Por Juan Guillermo Tejeda Agosto 13, 2014

Más de cuarenta años después de haber diseñado o dibujado la primera edición de los Artefactos de Nicanor Parra -en un formato de caja conteniendo más de 200 postales, que vio la luz a principios de 1972-, sigo aún saliendo de a poco del anonimato, explicando mi participación. Artefactos fue una obra un poco anónima, la verdad, desde sus inicios y por diversas razones, y quizá sea ése y no otro su destino.

Para comenzar, la personalidad creativa de Nicanor Parra no encajaba en ninguno de los dos bandos en los que se dividió miserablemente el país en esos años, y no tanto por motivos crudamente políticos, sino porque su habla, la de la tribu como a él le gusta denominarla, había entonces pasado a segundo plano para dar paso a una jerga o marxistizada o imperializada, que se concentraba más en derribar al adversario que en entender -por ejemplo- el paso del tiempo o las debilidades humanas de los habitantes de este cachureo andino. Su visión pop o callejera o cotidiana de la existencia tendía más a la crónica poética que a la poesía como arma de combate, y no es que Parra evitase tomar partido. Hostilizado por una izquierda moscovita, cercano al sentimiento de la gente entendida como pueblo o como clase media en dificultades, lo que fuese, mantenía una confusa posición antiallendista, quizás marxista, tal vez católica, o anticatólica, a la vez antinorteamericana y pronorteamericana.

No se ha escrito aún en Chile, como se hiciera en España (hay que ver los libros de Jordi Gracia), la historia de los artistas e intelectuales liberales durante los tiempos del enfrentamiento, que en la madre patria quedaron del todo expulsados de la escena pública, y es el caso de figuras como Unamuno, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, que terminaron casi todos ellos en el exilio o silenciados, sencillamente por no adscribir claramente ni a los comunistas ni a los fascistas.

Por lo tanto, como se dice usando un lugar común, no estaba el horno para bollos: no había entonces oídos ni ojos ni sonrisas para artefacto alguno, la ciudad estaba sumida en una guerrilla de marchas, escaseces, improperios, odios, balazos y por ahí siguió deslizándose en los meses sucesivos hasta desembocar el drama en el rudo e irreversible septiembre de 1973. El pop verbal de Parra no resultaba funcional ni para la izquierda ni para la derecha, unidas o vencidas o lo que fuese.

Sumado a eso, está mi propia participación en la obra, que consistió en darles forma física y visual a los textos de Nicanor Parra. Yo era entonces un ser anónimo, incluso un anonimizador, que lo que tocó lo apartó de la fama, y así he sido casi toda mi vida.

Sin embargo, pertenezco al mundo del arte, y por mis venas, imagino yo, corre la misma sangre que animaba en vida a Amster, a Nelson Leiva, a mi padre. Aunque se trate en mi caso de una sangre quizá menos espesa o de un color no tan fosforescente, sé que soy, como ellos, un crucificado, y que si no mana esa sangre desde mis heridas, no logro respirar.

 

“Artefactos” se publicó en 1972, por Ediciones Nueva Universidad, que pertenecía a la Universidad Católica.

 

Fue a principios de los 70 cuando Cristián Santa María -el ex cura con sonrisa de sátiro que oficiaba de editor de Ediciones Nueva Universidad, de la Universidad Católica de entonces- me ofreció diseñar una nueva obra de Nicanor.

A Cristián lo había conocido en la revista Desfile, creada por Genaro Arriagada. Él se ocupaba de la sección Cultura y yo del diseño. En esos años, Parra tenía un trato distendido con aquella Universidad Católica conducida por Fernando Castillo Velasco.

Me llegó el ofrecimiento, entonces, y lo que le dije a Cristián fue que podíamos hacer, en lugar de un libro, una caja de postales para que los Artefactos circularan por los correos del mundo. Él aceptó. Mientras, Nicanor, que se había ido a los Estados Unidos, asentía vagamente y dejaba hacer.

Recibí los originales de Nicanor garrapateados a mano, cada artefacto en una hoja. Trabajé mucho componiendo textos, recortando, pegoteando, dibujando, seleccionando grabados, semanas y meses, y mi nombre apareció al final bien pequeñito, citado en un texto de Cristián, dentro de un díptico con la foto del poeta que va en la caja, y que habitualmente se extravía. Yo gocé haciendo aquello que, más que un diseño, era para mí una acción de arte -es decir, un plácido sufrimiento o un doloroso goce- que me resultó una labor extremadamente sencilla y natural.

Mi acción de arte consistía en colocar los textos encendidos de Nicanor en mi ventilador visual, para que se dispersaran y siguieran, cada uno de ellos, su camino, su peripecia postal de mano en mano, de corazón destrozado en corazón destrozado. Y hasta hoy me enorgullezco de mis tipografías severas y de los grabados antiguos y de los dibujos o collages inexpertos que puse en los Artefactos, así manaba anónimamente mi sangre de oro, y así tejía también yo, como tantos otros de mi tribu artística, el interminable mimbre del arte.

Es curioso, pero con Parra no hablé sino al cabo de veinte años, en los noventa. Entonces fui varias veces a su casa en La Reina, conversábamos acerca de la eventualidad de una segunda edición, pero también de muchas otras cosas o incluso de nada: es un muy buen conversador, sabe escuchar y sabe hablar, tiene un sentido del tiempo, del reposo del tiempo. Y yo ahora soy muy parriano, aunque encuentro que si le dieran el Premio Nobel sería una mala señal, no puedo creer que esos suecos lo lleguen a entender jamás, porque el lenguaje de la tribu no soporta traducciones ni estandarizaciones. Igual podrían ser sabrosos unos artefactos o un discurso dedicados a esa extraña Academia.

Del resto del anonimato de los Artefactos se encargó el vicealmirante Jorge Swett Madge, nombrado rector delegado por los militares. Junto a su pro-gran canciller, monseñor Jorge Medina, Swett condujo durante doce años los destinos de la Pontificia Universidad Católica. Una de las primeras medidas dictadas por él fue ordenar la requisición de los Artefactos, y las cajas quedaron mucho tiempo en una bodega de la Casa Central, hasta que desaparecieron.

Finalmente, puede agregarse que la poesía artefáctica de Parra está concebida para el anonimato, un anonimato popular en todo caso. Cada cual puede ilustrar o diagramar o escribir o comentar a su modo un texto parriano -yo fui sólo un comienzo-, porque ésa es la vocación de esos textos: no la de establecer la última palabra o la única palabra, sino más bien abrir conversación, plantear o modular un tema. Así como el poeta recurre al habla de la tribu, el destino de cada uno de sus epigramas es ir a dar al incesante torrente de ese hablar y ese manar de sangre, al tejido y destejido de los cuerpos que constituye nuestra existencia colectiva, el ser de la especie.

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