Por Evelyn Erlij, desde París Julio 23, 2014

© Witi de Tera/Opale

“François Hollande me felicitó por el Goncourt, diciendo que ‘este libro tiene su lugar en la conmemoración’. Pero es el mismo presidente que se rehusó a hacer un gesto hacia los soldados fusilados por error durante la guerra. Eso muestra la dificultad de Francia para reconocer sus errores”.

El mundo literario está lleno de clichés, y si para ser un escritor respetado en Francia -o en cualquier parte- hay que expeler intelectualidad, ser intratable à la Houellebecq, tener el alma torturada y el ego henchido, Pierre Lemaitre (63) es la antítesis de todo eso. Porque romper estereotipos es su estilo: quien hoy es el último ganador del Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas y el que han obtenido Marcel Proust, André Malraux, Simone de Beauvoir y Marguerite Duras, se hizo un nombre como autor de novela negra, ese subgénero de la literatura popular despreciado por los literatos y vendido incluso en los quioscos de revistas. Tampoco vive en un barrio bohemio de París, sino que en La Défense, algo así como la Ciudad Empresarial francesa, lejos de la vida cultural y cerca de la realidad social de cualquier francés de clase media.

Lemaitre es un escritor atípico, pero detrás de esa imagen de hombre corriente y bonachón hay un humor punzante y un espíritu crítico. Nos vemos allá arriba (Salamandra/Océano), la novela por la que le dieron el Goncourt 2013, es el relato más duro y satírico que se ha escrito en Europa en medio del actual delirio patriótico por el centenario de la Primera Guerra Mundial. Adiós al país glorioso y vencedor: la Francia que aparece en sus páginas es una nación que no sabe qué hacer ni con los cerros de cadáveres de sus propios combatientes ni con los soldados desmovilizados. Las calles se llenan de cesantes, desquiciados, mudos, cojos, desfigurados y mutilados, hombres que soñaron con una guerra stendhaliana y que despertaron en el infierno de Dante. En el segundo país con más muertos en proporción a su población, la carnicería se volvió un negocio. El de los cementerios militares, las empresas funerarias y  los monumentos a los caídos.

Nos vemos allá arriba -título que hace referencia a la carta de despedida que Jean Blanchard, soldado fusilado por abandono de posición en 1914, le escribió a su mujer- es la venganza astuta de dos veteranos de guerra contra la ingratitud de una nación en la que se convirtieron en parias. Es 1918. Albert está enterrado vivo en el campo de batalla y respira su última bocanada de aire antes de que Édouard, un compañero de filas, lo saque de ahí. Pero ese gesto humano lo convertirá en inhumano: en ese instante, un trozo de metralla le vuela la mandíbula y lo convierte en un gueule cassée -como llaman en Francia a los militares desfigurados-, en una especie de monstruo incapaz de hablar. En una mezcla de culpa y agradecimiento, Albert se hará cargo del hombre que destruyó su propia vida por salvar la suya. Y a falta de trabajo digno, juntos idearán una forma de hacerse ricos burlándose del anodino gesto del Estado hacia sus muertos: la construcción de monumentos.

“Lo divertido era que fueran patriotas los que lo hicieran. Porque ellos sufrieron una guerra terrible para defender a su patria y su patriotismo fue mal recompensado. Cualquier autor de novela negra hubiese pensado lo mismo que yo”, explica Lemaitre sobre los héroes improbables de su novela, uno traumatizado y paranoico, y el otro mudo y desfigurado. “En mi infancia, cuando salíamos con mi madre, siempre la tiraba de la mano para que evitáramos el quiosco donde un gueule cassée de la Guerra del 14 vendía billetes de lotería. Me aterraba. Al escribir esta novela, me acordé de eso: los contemporáneos tenían miedo de estos hombres que volvían del campo de batalla. Eso jugó mucho en la dificultad que hubo para reintegrarlos”, dice el autor, que recuerda perfectamente los días en que Francia parecía un circo de los horrores después de dos contiendas mundiales.

Cien años es poco tiempo para olvidar, cree Lemaitre. “Esta guerra no está lejos. Un siglo no es Napoleón, es la generación de mis abuelos. No hay otro evento en la memoria colectiva francesa que haya tocado a tanta gente y con tanta fuerza. Durante la Segunda Guerra Mundial, en dos o tres meses, Francia fue ocupada y perdió. No existió la guerra militar. Por eso la Gran Guerra no tiene equivalente”, asegura. El hecho de que Édouard pierda la palabra remite alegóricamente a lo que Walter Benjamin apuntó en su ensayo Pobreza y experiencia, al describir cómo los soldados regresaban mudos del campo de batalla, incapaces de transmitir sus vivencias y pobres en cuanto a experiencia comunicable.

