Por Aldo Perán Enero 28, 2015

En “Cancionero”, en el Teatro Municipal, y en “Noche macuca”, su homenaje en el GAM a inicios de enero, Pedro Lemebel fue ovacionado de pie durante minutos por parte de salas repletas de gente. ¿Quién podía llenar auditorios de esa forma y generar tantas expectativas y admiración?

Durante el primer semestre universitario, hace ya varios años, una compañera me dijo que había visto el fin de semana anterior a Pedro Lemebel en el Persa Bío Bío. Otra compañera dijo que lo había ido a escuchar a una presentación y se acercó a preguntarle si desde niño le gustaba usar zapatos con taco alto, a lo que el escritor le respondió que efectivamente, cuando su madre no estaba, él caminaba por la casa con sus zapatos. Mis amigas de ese entonces lo admiraban, puesto que ambas eran homosexuales. No pude decir nada esa tarde debido a que sólo sabía que existía un escritor chileno que se llamaba Pedro Lemebel, que había escrito una novela y que el sacerdote de mi parroquia la había prohibido por inmoral y porque en ella se burlaba de la esposa del dictador, a quien este religioso admiraba con devoción. Dejé de ir a la parroquia tiempo después, no sin antes haber leído Tengo miedo torero y haber entrado con el libro bajo el brazo un domingo. El viernes pasado entré a la Recoleta Franciscana con dos retratos de Pedro, bajo el brazo, que deposité en su ataúd.

Conocí a Pedro Lemebel en mi tercer año de universidad, el 2011, cuando ya había sido operado de la laringe, cuando el cáncer ya había sido detectado. Semanas antes había comenzado a trabajar en Metales Pesados. Vivía cerca y pasaba de vez en cuando a comprar libros, los libros que no podía encontrar en ningún otro lugar. Sergio Parra, fundador de la librería, era su amigo, su mejor amigo. La primera vez que lo vi no me saludó. Tampoco la segunda. Sólo cuando pasó a ver a Parra una tarde y él no estaba, finalmente, me preguntó quién era y por qué estaba ahí, mirándome coquetamente de arriba hacia abajo. Nervioso, le comenté que había comenzado a trabajar en Metales Pesados hacía poco. Usaba una pañoleta verde olivo, y una especie de buzo del mismo color. Tuvo que ser marzo. Me preguntó si sabía quién era y le dije que sí, que sabía perfectamente quién era. Me dejó un recado y se fue. Lo volví a ver días después y hablamos de literatura latinoamericana. Quería saber a quién admiraba y no tardó en burlarse de algunas de mis preferencias. Cuando Sergio atendía a algún cliente, me pedía que lo acompañara y hablara con él, que le contara mi vida. Eso hice durante tres años. Podía preguntarle sobre cualquier cosa y me respondía con honestidad, sin evasivas, aunque evitaba hablar de su enfermedad.

Sabía perfectamente que lo admiraba. Durante ese tiempo me preguntó cuál de sus libros era el que más me gustaba. Cuando le dije que era Loco afán quiso saber más y le expliqué que a mí me interesaba la teoría (terminaba en ese entonces la carrera de Historia y comenzaba a tomar mis primeros cursos de Filosofía), y que el texto que da nombre al libro me parecía un proyecto teórico de lo que sería posteriormente su trayectoria como cronista. Él me escuchó y me respondió que era un latero, un intelectual aburguesado. Otra noche, a fines del 2013, me dijo que en mi rostro se notaba que alguien me había dañado. Bastaba con que te mirara un segundo y descubría algo, escudriñando en las marcas del rostro. Conversamos toda la madrugada. Me invitó a su casa para tomar el té. Era un departamento con paredes blancas con obras de Juan Dávila y Alfredo Jaar. Su atención era delicada, y me pedía que le contara mis novedades, mientras él preparaba una mesita en la terraza. Puso música. Escuchamos a George Harrison, Silvio Rodríguez, Lou Reed y a Chinoy. Comencé a visitarlo regularmente entonces. Me encargaba de arreglar su computador, de la seguridad de sus correos, de su Facebook, y de enviarle archivos de prensa sobre su obra.

