Por Álvaro Bisama, escritor y profesor UDP Noviembre 5, 2014

Habría que repensar el valor que tuvieron los culebrones de Vicente Sabatini a la hora de replantear el imaginario del país en la década del noventa. Sabatini no sólo dirigió algunos de los mejores melodramas del período (Pampa ilusión, Romané, Iorana, La fiera), sino que hizo que ellos compusieran una especie de mapa simbólico de un país que debía, por fuerza, mirarse a sí mismo después de la dictadura. Sabatini, casi siempre de la mano de Víctor Carrasco, evadió como pudo el exotismo para usar los relatos de esas comunidades cerradas como la narración de una cotidianidad que podía ser la del espectador porque en ella se hablaba una lengua y se habitaban unas imágenes parecidas a las suyas.

Aquello tenía sentido en su momento, lo que hace que quizás sea necesario mirar esas telenovelas ahora mismo, cuando el bajo rating está hundiendo las áreas dramáticas de Canal 13 y TVN. Estos días, teleseries vespertinas como Valió la pena y Caleta del Sol marcan 4 ó 5 puntos y nocturnas como Chipe libre y No abras la puerta no pueden remontar el éxito avasallador de un producto extranjero como Las mil y una noches, que consigue 30 puntos todos los días.  En alguna parte, los expertos en audiencias y los encargados de las áreas dramáticas de los canales deben estar haciendo magia negra para explicarlo, aunque es algo que supera cualquier estadística: interrogarse sobre qué pasó con el rating es también preguntarse sobre qué pasó con los espectadores, hacia dónde se fugaron, por qué determinaron en masa y casi como una decisión consensuada, que las historias que los canales quisieron contarles no tenían nada que ver con ellos.

Por supuesto, es posible intuir algunas razones. Por un lado, quizás, el problema está en las historias: los culebrones mencionados tienen exceso de personajes, giros enrevesados de guión y carecen de nudos dramáticos interesantes. Esto último es relevante. Hace más de una década, Machos no se sostenía sólo en un melodrama sobre la masculinidad acosada (simbolizada en un Gonzalo Valenzuela que padecía de impotencia), sino en el relato de la relación entre Cristián Campos y Carolina Arregui, donde ella le escondía a él haber sido la amante de su padre, un aspecto de la trama que adquiría cierta condición ominosa e insalvable. Como un viejo thriller o un drama griego, el espectador sabía que el culebrón se dirigía lentamente hacia la anagnórisis, hacia la revelación de ese lazo. Todos los secretos familiares se supeditaban a ese momento, que era filmado de modo angustioso. Veíamos a Campos gritar, pero lo que nos importaba no era el grito sino su mueca, el rostro desencajado de alguien que no podía soportar lo que sabía de sí mismo y los otros.

La tensión dramática que encarnaba aquel rostro parece haberse perdido hace tiempo en los culebrones locales, que ahora no tienen centro, haciendo que para el espectador resulte confuso o inverosímil lo que está viendo. Basta mirar Valió la pena para entenderlo: su primer capítulo ponía en escena un asesinato, la huida de una niña a la ciudad, la vida de una heroína yuppie y la aparición de una temática ecologista. En ese capítulo, como en los que venían, los lazos que unían a los personajes apenas se entendían y el tono de comedia se intercalaba con el drama sin una lógica clara y, dada la velocidad de la narración, ninguna de las historias presentadas alcanzaba a adquirir espesor alguno, saboteando cualquier capacidad de identificación.

Por lo mismo, no es raro que haya fracasado en el rating, lo mismo que Caleta del Sol, que trae el recuerdo de los tiempos de Oro verde y Sucupira, pero que carece de la frescura de ambas. ¿Qué pasó?¿Qué está pasando? No hay una respuesta rápida para ello. Antes era fácil. Antes era sencillo. Los culebrones ocupaban un espacio simbólico acotado. Representaban o aspiraban a representar algo. La ficción era más que ficción: era la promesa de un país posible. En ese país falso de esas teleseries clásicas, el drama nunca estaba descartado. Pura lógica dramática. En los culebrones, los secretos son el motor del suspense y el clímax siempre está subordinado a la amenaza de su revelación. El nervio descansa en lo insalvable, en lo que no se puede decir pero que el espectador intuye.

No digo nada nuevo con esto, aunque esta explicación no basta. El fracaso de los culebrones de este año supone un momento bajo para una industria, pero también un recordatorio de que los espectadores son más inteligentes y complejos que lo que los jefes de programación de los canales creen. Que Secretos en el jardín (acaso la mejor nocturna local en años) haya terminado volviéndose de culto a pesar del descriterio con el que la exhibieron y que Pituca sin lucas haya reventado el rating de las vespertinas en su back to the basics son sólo dos señales de que el camino va por otro lado. El escaso rating de Valió la pena, No abras la puerta o Caleta del Sol no es una señal de alerta sino un estado de las cosas: a los productos fallidos es imposible exigirles éxito alguno. No hay mucha ciencia ahí, ni hay que darle muchas vueltas. María Eugenia Rencoret lo entendió en su aterrizaje en Mega. Bastaba un casting bien aceitado, un guión sin agujeros negros y cierta voluntad narrativa que enlazara con el presente sin hacer una alegoría de él. No era pedir mucho. Eso era todo, parece.

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