Por Diego Zúñiga Agosto 27, 2014

El lugar se llama Campo de Mayo y está rodeado de pequeñas ciudades y villas, a unos 30 km de Buenos Aires, en el Conurbano. Son ocho mil hectáreas que le pertenecen al ejército argentino, una de las bases militares más grandes del país, un lugar donde hay un hospital militar, está la escuela de suboficiales, tiene muchos espacios públicos, de tránsito, un polígono de tiro, una escuela de equitación, distintas zonas que se arriendan para la agricultura y para actividades públicas, y también mucho terreno convertido en un basural, el lugar donde la ciudad va a botar la basura y los desechos líquidos de toda la zona.

-Un lugar en el que uno va a descargar su mierda -dice Félix Bruzzone (1976), quien vive a cinco cuadras de Campo de Mayo, que durante la dictadura de Videla fue el principal centro clandestino de detención y el último lugar en el que se vio con vida a la madre de Bruzzone.

Desde hace años que el escritor argentino toma notas e intenta comprender cómo se relacionan los vecinos con un lugar como éste, cómo se relaciona él con un lugar como éste. Y son esas notas, convertidas en una conferencia, lo que leerá el próximo jueves 4 de septiembre, cuando dé el cierre a las Jornadas de Estudiantes de Postgrado “Literatura de Alta Tensión”, de la Universidad Alberto Hurtado.

Una conferencia sobre Campo de Mayo, pero también sobre la propia biografía de Bruzzone, sobre sus padres desaparecidos, sobre su presente como vecino del lugar, sobre sus libros. Porque Félix Bruzzone, en 2008, publicó dos libros -76 y Los topos- que no sólo fueron aclamados por la crítica, sino que abrieron un camino inesperado en la forma de abordar, desde la literatura, toda la violencia política de los 70 en Argentina.

-Me parecía que el tema de la dictadura estaba agotado, de cierta forma, pero nada, igualmente me gustaban como testimonio estos libros, y los publiqué sin expectativas -cuenta Bruzzone por teléfono desde Don Torcuato, donde vive.

Y es cierto: hasta antes de 76 y Los topos parecía que, desde la literatura, era imposible tratar el tema de la dictadura desde una mirada nueva. Pero entonces aparecieron los libros de Bruzzone, y empezó otra historia.

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-Mi acercamiento a la literatura empieza más de grande, pero con la escritura fue distinto. Comienza cuando mi abuela materna, con la que me crié, me incentivaba a escribir a mi otra abuela, que vivía lejos de nosotros. Entonces le escribía cartas semanalmente contándole mi vida, una especie de autobiografía epistolar. Creo que ahí está el germen de lo que iba a escribir después, porque aquello me quedó como una manía, como un tic, eso de escribir sobre lo que a uno le pasa, sobre la experiencia -cuenta Bruzzone, quien estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y luego realizó los cursos para poder ser profesor de enseñanza básica.

Fue en esos años en que empezó a imaginar lo que iba a ser 76, su primer libro de cuentos, en los que mezcla ficción con realidad. Antes, eso sí, hubo una novela breve -que no quiso publicar- donde descubrió que quería escribir sobre lo que significaba ser hijo de desaparecidos, pero sin tener plena consciencia de que su mirada iba a abrir un camino.

-Me demoré entre 4 y 5 años en escribir los cuentos. Fue un proceso largo. Yo partía de una premisa: todos los personajes son hijos de desaparecidos y a partir de ahí iba haciendo una deriva, que no tenía que ser la más esperable. No quería que fueran los relatos más obvios de hijos de desaparecidos: el tema de la victimización, dar lástima, reivindicar antiguas luchas, sino más bien plantear problemas más íntimos. Sentía que ahí había zonas más literarias -cuenta Bruzzone.

Por esos años leía a Roberto Bolaño, a Miguel Briante, a Martín Rejtman -“uno de mis ídolos”, dice-. Por esos años fue encontrando el tono de los cuentos, un tono más contenido, sin grandes discursos.

-Yo quería plantear cómo un problema público y político tan grave, como fue la dictadura, se iba traduciendo en lo íntimo y cómo iban interactuando y perforándose entre sí -dice.

