Por Álvaro Bisama, escritor y profesor UDP Octubre 1, 2014

“31 Minutos” era ficción infantil, pero no dejaba de lado a los adultos, podía ser leído en varios niveles y era capaz de crecer, tanto técnica como narrativamente, quizás porque su idea original se infiltraba en la realidad de modo insospechado.

Alguna vez Tito Fernández, el Temucano, sugirió que Marcelo de Cachureos había cambiado el rumbo de su carrera producto del encuentro cercano que tuvieron con un ovni en 1974. Hasta ese momento, Marcelo Hernández era un cantante popular, había ganado varios concursos televisivos y parecía perfilarse como cantante. Cachureos, que comenzó a mitad de 1983, lo terminó de volver una estrella masiva, pero torció su rumbo: durante casi dos décadas se convirtió en el rey indiscutido de la televisión infantil chilena. Aun cuando no podemos saber si Fernández tenía razón, sigue siendo raro mirar esos viejos shows de Cachureos, lo mismo que El mundo del profesor Rossa o Pipiripao, entre otros. Todos ellos han envejecido mal y provocan una nostalgia mezclada con vergüenza ajena. No es extraño que suceda; quizás porque observar con ojos adultos programas infantiles nos obliga a pensar en ellos como postales de ese lugar hecho de expectativas y miedo que es la infancia.

De este modo, es imposible no pensar que la estridencia de Los bochincheros encontraba su doble opuesto en las fábulas de inocencia rebuscada de las canciones de Mazapán y que la precariedad de Pipiripao era el correlato a la candidez de Patio Plum y la pedagogía forzada de El profesor Rossa.  Cachureos destacó ahí siempre como el programa más exitoso, pero también el más insoportable. Si bien comenzó como un programa casi didáctico e intimista, con los años mutó a una versión más o menos desquiciada de Sábados Gigantes, una televisión kitsch y estridente, hecha de puros golpes de efecto, gracias a concursos idiotas y personajes feísimos y acaso violentos. De hecho, a mitad de los noventa, había algo intolerable en cualquier emisión del show, que era una especie de circo romano donde una multitud de niños gritaba mientras en algún concurso torturaban a algún padre y personajes como Epidemia se robaban una pantalla donde bailaba un ejército de muchachas en minifalda.

Carente de cualquier sutileza, Cachureos era un espectáculo a veces grotesco y extraño, donde lo más raro era el mismo animador, que iba envejeciendo y encorvándose de modo progresivo en  cámara, cada vez más lento y cansado, como si no pudiese sintonizar con el ritmo de su propio programa. Pero lo que le pasaba a Marcelo sintetizaba también el destino de esos héroes infantiles, esos personajes televisivos a los que el tiempo les pasó la cuenta de modos bastante extraños. Los animadores de Los bochincheros protagonizaron varios escándalos de violencia conyugal; Roberto Nicolini, de Pipiripao se convirtió en un empresario teatral; e Iván Arenas, el Profesor Rossa, protagonizó un par de videos subidos de tono, salió de pantalla varios años, fue parodiado por Pablo Zamora (que creó al Profesor Salomón) y luego volvió con su mismo programa, pero en una versión adulta y revisteril, llena de modelos en ropa interior y chistes vulgares de todo tipo.

 

De este modo, cuando Álvaro Díaz y Pedro Peirano lanzaron 31 Minutos el año 2003, la televisión infantil tenía esos modelos en mente, pero todos ellos estaban a esas alturas vencidos y agotados; el imaginario que habían construido era anacrónico, y muchas veces se presentaba como impostado y quizás tardío. Por lo mismo, la propuesta de las aventuras de Tulio Triviño y Juan Carlos Bodoque lucía tan extraña como genial: un noticiario protagonizado por títeres. Aquello era arriesgado, pero resultó un éxito inesperado ya sea porque en el equipo creativo estaba Rodrigo Salinas y la gente de La Nueva Gráfica Chilena como por el hecho de que el programa se arriesgaba a contar historias, algo que hasta ese momento era impensable en el formato. 31 Minutos era ficción infantil, pero no dejaba de lado a los adultos, podía ser leído en varios niveles y era capaz de crecer, tanto técnica como narrativamente, quizás porque su idea original se infiltraba en la realidad de modo insospechado.

 Así, 31 Minutos se proponía como un espejo de lo real en vez de una miniaturización de lo mismo. En un país donde los noticieros se volvieron otro programa más de entretención,  llenos de un lenguaje pomposo y llenos de eufemismos, las noticias que daban Tulio Triviño y sus amigos no parecían tan raras ni delirantes; por el contrario, se volvían cercanas porque le sacaban partido a la propia imbecilidad de la que la tele era capaz. Eso, unido a una explotación del merchandising del show, una banda sonora llena de unos hits masivos que ya se los hubiera querido el rock chileno de aquella época y una permanente tensión por probar los límites de lo que se podía contar en pantalla, hicieron que el show pusiera un estándar de calidad que era inédito en el género.

De hecho, cuando en la segunda temporada apareció un personaje llamado Tío Horacio, que era una versión desquiciada del viejo Tío Memo de Los bochincheros, era imposible no pensar en que Díaz y Peirano no estaban citando su propia infancia para desmontarla en el show. El Tío Horacio conducía un show infantil, cantaba canciones sin sentido (“Boing boing”) y promocionaba navajas como juguetes. Con eso, 31 Minutos citaba la tradición de los programas infantiles que lo habían antecedido para presentar su violencia y estupidez en todo su esplendor.  Gracias a gestos como el anterior, Tulio Triviño y sus amigos cambiaron el imaginario infantil chileno para volverlo más sofisticado y complejo, al ponerse a contar historias, pero también ofreciendo a las mismas como una interpretación originalísima de sus referencias, algo que aparecía en el show leído desde una ternura y un surrealismo que no había estado nunca de ese modo en nuestras pantallas.

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