Por Álvaro Bisama, escritor Enero 28, 2015

Lemebel no tenía miedo a quemarse a lo bonzo porque en aquella honestidad, en aquella violencia radicaba su valor: su prosa podía ser alambicada, podía coquetear con el pop y el kitsch, pero en realidad era política a riesgo de ser majadera, pues tenía la textura que se le exige a un arte de lo real.

“No soy Pasolini pidiendo explicaciones/ No soy Ginsberg expulsado de Cuba/ No soy un marica disfrazado de poeta/ No necesito disfraz/ Aquí está mi cara”, anotó Pedro Lemebel en un manifiesto que esta semana, a raíz de su muerte, ha sido reproducido una y otra vez. Es un texto feroz, no sólo porque Lemebel lo leyó en público en una “intervención en un acto político de la izquierda en septiembre 1986”, sino porque lo hizo en plena dictadura y casi diez años antes de publicar su primer libro. “Yo no voy a cambiar por el marxismo/ Que me rechazó tantas veces/ No necesito cambiar/ Soy más subversivo que usted”, dice Lemebel, y es imposible no pensar en que aquella poética es un mapa de ruta, una declaración de independencia contra todo y todos: una especie de profecía de lo que viene, de lo que va a hacer, que va a cumplir a rajatabla. 

Aquel manifiesto viene compilado en Loco afán, su segundo libro de crónicas, que originalmente fue publicado por LOM en 1996 y luego editado por Anagrama el año 2000. Antes, Lemebel había publicado La esquina es mi corazón en 1995 y con él había dinamitado las jerarquías y órdenes de la literatura local. Eso no sucedía sólo porque él venía de esos planetas extraños que son la performance o el periodismo. De hecho, las Yeguas del Apocalipsis eran un mito a esas alturas y gran parte de lo que el libro compilaba eran textos que su autor había escrito para revistas perdidas en los primeros días de la vuelta a la democracia. Eso sucedía porque Lemebel, en aquellos años, era el sinónimo de la frescura de un under que las ficciones de los grandes nombres de la Nueva Narrativa Chilena no podían registrar, atornillados como estaban a una escritura llena de eufemismos e incapaces tanto de mirar de frente  la historia reciente del país como de encontrar un lenguaje que pudiera hacerse cargo de ella.      

Los libros de Lemebel eran lo contrario. Habitaban en la realidad y la devolvían de modo violento y nítido, haciéndola algo tan lírico como demoledor. Así, era posible ver cómo los límites entre ficción y no ficción se disolvían, haciendo que tal distinción careciese de sentido. A Lemebel no le importaban el cuento o la novela (por más que después escribiese Tengo miedo torero), ni la respetabilidad literaria, ni la pompa que viene con el éxito o el fracaso. O, por lo menos, eso era lo que percibíamos sus lectores, acercándonos a esos volúmenes con la certeza de estar a la intemperie, porque hablaban de calles parecidas a las que conocíamos o de habitaciones donde sonaban las radios AM que habíamos escuchado en la infancia, todo en un país donde los muertos de la peste del sida podían unirse a la legión de fantasmas  del golpe del 73 que habitaban en las historias familiares. Ahí, Lemebel se empecinaba en recordar, en volver la memoria un arma letal, al punto de que sus libros podían leerse como una especie de lista de nombres, lugares y canciones que detallaban el mapa de una intimidad que las ficciones de aquellos años no eran capaces de enfrentar.

Eso explica que explotara como explotó, cómo pasó de estar en el borde a ser el centro del canon. A esas alturas, leer a Lemebel ya no era una consigna sino un gesto obligatorio, inevitable: sus libros ya estaban pirateados hasta la saciedad, y en la academia eran objetos de tesis y de papers de todo tipo. Pero aquella masividad, en vez de desdibujarlos, los volvía más eficaces y urgentes, porque nos habían enseñado a atravesar el cambio de siglo, a leer en clave los acomodos políticos de la transición, a preguntarnos por los límites de lo literario y a hacer de esa respuesta una herramienta para leer nuestra propia escritura.

Bolaño supo captarlo. Supo que Lemebel era un poeta, pero también que era el futuro: cuando la crónica invadió el campo literario latinoamericano como la salida de emergencia a los fantasmas del post-boom, Lemebel ya estaba ahí y sus crónicas eran las más radicales de todas, porque suponían un pacto extremo entre la biografía y la escritura, porque sugerían que no debía haber barreras entre ellas, como bien demostraban libros como Adiós mariquita linda, donde el gesto autobiográfico era lo central. Lemebel no tenía miedo a quemarse a lo bonzo porque en aquella honestidad, en aquella violencia radicaba su valor: su prosa podía ser alambicada, podía coquetear con el pop y el kitsch, pero en realidad era política a riesgo de ser majadera, pues tenía la textura que se le exige a un arte de lo real, aquella certeza de que ahí en la página, algo se está quemando, algo está vivo.

Así, su ausencia excede el homenaje y deja en el aire las preguntas sobre qué implica su obra y por qué nos importa tanto. Por mi lado, creo que ya es hora de pensar qué significa su escritura en el contexto de la tradición local. De este modo, si bien es fácil ubicar la obra de Lemebel en el contexto de los últimos veinte o treinta años, lo difícil es ir más atrás. ¿Qué tiene que ver la obra de Lemebel con la de Gabriela Mistral, con la de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿Cuáles son sus lazos, cómo podemos establecer puentes entre ellos? Ahí, creo, hay que remontarse a las décadas del 50 y del 60 pues, si por un lado, sus textos continúan la voluntad de establecer un comentario del presente tal y como lo hacía Edwards Bello en sus columnas de los jueves, también es posible pensarlo en relación a las obras de autores como Armando Méndez Carrasco, Alfredo Gómez Morel o Luis Cornejo. En todos estos casos, lo que hay es una ampliación de los mapas simbólicos del territorio. Son los bordes complejos de una identidad forjada en las poblaciones duras y en La Chimba, en la noche del centro secreto de Santiago, en los conventillos y las caletas de pescadores, en la violencia y el deseo, en la rabia y la soledad, como indica Lemebel en un texto de Loco afán: “Tal vez lo único que decir como pretensión escritural desde un cuerpo políticamente no inaugurado en nuestro continente sea el balbuceo de signos y cicatrices comunes. Quizás el zapato de cristal perdido esté fermentando en la vastedad de este campo en ruinas, de estrellas y martillos semienterrados en el cuero indoamericano. Quizás este deseo político pueda zigzaguear rasante estos escampados”.

Los libros de Lemebel nos obligan a leer hacia atrás. El significado de su obra se juega en ese presente donde podemos leer los modos en que asume la transgresión, pero también cómo ésta camina hacia el pasado, actualizando algo que ya estaba ahí, como si libros como Zanjón de la Aguada, De perlas y cicatrices o Poco hombre actualizasen los espacios y discursos de El río o Barrio bravo. Hay ahí una línea donde su obra se integra con plenitud a algo más grande que ella; una literatura de la calle, de la esquina, de la noche. Una literatura sobre la que hay que volver, porque está definida a partir de sus carencias y sus urgencias, de los modos en que debía procesar la precariedad de la propia memoria para convertirla en arte.  Una literatura durísima, casi secreta,  invisible e incómoda. Una literatura chilena.

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