Y 76, justamente, ahonda en esa interacción, pero desde un lugar inesperado: aquí no hay reivindicaciones, sino más bien la experiencia de ser hijo de desaparecidos y crecer en la Argentina de los 80, y vivir la juventud en los 90, y buscar a sus padres, pero también su identidad. Preguntarse lo que se pregunta cualquier joven de 15 ó 20 años. Alejarse de los discursos moralizantes, cuestionar todo, incomodar.

Los 8 cuentos que conforman 76 -publicado por Tamarisco- son relatos incómodos para los discursos oficiales, porque Bruzzone plantea el problema político desde una cotidianidad desconcertante: sus protagonistas van a la agrupación HIJOS, muchas veces, porque les gusta alguna chica que los invitó y no por otro motivo. Viven un poco a la deriva, se drogan, se enamoran, intentan saber quiénes son, desconfían. Algunos buscan a sus padres, pero también comprenden rápido que deben hacer su vida, que las luchas de ellos no son sus luchas. En “Fumar abajo del agua”, por ejemplo, Bruzzone cuenta, en muy pocas páginas, la vida completa de un hijo de desaparecidos y lo que intenta hacer con el dinero de las indemnizaciones que le pagó el Estado, hasta que inventa un cigarro para fumar bajo la lluvia; y triunfa. El escritor y crítico Juan Terranova dice sobre el cuento: “La sombra ominosa de la dictadura, parece decirnos Bruzzone, no condiciona necesariamente el futuro de un hijo de desaparecidos”.

Esa mirada, hasta la publicación de 76, no se había desarrollado. Esa cotidianidad planteada era un lugar nuevo en el que iba a profundizar aun más con su novela Los topos.

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Bruzzone publica 76 a inicios de 2008, y la crítica y los lectores lo recibe positivamente. Por eso desde Random House no se demoran mucho en contactarlo y preguntarle si tiene una novela. Y él responde que sí.

-Los topos era un relato que empecé a escribir para 76, pero nunca cerró, así que lo seguí.

Lo que siguió fue una historia delirante sobre un hijo de desaparecidos, un relato desbordado, ya no contenido, en el que acompañamos a un narrador que se enamora de un travesti, también hijo de desaparecidos, cuyo proyecto de vida es matar represores. Hasta que un día desaparece.

Beatriz Sarlo alabó el libro y lo comparó con Maus, de Art Spiegelman.

Si 76 había sido una sorpresa, Los topos era la confirmación rápida de que Bruzzone era uno de los escritores jóvenes más interesantes de la narrativa argentina. Vinieron las traducciones al alemán y al francés. Y en 2010 obtuvo el prestigioso premio alemán Anna Seghers, que lo han ganado Pedro Lemebel, Fabián Casas y Lina Meruane, entre otros.

-Todo fue muy rápido -dice Bruzzone-. Publicar esos libros fue como recibirme de autor. Y también era algo importante para mí. Siempre sentí que la mejor forma de hacer justicia con mis padres era a través de los libros, escribir estos libros y no ir a declarar a un juicio. En ese sentido, todo esto fue muy reparador para mí.

En 2010, también, publicó la novela Barrefondo, en la que cuenta, de alguna forma, la experiencia que ha sido trabajar limpiando piscinas, que es su oficio actual. Una novela que, además, le sirvió para alejarse del tema de los desaparecidos en su literatura.

-Sentí que después de Los topos no podía ir más allá, así que preferí dejarlo ahí, al menos por ahora, y escribir otra historia -cuenta Bruzzone, quien en octubre publicará una nueva novela por Random House: Las chanchas, y en estos días acaba de lanzar una nueva edición de 76, ahora publicado por Momofuku, con dos cuentos nuevos.

Volvió a leer el libro en estos meses antes de aprobar la reedición. No quiso hacer cambios.

-Creo que ahora entendí más por qué gustó el libro. Siento que el libro condensó algo que había que decir en ese momento. Por eso funcionó. Y ahora me siguió diciendo cosas y eso me sorprendió.

También le sorprendió, en estos días, la aparición de Ignacio Hurban, el nieto 114, el nieto de Estela de Carlotto.

-Fue una emoción enorme, algo muy reparador. Yo pensé que nunca iba a suceder. Pero es un hito. Cuando supe no podía parar de llorar.

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