“Durante la Batalla de Verdún -la más larga de la contienda- caerán seis obuses por metro cuadrado y un obús cada tres segundos durante nueve meses. ¿Cómo fue posible sobrevivir a eso? La violencia extraordinaria de esta guerra creó un efecto de estupefacción que simbolicé con un gueule cassée”, explica Lemaitre, que como buen novelista policial investigó la época hasta el último detalle.

Su Francia de entreguerras es una nación infestada de parásitos que se nutren de las desgracias ajenas, de tenientes que crean empresas con dinero del Estado para satisfacer la demanda de quienes exigen los cuerpos de sus seres queridos. En un país lleno de cadáveres putrefactos, qué importa si el difunto corresponde a un familiar, a un francés cualquiera o a un alemán: la cosa es vender un muerto frente al cual la familia pueda rezar.

“Es extraño cómo este libro cae en medio de la conmemoración de la Primera Guerra Mundial. Porque ésta es una novela corrosiva. El Presidente de la República (François Hollande) me escribió para felicitarme por el Premio Goncourt, diciendo que ‘este libro tiene su lugar en la conmemoración’. Pero es el mismo presidente que, al momento de la conmemoración, un siglo más tarde, se rehusó a hacer un gesto hacia los soldados fusilados por error durante la guerra y que la justicia reconoció. Es muy contradictorio. Eso muestra la dificultad estructural de Francia para reconocer sus errores”.

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Pierre Lemaitre pasó casi toda su vida leyendo y enseñando literatura a bibliotecarios, pero sólo hace una década se decidió a escribir. “Cuando se ha leído a Dumas, Proust, Tolstoi y Balzac, decir que uno escribirá una novela me parecía de una arrogancia que no tenía. Pero me volví arrogante a los 55 años”, dice el novelista, conversador entusiasta y gesticulador impulsivo. Se define como “escritor jubiloso”, porque su estilo tiene poco que ver con el tono sobrio de la literatura actual. “Pienso en Houellebecq (ganador del Goncourt 2010), ya que estamos en el mismo palmarés. Mi estilo es muy distinto, pero me alegra que, con pocos años de diferencia, se haya premiado a un autor de novelas depresivas como él y a uno de novelas más bien picarescas como yo. Es un signo de la buena salud de la literatura francesa”.   

Pero no todos en Francia interpretaron el gesto con el mismo optimismo. “Fue una decisión valiente darle el Goncourt a una novela popular lo suficientemente literaria como para ser premiada. Obviamente, eso no satisfizo el esnobismo de todo el mundo. (El diario) Libération lamenta rotundamente que me hayan premiado. Hay una idea muy peyorativa de lo que es la literatura popular, la que yo defino como aquella que se dirige a todo el mundo, pero no al mismo nivel. Un primer nivel en esta novela es la historia de aventuras de Albert y Édouard. Un segundo son las resonancias sociales y políticas del período. Y un tercero es, por ejemplo, que el capítulo 14 es una parodia a Proust”.

Lemaitre asegura que faltan muchos gestos como el de la Academia Goncourt para que desaparezcan los prejuicios hacia la literatura popular, aunque no hay que confundirse: “A mí no me premiaron por una novela negra, sino por una novela histórica que funciona como una negra”, aclara. Lo indiscutible de Nos vemos allá arriba es la lucidez de su autor para trazar líneas desde la Francia de entreguerras a la Francia actual. “En francés se dice ‘el que va a la caza pierde su plaza’. Los soldados fueron a la caza de los alemanes y perdieron su lugar en la sociedad. Es lo que ocurre hoy con los cesantes en Europa: hicieron lo que la sociedad les pidió, trabajaron 30 años, compraron sus departamentos a crédito, tuvieron 2,3 hijos, pagaron sus impuestos. Hicieron todo, pero ya no hay lugar para ellos. La crueldad de la situación actual hace que nos preguntemos: ‘Mierda, ¿qué camino hicimos para que un siglo más tarde haya una situación similar?’”.

Los héroes de su novela, afirma, son los ancestros de los actuales pobres de Francia, muchos de los cuales votan hoy por el Frente Nacional, el partido de extrema derecha.  “Hace 50 años (luego de la ocupación nazi) supimos lo que eso podía significar. Yo escribí un libro sobre la memoria. Y me devasta ver la falta de memoria de la gente. Qué fracaso de la cultura”, se lamenta el autor, pacifista declarado que rechaza ir a festivales literarios para hablar de la Gran Guerra. Pero esa incapacidad de recordar, asegura, también es un mal de toda Europa. “Este año la Comisión Europea renunció a conmemorar la Primera Guerra Mundial. Los países pueden hacerlo por separado, pero Europa renunció a hacerlo. Eso quiere decir que los europeos no hemos logrado contarnos juntos nuestra propia historia para pacificarla”, dice Lemaitre, y se toma la cabeza a dos manos. “Qué fracaso. Qué fracaso de la cultura”.

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