A principios del 2014 realizó la performance Desnudo bajando la escalera. Lo que vi esa madrugada, la importancia de aquello que se leía entre líneas en su realización, fue como un knock-out del cual no te puedes reponer, al menos por un día: junto a cinco personas llenamos con neoprén las escalinatas del Museo de Arte Contemporáneo y alguien les prendió fuego. Lemebel se metió en un saco y rodó lentamente por las escaleras, permitiendo que el pegamento (especie de droga durante los 80 y 90) se adhiriera al saco, a su cuerpo. Me tocó apagar las llamas rápidamente terminada la acción. Pensé en algo que no había vivido: la tortura, los cuerpos desaparecidos, resignificados en ese bulto iluminado. Lemebel quería seguir trabajando en su obra visual, por lo que realizó otra performance a mediados de año, titulada Abecedario: prendió letras hechas con neoprén en una pasarela de la avenida Panamericana.

Un par de meses después, comenzó a prepararse la campaña para que Pedro recibiera el Premio Nacional. La librería fue el centro de operaciones. Sergio Parra se transformó en el generalísimo de una campaña que se convirtió finalmente en una candidatura ciudadana que exigía el reconocimiento a su escritor, al que compraban pirateado en ferias y persas. Alguien que, a nuestro juicio, había sido la conciencia moral de este país durante los últimos veinticinco años. Si bien fue muy reticente al respecto, particularmente por la composición del jurado -ninguna mujer participaba en esta oportunidad-, agradeció el cariño de sus lectores en la oficialización de la candidatura. La “calle letrada” reventó en indignación por medio de las redes sociales cuando se dio a conocer el nombre del ganador.

Aldo Perán junto a Pedro Lemebel. A la izquierda, en el Teatro Municipal. A la derecha, durante la última aparición pública del escritor, en el GAM.

 

CONTRA EL OLVIDO
Fue a mediados de septiembre cuando me preguntó si tenía ganas de presentar su último libro, la reedición de Adiós mariquita linda. Había descubierto a Lemebel en un intersticio, cuando comencé a trabajar en Metales Pesados, había conocido al escritor y al artista, pero a la vez, comenzaba a conocerme a mí mismo. A estas alturas, el autor de La esquina es mi corazón, el artista al que admiraba, me invitaba a pensar en su trabajo. Durante cinco días preparé un texto legible, sin complejidades, al que tuve que llegar luego de un borrador al que Lemebel añadió algunos comentarios y que finalmente obtuvo su aprobación. A veces, cuando no podía hablar y debía presentarme a alguien, me apuntaba y luego dirigía su dedo a mi cabeza que golpeaba levemente para dar a entender algún atributo. Otras veces decía que era muy inteligente, y a veces decía que era un cerebrito. Otras veces decía que era su guardaespaldas o su secretario. Durante la presentación de Cancionero, en agosto, me mandó a decirles a los guardias del Teatro Municipal que si no dejaban entrar a unas 300 personas que aún esperaban afuera, simplemente se iría por donde entró. Más de 500 personas lo ovacionaron de pie finalizada su lectura.

