Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Febrero 19, 2015

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“Boyhood” bien puede rozar las cumbres de lo mejor que se ha filmado o escrito respecto a ser niño, a ser un chico, a ser un adolescente (la cinta huele a River Phoenix) y conversa mano a mano con “Tom Sawyer”, con los poemas de Walt Whitman, con “Cuenta conmigo”.

Cuando finalmente se estrene en nuestras pantallas Boyhood, momentos de una vida (un título con un agregado algo burdo, pero que sin embargo resume perfecto la cinta), el próximo jueves, esta entrañable película quizás tenga un par de Oscar a su haber (ojalá), pero incluso si pierde, ya ha triunfado: es acaso el filme más experimental y jugado (sí, experimental y jugado), más anticomercial y anti-Hollywood, que ha llegado más lejos en cuanto a su triunfo en la taquilla, a su posicionamiento pop, a su intensidad emocional, a su misterio poético y en lograr lo que el cine mejor sabe hacer, pero no siempre hace: filmar el tiempo.

Capturarlo como nadie lo había hecho antes.

Después de Boyhood, todos los que se dedican al maquillaje y a los efectos especiales deberían renunciar. Acá, los actores crecen unos y envejecen otros. Ya se sabe y mucho: el filme se rodó a lo largo de doce años, dos semanas cada verano, para captar y capturar y narrar la vida de un chico de seis (en el pasto, mirando el cielo al son de Coldplay) que termina transformado en un adolescente de dieciocho (en un cañón en el desierto mirando el atardecer y su futuro).

Pero la cinta es más que un “truco” o “una idea brillante”. Lo que impresiona de Boyhood (y el filme al final es eso: impresionante, de impresiones, de momentos que terminan presionándote) es el resultado final: cómo dialoga con un público que por lo general no conecta o francamente desprecia el “cine festivalero” o alternativo. Esto es notable y corona la apuesta de más de veinticinco años de Richard Linklater de intentar filmar el tiempo, el ocio, esos momentos vacíos que forman una vida. Eso era Slacker, su cinta sobre un día en la vida de un grupo de freaks marginales de Austin que no desean ser parte del sistema. Es lo que quiso hacer con un grupo de estudiantes de secundaria ese último día del colegio de ese mayo del 1976 (el bicentenario americano), en que no hacen nada excepto drogarse, ir a una fiesta y andar en auto (la impresionante Dazed and confused). Y, por cierto, está en su trilogía de los Antes... que, poco a poco, ha ido ganando respeto, pero que partió mirada en menos por los más intelectuales, que la tildaron como “un romance de jóvenes engrupidos”. Con Boyhood, Richard Linklater resume toda su carrera y coloca en una suerte de juguera todos sus temas y obsesiones. Y, de paso, rompe todo: la manera cómo se filma, cómo se produce, la idea de lo que es un guión, el famoso arco de los personajes, la noción misma de la palabra drama (¿cuál es del drama?, ¿de qué se trata?).

Buena pregunta. Válida. De qué se trata. Esto es cine contemplativo al que no le basta contemplar. Es la mirada acerca de la vida (y de lo que hace que la vida sea mejor) de un artista que no le teme a la vida ni a vivir ni a quedar como alguien simple. Linklater es el anti-González Iñárritu, digamos, que cree que filmar el tiempo es armar un plano secuencia histérico e interminable. Si la reiterativa, impostada y vacía Birdman triunfa en los premios Oscar, bien por ellos. Birdman es al final un truco; Boyhood usa un truco y lo trasciende.  Boyhood conecta, remece, saca lágrimas, resiste decenas de revisiones y, para más remate, es un filme inmensamente popular, que funciona tanto para niños como para adultos o, como alguna vez lo dijo el propio Walt Disney, “para todos aquellos que alguna vez fueron niños”. Lo cierto es que Boyhood bien puede rozar las cumbres de lo mejor que se ha filmado o escrito respecto a ser niño, a ser un chico, a ser un adolescente (la cinta huele a River Phoenix) y Boyhood conversa mano a mano con Tom Sawyer, con los poemas de Walt Whitman, con Cuenta conmigo. Pero también hace otra cosa que quizás las grandes obras para adolescentes no logran: cree y confía y respeta a la familia y a los padres. Quizás la cinta realmente es acerca de Patricia Arquette  y de Ethan Hawke y acerca de cómo ellos crecen y cómo envejecen y maduran y se reconcilian y captan que el tiempo transcurre y se desliza y se desvanece.

LA FUERZA DEL CARIÑO
Boyhood es un cataclismo social y artístico, a la par quizás con el triunfo de Nevermind de Nirvana o “Vogue” de Madonna. Estamos hablando de un antes y un después en la cultura y eso hace que el filme supere sus nominaciones al Oscar o todos los premios de la crítica. Boyhood no sólo es acerca de cómo crece un chico y cómo es una familia -y cómo toda gran obra de arte no sólo se limita a captar lo que es-, sino que transformará la realidad y modificará la mirada que se tiene.

