografía del pálido guitarrista como a un registro de vaivenes sin predicción posible, pero contundente productividad: al momento de su debut solista, hace tres años (con Blunderbuss), el músico ya había publicado once discos con cinco bandas como miembro, además de haber producido más de treinta discos para otros músicos y aportado temas a cuatro bandas sonoras. Viene bien aquí recordar que White aún no cumple los cuarenta años de edad.

MÚSICOS INSPIRADORES
Chile se va acostumbrando a recibir figuras musicales relevantes, pero la estatura de Robert Plant y Jack White está incluso por encima de esa categoría. Su trabajo es el de líderes rockeros natos, un arquetipo reconocible, instalado en los años sesenta, masculino y blanco, que distingue al front man de una banda como articulador de un método de trabajo que combina creación y dirección propositivas y firmes, bien jerarquizadas y rara vez redundantes. Con todos sus méritos, no están ahí Mick Jagger ni Noel Gallagher, compañeros de generación y oficio que se acomodan en un registro predecible. Sí, más bien, Roger Waters, Lou Reed, Ginger Baker, por dar ejemplos: articuladores creativos desde el rock. Jefes temibles. Socios generosos, sin temor al desafío. Músicos inspiradores.

Plant y White han elegido sobreponerse a la categorización contundente y cómoda que el canon rockero quiso reservarles -“vocalista más influyente”, “mejor guitarrista de su generación”, aburridas listas varias-, para erigirse en autoexigentes compositores ocupados de su música en un sentido amplio. Hay muchas cosas que los distancian; quizás la más evidente sea el talante de su genio: descontrolado y furioso en el caso de White, apacible y afable, en el de Plant. Son décadas de experiencia las que los distancian. Pero hay en ambos un nervio creativo característico y excepcional, que está en sus discos, en sus conciertos y de seguro será una impronta evidente el lunes 16 en el Teatro Caupolicán. Pudiendo levantar un concierto desde su historia acumulada o su simple figuración, es probable que ambos músicos opten más bien por la actualidad de un sonido fresco, una creación reciente, una impronta de total vigencia. Los nostálgicos no estarán esta vez sobre, sino que bajo el escenario.

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