Junto a Patricio Fernández, director del semanario The Clinic, presentamos la reedición de Adiós mariquita linda en la Feria Internacional del Libro de Santiago, a fines de octubre. El libro contenía algunas de las mejores crónicas que había escrito para ese diario. Días antes me había rapado la cabeza y compré una camisa floreada de color rosado con tonos negros que le causó mucha gracia (¿saliste del clóset?, me preguntó burlonamente antes del evento). Estaba presentando a Lemebel en la Filsa, y esta vez no era otro espectador, estaba con él en el escenario, en la sala más grande de la Estación Mapocho, repleta de gente. Nunca había estado tan nervioso. Leyó dos textos inéditos sumamente bellos, pero a la vez perturbadores, violentos. La voz metálica y gastada con la que lo conocí le otorgaba una cadencia melancólica a sus lecturas. El cuerpo me dolía al escucharlo leer. En esa oportunidad, así como en la presentación de Cancionero, y en Noche macuca, su homenaje en el GAM a inicios de enero, Pedro Lemebel fue ovacionado de pie durante minutos por parte de salas repletas de gente que esperaba posteriormente a su escritor para firmar un libro, un cuaderno, una servilleta, tomarse una foto, pedirle un beso. En esos momentos Lemebel no era aquel terrible escritor de crónicas al que los periodistas temían y algunos escritores evitaban. ¿Quién podía llenar auditorios de esa forma y generar tantas expectativas y admiración? Estaba consciente de que nadie más había podido hacer eso, y producto de esa certeza, nunca dejó de compartir y bromear con sus lectores y admiradores.

Me gusta recordar que a Pedro no le agradaban mucho las discusiones sobre el reconocimiento de algunos derechos civiles para la comunidad LGBT. Decía que a los homosexuales pobres y marginales eso jamás les permitiría cambiar su vida. Seguía teniendo problemas con el país, resintiendo con odio la presencia de la UDI en el espacio público. Admiraba profundamente a Karol Cariola y alguna vez dijo que la Nueva Mayoría era, en realidad, la Nueva Pillería. Pedro evitaba toparse con gente de derecha. “Yo no les doy la mano a los fachos”, dijo en más de alguna ocasión. La validez del rencor para su obra, para su vida, era de una lucidez que impedía cerrar la memoria y cauterizar las heridas del pasado. Escribía entonces como estrategia contra el olvido, aunque su enfermedad lo agotaba y le impedía desarrollar todas las actividades que él deseaba hacer. Seguía recibiendo invitaciones del extranjero para participar de congresos y actividades sobre literatura y arte.

A Pedro no le entregaron el Premio Nacional, pero tal vez porque este reconocimiento no se merecía finalmente a Lemebel. El año pasado fue reconocido con el Premio Municipal de Literatura de Santiago, tal vez uno de los más importantes  y de larga trayectoria. Fue elegido en la categoría Género Referencial por su libro Poco hombre, una antología de sus crónicas. Lemebel no pudo asistir a la premiación, pues su estado de salud ya era delicado. Él pensaba que por fin se estaba midiendo en serio la verdadera densidad e impacto a nivel local y extranjero de su trabajo como artista y escritor. La exposición Arder, que fue inaugurada en Galería D21 durante el mes de noviembre, no era sino la consolidación de un trabajo artístico que seguía con otros proyectos. En el plano literario también había un par de proyectos que terminar. 

Luego del funeral me devuelvo y me dejan, sin querer, frente a su departamento. Pensé entonces en esa tarde del 2009, cuando no pude decir nada sobre Pedro Lemebel frente a mis compañeras, y me di cuenta de que descubrirlo ha sido un punto decisivo en mi vida. Me dio la atención que no esperaba y eso me transformó. Escribí en unas servilletas, con los ojos llenos de lágrimas, la despedida a sus lectores que publiqué en su página de Facebook, el 31 de diciembre, cuando tomó conciencia de que le quedaba poco tiempo de vida. Recuerdo entonces “La ciudad sin ti”, recuerdo la canción de Mina (“Città vuota”) que acompañaba la lectura de esa increíble crónica. Canto en mi interior mientras cruzo y recuerdo las llamas de su performance frente al MAC, pero también recuerdo su humor, la preocupación constante por los demás, las veces que bailamos rocanrol, los abrazos, las marchas a las que lo acompañé. Paso por Metales Pesados, donde ya no trabajo, y recuerdo una celebración de las Fiestas Patrias en la librería, donde la pasamos con Pedro, recuerdo las firmas de libros, la risa de Lemebel luego de hacer una broma, pero por sobre todo recuerdo su ternura y el privilegio de haber compartido con él durante este tiempo.

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