Por Marisol García Septiembre 3, 2014

Un músico que quiso ser profesor, y que entonces llevó la docencia a la música, y la música a la sala de clases. O al revés. Gerhard Mornhinweg (Concepción, 1972) no sabe qué fue primero ni qué domina en su definición laboral; tampoco parece apurado en resolverlo. “No sé si soy un músico aficionado y profesor profesional, o un músico profesional aficionado a la docencia”, se ríe. Poco importa. Precisamente ese vaivén es lo singular de su trabajo en los últimos veinte años, y es lo que lo ha llevado del escenario al aula, y de ahí a la sala de ensayos, y al fin a la oficina de director del Liceo Almirante Riveros de Conchalí, en la que ahora conversamos.

Es un cornista formado en la Universidad de Chile que pudo haber destacado dentro de una orquesta, pero que hoy ocupa una silla barata en un colegio municipal de una comuna llena de necesidades. Entran y salen apoderados, funcionarios y alumnos a exponerle todo tipo de vicisitudes. “Concentrarme más de dos horas en algo aquí es imposible”, comenta. Entre esas distracciones, aun pese a las precariedades evidentes, Mornhinweg suena convincente cuando asegura que desde ahí puede mejorarles el futuro a cuatrocientos niños y a sus familias.

Lo que hoy le toma la vida es más complejo que conservar el puesto en una orquesta sinfónica, pero atisba que las lecciones de aquel mundo de arte y alta competencia le serán útiles en éste, de deudas sociales y expectativas planas. Para saber si darle la razón es necesario entender cómo fue que este hombre de 42 años llegó hasta aquí.

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“¿Quién es mejor? ¿Dizzy Gillespie? ¿Arturo Sandoval? ¿Marsalis?”. Gerhard Mornhinweg emplaza a un grupo de adolescentes sentados junto a sus instrumentos: trompetas, saxofón, piano, guitarra eléctrica. Es noviembre de 2010, es un salón de conferencias, y es otra de las charlas TED que pueden encontrarse en YouTube.

“Vengo a presentarles a la Conchalí Big Band. Un proyecto que, de alguna manera, ha hecho diferente mi vida”, dice  allí el músico, bosquejando ante la audiencia lo que busca y lo que ha conseguido liderando a escolares de Conchalí en el proceso de enriquecer su formación a través de la música. El conjunto nació en 1994 al amparo de la Corporación Municipal de Conchalí y al menos de un par de autoridades visionarias. Mornhinweg estuvo a su cargo desde el principio, con clases primero semanales y luego diarias de instrucción colectiva e individual de instrumentos y lectura de partituras. Así consiguió convertir lo que se pensaba sería un conjunto de pasatiempo juvenil que proveyera a la municipalidad de melodías en vivo para sus desfiles y efemérides en una cantera de la que han salido profesionales como los saxofonistas Andrés Pérez, Agustín Moya y Cristián Gallardo; el pianista Gabriel Paillao y el contrabajista Cristián Orellana. El conjunto ha grabado dos discos (viene un tercero), realizado dos giras al extranjero y más de veinte por Chile. El crítico de jazz Iñigo Díaz lo considera “un proyecto educativo y social que superó las expectativas de todos, aunque mi impresión es que, más que el resultado, a Mornhinweg le ha interesado el proceso. A él lo considero un héroe anónimo de la educación”.

Han sido veinte años de un trabajo educativo ejemplar y sin comparación en el país, pero su director no puede estar hoy encima de los preparativos de la gran celebración el 7 de noviembre en el Teatro Municipal de Santiago. Su vida ha cambiado tanto en los últimos meses, que no hay modo de que ahora se concentre en las pasadas conquistas.

   

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Hace tan sólo un año, los días se le pasaban a Gerhard Mornhinweg en una secuencia cómoda en torno a la Plaza Baquedano. Estimulante, sí, pero libre de sobresaltos. Como vicerrector académico del Instituto Profesional Projazz, el músico colaboraba con lo que define como un proyecto educacional integral, que involucraba a docentes y alumnos comprometidos en objetivos en torno a la instrucción de música “en consonancia con la sociedad y sus necesidades”.

Desde hace diez meses, en cambio, pasa doce horas al día entre las salas y los patios del Liceo Almirante Riveros, un colegio municipal inserto en la Población Juanita Aguirre que alberga a casi cuatrocientos alumnos entre prekínder y cuarto medio. El nivel socioeconómico de sus familias es medio-bajo, y entre el 61 y el 81% del alumnado está en condición de vulnerabilidad social. De más está decir que su sueldo es menor al del año pasado.

Resultados SIMCE más bajos que el promedio nacional, e incluso inferiores a los del año previo. Un cuarto de estudiantes expulsados de otros colegios. PSU de Lenguaje y Matemáticas en 413 puntos. El panorama con el que Mornhinweg se encontró al asumir en noviembre pasado era, en sus palabras, “de supervivencia”. “Nadie me ha impuesto metas que tengan que ver con cifras, pero éstas van a subir como consecuencia del trabajo bien hecho”, cree.

