Por Marisol García Junio 25, 2014

Domingo Pontigo concluye también escribiendo las jornadas de trabajo en sus plantaciones de frutillas con las que se gana la vida. En plena cosecha anota ideas que más tarde desarrolla con calma en su casa, junto a una Biblia y un diccionario.

“Aprendí a escribir antes que a leer. Me gustaban tanto los versos que los cantores viejos me daban los suyos y yo los copiaba como si fueran dibujos. Desde los 15 años siento la métrica, siento el verso dentro mío. Por eso soy tan creyente. Dicen que Dios les da virtudes a las personas más humildes”.

Aunque comenzó a cantar y recitar a los seis años de edad, Domingo Pontigo no se subió a un escenario a payar sino hasta 1968, cuando tenía casi treinta. Fue el debut y despedida de su décima en público.

-Viene el aplauso final, y no le da un ataque a mi socio. Cae como muerto ahí mismo en el escenario  -cuenta sobre lo que sucedió al cerrar su presentación en ese colegio de Curicó-. Se lo llevaron a un hospital y le diagnosticaron un ataque de epilepsia. Quedé traumado y nunca más payé en décimas: no se vaya a caer alguien a mi lado. ¡O hasta me caigo yo mismo!

Por eso ahora, cuando lo invitan de municipalidades, centros culturales, bibliotecas e incluso reparticiones de gobierno (en La Moneda ha estado varias veces), Pontigo se acomoda en cuartetas, que con eso basta y sobra, y así no tienta a la suerte. Las décimas están mejor guardadas, para la lectura de quienes se interesen: académicos e investigadores que lo consideran el más importante y prolífico de los poetas populares activos hoy en Chile en el llamado “canto a lo humano y lo divino”, tradición llegada con los jesuitas en la Colonia, transmitida desde entonces de modo oral, y divulgada en encuentros junto a guitarra o guitarrón. Además de los cientos de páginas manuscritas que conserva en su casa, hay ochenta y nueve cuadernos suyos en el Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional, y ya se han publicado cinco libros con su obra. El más reciente y extenso, Mi tierra me hizo Poeta…, se presentó esta semana en Valparaíso.

“Debo haber escrito ya más de tres mil composiciones”, calcula. Décimas, cuartetas, cuecas, adivinanzas, refranes, romances y brindis acumulados al ritmo pausado de su vida de campesino, porque para él poesía y tierra han sido como turnos de una misma rutina que repite desde que tiene memoria. En su infancia, cantores mayores le regalaban versos para que los memorizara. Les gustaba su voz y su curiosidad por el arte de palabras que aprendió a dominar solo, porque jamás fue a una escuela: que los hijos de los inquilinos asistieran a clases estaba prohibido por los dueños del fundo de El Palqui para los que trabajaban sus padres (“en la escuela pueden aprender mañas, nos decían”). Hoy, a los 74 años, viudo y con cuatro hijos, Domingo Pontigo concluye también escribiendo las jornadas de trabajo en sus plantaciones de frutillas con las que se gana la vida. En plena cosecha anota ideas que más tarde desarrolla con calma en su casa, junto a una Biblia y un diccionario. Tiene décimas sobre el Evangelio y sobre nuestra historia política; sobre la delincuencia en Santiago y las tradiciones del campo en extinción; sobre lo que ve en los noticiarios y lo que sueña para el país. En su libro Las dulces picardías de un poeta (2011) hay versos de amor y conquista erótica, y en El paraíso de América (1990) está la Historia de Chile, desde el descubrimiento español hasta el fin de la dictadura, narrada en estrictas líneas octosilábicas.

Décima, te aprecio tanto / porque tu labia es divina / gratitud y fuerza genuina / que anestesia mis tormentos / brisa de lluvia y de viento / que azota mis ventanales / consuelo de mis pesares / ternura de mis lamentos.

-Escribiendo yo me transporto a otro mundo. Olvido todos los problemas que hay en Chile y en mi cabeza -dice sentado frente a su gran mesa para el alimento y la escritura; nuestros pies calentados por un brasero. Hace un par de horas dejó de llover, y su casa de Las Pataguas está sin electricidad. Dos grandes ventanas en la construcción de madera dejan pasar la luz clara de San Pedro, zona de firme actividad agrícola en la provincia de Melipilla, y también cuna poética importante para el canto popular chileno (de allí también provenían leyendas de la paya como Honorio Quila, Atalicio Aguilar y Adiel Fuenzalida).

Soy de origen campesino / y a golpes llegué a ser hombre / soy hijo de padres pobres / y humillados del destino / me estoy labrando un camino / que también puede ser tuyo / las asperezas destruyo  / los escollos y vilezas / yo no sé hablar de grandezas / porque conduce al orgullo.

Hace cuatro años, el Consejo Nacional de Cultura le adjudicó el nombramiento Unesco de Tesoro Humano Vivo. Domingo Pontigo se vistió de huaso y partió a encontrarse con el entonces ministro Luciano Cruz-Coke. Hasta esta casa de campo llegaron micrófonos y cámaras por una semana.

-Lo primero que les decía era que quizás yo no era el indicado para el premio, porque conozco tantos y tantos buenos poetas -recuerda sobre esos días. Un creador popular no sabe qué cosa es el autobombo-. Si me halagan mucho, no me gusta; me siento como hostigado. Y hay ceremonias en que prefiero quedarme atrasito, porque no sé qué decir: ni yo comprendo a cierta gente, ni ellos me comprenden a mí. En todo caso, es un reconocimiento que me ha abierto muchas puertas.