Boyhood ayudará a crecer.

Será un nuevo Manual de los Cortapalos.

Será la cinta que de alguna manera guiará el cómo se crece y cómo se cría o cómo te gustaría criar o cómo te gustaría que te criaran. El filme apuesta y de alguna manera muestra de manera empírica el rol del cariño y el amor y la sensación de seguridad en el desarrollo de un niño.

Mason, el protagonista, es hijo de padres disfuncionales. A pesar que la mirada de Boyhood respecto a lo vulnerables que pueden ser los padres es feroz (¿quiénes son los que realmente crecen en esta cinta?) y hasta se puede concluir que su mirada a la institución del matrimonio es al menos escéptica (la madre fracasa tres veces, el padre es un loser encantador que recién madura para cuando Mason ya está formado), lo que no cabe duda es cómo Linklater cree en “otro tipo de familia” (padres separados, vecinos, amigos, la cultura pop, el rock) y en el cariño. Qué distinta es la mirada establecida de la familia aquí: es como si Linklater nunca hubiera leído a Raymond Carver o visto obras de Tennessee Williams o Edward Albee. Por suerte. Acá no hay espacio para la maldad destilada o la tragedia manipuladora. No hay malos. Eso es lo más audaz del filme: crear un mundo quizás más parecido al real que al de la ficción. A Mason no lo atropellan, no abusan de él, se droga y no pasa nada. Todos lo hacen, todos lo han hecho. La cinta apuesta por Mason y por su familia algo disfuncional, y lo hace con un director que cree en la bondad, en la cosecha del cariño, en la premisa que las grandes historias al final son pequeñas, pero tienen la posibilidad de crecer como Mason si el espectador aporta lo suyo.

En ese sentido, este episódico filme (al final, cada año es un cuento), que tiene algo de la estructura de un álbum perfecto, madura con cada visión y cada uno de sus “momentos” funcionan como pequeños cuentos. Ahí está el año de Harry Potter o cuando Mason llega tarde y algo borracho y su madre lo pilla (qué momento). O cuando Ethan Hawke canta “ojalá estemos junto siempre” con todos en el porche de sus nuevos suegros (uf, qué momento tan tristemente feliz). O ese gran encuentro, casi al final, cuando Hawke le agradece a Arquette por haberlo criado tan bien (Dios, qué momento).

Escupiendo en la cara a aquellos puristas que creen que la música la deben colocar los personajes y nunca Dios, Linklater acá tiende a jugar a los dos (¿acaso eso no lo hacemos todos?), y ahí está Ethan Hawke intentando deconstruir “Hate It Here” de Wilco en el auto, para luego dejar que la canción se abra y abrace a padre e hijo caminando por un río. O, al final, cuando Mason, el chico que ya no es chico pero sigue siéndolo, va en su camioneta rumbo a su pequeño college alternativo en el desierto y aunque no se siente un hero, como el tema de Family of the Year, al final lo es y eso es lo que escuchamos: “Hero”. El héroe de su propia historia. Mason ha sobrevivido, lo ha logrado. No ha salvado a la humanidad, sino que se ha salvado a sí mismo. “He´s a kid like everyone else”, suena y ahí está Mason bañado de una luz rojiza al lado de una chica con la que conversan acerca del tiempo:

-No hay que captar el momento… son los momentos los que nos capturan a nosotros…

-Sí, es raro… los momentos… es como que siempre es el ahora.

Y eso es, y eso es la película: el intento de captar el ahora, porque siempre es el ahora y el tiempo sólo transcurrre.

La esencia del arte, la meta del arte, capturada de manera sencilla, adolescente, pop. Ahí todo se cierra y Dios tiene el buen gusto de colocar “Deep Blue” de Arcade Fire (“mañana es nada”) y todo queda claro y es imposible no imaginarse que Mason es Jesse unos años antes de partir a Viena y conocer a Céline.

Pocas veces el cine ha usado las canciones pop como lo que son: recuerdos de un verano. Así, si es cierto lo que dijo Billy Wilder que una gran película son cuatro o cinco grandes escenas bien juntadas, entonces Boyhood, que no cree en los tres actos y que avanza como un río, a veces girando, a veces yendo hacia la dirección contraria, es un filme colosal y posee al menos doce grandes momentos de puro cine, de pura buena fe, de puro cariño.

¿Obra maestra? Quizás. Sí. Sin duda. Pero con la diferencia que, tal como toda la obra de Richard Linklater, no se hizo con ese propósito y eso es lo que la hace maestra y no sólo una obra.

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