Para esa carrera contra el estancamiento se ha valido de lo que llama un “enfoque integral”, sostenido en cuatro ejes: el intelecto, el físico, el espíritu y el vínculo social de sus alumnos. Ha aumentado las horas semanales de talleres artísticos y de inglés, e incorporado a dos nuevos profesores, para Artes Visuales y Artes Escénicas. Él mismo se está haciendo cargo de las clases de Música.

“No es un liceo artístico, porque aquí puede haber alumnos que no se interesen en ser artistas y es legítimo. Lo que hacemos es reforzar aspectos espirituales, valóricos y cognitivos que hoy están sumamente descuidados -en las casas, en la calle, en el sistema escolar en general-, y nos valemos para ello del arte. Lo que se refiere a aprender la materia es lo que menos me importa. Mi desafío está en formar buenos seres humanos”.

No han faltado los alumnos ni apoderados que cuestionan los cambios. Mornhinweg sabe que en su esfuerzo no puede contar con un refuerzo familiar. No son veinticinco alumnos por sala, son cuarenta y cinco. No todos quieren estar ahí; al menos un tercio llegó porque fue expulsado de otro lado. No son salas cómodas; están frías y mal iluminadas. No a todos les aplaudirán en su casa el súbito desarrollo de un talento. “¿Y por qué tengo que aprender artes si lo que yo quiero cuando grande es ser futbolista?”, le han preguntado.

“Durante años hubo un modelo en el que el colegio aportaba saberes a una carga de conocimientos que el niño traía de la casa. Eso no es lo que funciona ahora -explica-. De partida, porque allí los niños están frente al televisor o el computador. Segundo, porque, en la mayoría de los casos, mamá y papá trabajan fuera, y su figura se ha diluido. Lo que llamo el desarrollo interior está abandonado, y para qué hablar de lo colectivo-social. Hay un trabajo que hacer en la convivencia. Muchos alumnos se relacionan a piedrazos, a garabatos”.

La falta de motivación en los estudios es un problema constante. En esos tironeos, Mornhinweg  puede ser vehemente: “A mí lo que me da pena y rabia es que mientras están acá alegando porque no quieren entrar a clases, allá arriba hay otros niños que se están preparando para ser sus jefes”, recuerda haberles dicho una vez.

-Es fuerte.

-Pero es la verdad. Tengo que lograr que los alumnos tengan iniciativa y que despierten. 

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Hay lecciones que se trajo de la Conchalí Big Band al liceo, y que no le cuesta enumerar. Hay otras que sabe que está por descubrir. “En la Big Band aprendí a interesarme en cada estudiante. Conocí a niños calificados de conflictivos, niños incluso desertores de su colegio, y aprendí que puede hacerse algo valioso con ellos. Si no conoces a los alumnos, si no eres capaz de crear confianza, los resultados no serán los que buscas”.

-¿Te parece bien orientada la reforma educacional en elaboración?

-Me parece urgente. Lo que echo de menos es centrar el debate en lo que es importante.

-¿Que es…?

-Qué es lo que sucede en el aula, en qué se hace en esta enorme cantidad de horas de la Jornada Escolar Completa. ¿Algún niño aprende de verdad algo después de la una de la tarde? ¿Tiene sentido que los tengamos en el colegio hasta las cuatro para que no estén en la calle? ¿Para qué? Discutamos por qué todos los alumnos tienen que aprender lo mismo al mismo tiempo. O hablemos de la alimentación que les estamos dando. Yo desafío a los que estudian estos asuntos a que vayan a almorzar a un casino de colegio, a ver si pueden comerse lo que está en el menú. Lo urgente de resolver no es quién está a cargo del colegio, sino cómo conseguimos que los niños aprendan a ocupar bien el tiempo y así luego tengan espacio para ser felices. ¿Necesitamos salas de clases, a estas alturas? Si a mí me dieran permiso, yo, después de cierto curso, las eliminaría.

Los libros y postulados del estadounidense Ken Wilber le resultan inspiradores. Su “teoría integral” en la interrelación de paradigmas se aplica hoy en colegios del Primer Mundo.

Los estudios de Gerhard Mornhinweg reflejan mejor que cualquier explicación sus dos pasiones. A la Universidad de Chile entró a estudiar Licenciatura en Artes con mención en Interpretación en Corno, y luego pasó a Pedagogía, donde se tituló en Educación Musical. Ya con la Conchalí Big Band en marcha quiso seguir un magíster en Educación, “para adquirir más herramientas”.

El corno ya no lo puede tocar a diario. No hay tiempo. A veces siente que no avanza en nada significativo sino que sólo parcha carencias, “pero siento que es lo que hay que hacer. Pese a todas las dificultades, sé que aquí soy útil”.    

Titularse como intérprete de corno. Extender su estadía en Alemania. Ingresar a una orquesta. Su vida podría haber seguido un curso muy diferente, dice, pero una sucesión de casualidades lo tiene hoy  detrás de la puerta de una oficina en un liceo municipal de Conchalí que anuncia: “DIRECTOR”.

“Chile está lleno de generales que te dicen cómo se hubiera librado mejor la batalla sin haber estado en ella. Es legítimo, todos tienen derecho a opinar. Pero uno tiene que ser consecuente. Para mí, la educación ha sido una inquietud de toda la vida, y si se me dio esta oportunidad, no podía no tirarme a la piscina”, dice y suelta, justo antes de su primera risa: “Aunque el agua estaba bien helada”.

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