Pontigo recuerda cuando ninguna institución sabía ni se interesaba en saber sobre el canto a lo divino. Recuerda a portentos del género, como Lázaro Salgado y Críspulo Gándara, a quienes conoció como defensores de un arte que podría haber muerto con ellos. Recuerda la fundamental labor de investigadores como Juan Uribe, Raquel Barros y Manuel Dannemann por llevar a universidades y editoriales las pruebas de un oficio con cuatrocientos años de historia en Chile, pero en latente riesgo de extinción. Por eso dice que se siente parte de una tradición que no acaba en la escritura, sino que se completa en la divulgación e instrucción de la décima. Desde hace doce años, y junto a los poetas Arnoldo Madariaga padre e hijo, enseña el arte de la décima en talleres para colegios y municipalidades.

-Hay un señor Trapero (Maximiano, filólogo español) que buscó durante cincuenta años el canto a lo divino en décimas por todos los países de habla hispana, y sólo lo encontró en Chile. Por eso, al que quiera aprender le enseñamos. Esto es parte de una tradición oral, y debe mantenerse así. Son nuestras raíces. Pablo Neruda escribió por ahí que los poetas populares estábamos “escondidos entre los surcos”, y tenía harta razón, porque nadie nos veía.

Puesto a disposición de una labor evangelizadora, el canto a lo divino ha tenido, sin embargo, también choques con la jerarquía eclesiástica. El sacerdote español Miguel Jordá fue fundamental para, a partir de los años 60, devolver este tipo de poesía a las iglesias en Chile y a su circulación en libros -e incluso estuvo dispuesto a defenderlos con prisión y tortura de la confiscación de la DINA-, pero su método fue polémico y hoy es vivamente criticado por los entendidos. En muchos de los volúmenes de poesía popular chilena editados por el religioso hay versos borrados o alterados. En el caso de Pontigo, sólo cinco de las quinientas nueve décimas con las que levantó El paraíso de América quedaron sin cambios.

-Es que ahí yo atacaba mucho a los españoles, y como el padre Miguel era español, no le pareció y le fue cambiando cosas.

-Sin decirle a usted.
-Sin decirme a mí. Ya al final, cuando tenía todo cambiado y listo para imprimir, me dijo: “Me vas a perdonar, Domingo, pero le cambié algunas cositas”. ¡Y me echó a perder la métrica y la rima consonante!

-¿Y eso no lo enojó?
-Es que entonces yo pensaba: al menos me está haciendo el favor de editar mis libros. Además, él fue alguien importante para meter el canto a lo divino a las iglesias, que por muchos años estuvo alejado porque a los sacerdotes no les gustaba. Él los convenció de que era tan válido como lo que ellos hacían con la Biblia, porque nuestra idea también es evangelizar con nuestro canto. Pero lo hizo también con otros poetas, y algunos se enojaron mucho. Lo querían demandar.

El poeta y cantor Santiago Varas, otra víctima de su inquisitorial edición, registró más tarde a su manera el ambivalente cruce del religioso español con la poesía campesina chilena: Disculpen mi verdad pura, / pero es perverso y dañino / que a un cantor a lo divino / lo venga a joder un cura. / Si nuestra vieja cultura, / para él no es conocida, / deberá tomar medidas / para entenderla mejor, / y así no dirá el cantor, /  “la ignorancia es atrevida”.

Son recelos que, de otras formas, perviven hasta hoy.  Hace poco, a Pontigo lo sacaron de un velorio al que una viuda lo había invitado a cantar. “Nada de populismo en la iglesia”, le dijo el cura antes de mostrarle la puerta.

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Si el poeta, en sus palabras, “carga con las alegrías y las tristezas de su pueblo”, lo que Domingo Pontigo sintió y escuchó tras el golpe de 1973 tenía que quedar necesariamente también en sus décimas. “Sentí un dolor y una angustia muy grandes al ver que mi patria iniciaba ese calvario y le pedía fuerzas a Dios para expresar mis sentimientos y para saber decir lo que sentía en aquellos instantes”, escribió más tarde en el prólogo a la única edición que existe hasta ahora de El paraíso de América, excepcional encuentro entre poesía popular, historia de Chile y denuncia; un libro fundamental en el género que, por gestión del investigador Humberto Olea, tendrá este año una reedición definitiva, ya libre de los cortes de la primera.

Corre sangre por el suelo / a raudales aquí en Chile / debe haber cientos y miles / hogares que están de duelo. / Me producen desconsuelo / estas horas tan ajenas / en verdad que siento pena / dimos hoy un paso atrás / no debió pasar jamás / esto en mi patria chilena.

Antes y ahora, la poesía ha sido para Domingo Pontigo un modo de adentrarse en ese país al que no ha conocido por contactos ni instrucción formal, sino que por búsqueda y afecto.

-No me va a creer que aprendí a escribir antes que a leer. Me gustaban tanto los versos que los cantores viejos me daban los suyos y yo los copiaba como si fueran dibujos. Desde los quince años siento la métrica, siento el verso dentro mío. Por eso soy tan creyente. Dicen que Dios les da virtudes a las personas más humildes, y creo que yo fui un elegido. Además, no sé qué sería de mí sin esto. La pobreza da una vida dura. No es bueno para un niño trabajar, y yo trabajé desde los ocho años.

-¿Hay algo que no le guste de su vida de poeta?
-No me gusta ir a Santiago. Antes iba inocentemente, quizás porque no teníamos tanta información como hoy. Pero de pronto me di cuenta de lo que pasa. Uno escucha de la violencia, de los asaltos. ¿Cómo hacer reflexionar a esos maldadosos?, digo yo. Y por eso ahora pido que me vengan a buscar y a dejar, pero trato de no ir.

En eso, dice don Domingo Pontigo, “me he ido poniendo exquisito”.

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