Por José Manuel Simián Abril 16, 2014

El gran triunfo de “Mad Men” ha sido el construir un antihéroe dotado de unos poderes cuasi sobrehumanos, pero que en su infinita humanidad nunca para de caer.

En el principio, el hombre caía. Caía entre los altos edificios de Madison Avenue, entre sus propias fantasías publicitarias, hacia un fondo que parecía infinito pero que, sabemos, en algún momento será perfectamente tangible para esa sombra negra vestida de traje. Y cuando eso finalmente suceda, todos despertaremos de la pesadilla.

Porque para muchos Mad Men ha venido publicitando el único fin posible para Don Draper desde la caída retratada en los créditos iniciales de su primer capítulo. Es decir, desde 2007. Un suicidio literal para ese personaje que, como bien sabemos, no es sino el invento de un tipo llamado Dick Whitman. Un tipo que al final de la sexta temporada comenzaba a revelar parte de su verdadera historia a sus hijos (madre prostituta muerta en el parto, infancia sórdida en burdel, hurto de identidad en la guerra de Corea), cuando su vida entraba en una nueva crisis.

Pero una muerte tan anunciada (un suicidio) sería un paso en falso para una serie ejecutada con tanta precisión por su obsesivo creador Matthew Weiner (quien, no está de más recordarlo, estuvo involucrado hasta el final como escritor y productor en The Sopranos, serie con uno de los finales más desconcertantes de la televisión reciente). Y, más allá de eso, en sus primeras declaraciones sobre la séptima temporada de Mad Men -que comenzó el domingo y se extenderá por 14 capítulos hasta el año que viene-, Weiner ha dado a entender que no tuvo claro cómo terminaría la historia de Draper y Cía. sino hasta que concluyó su cuarta temporada. 15 años atrás, cuando empezó a crear este mundo, apenas tenía una “noción vaga” del fin.

Más aún, la teoría de que el desenlace de la serie nos habría sido repetidamente anunciado desde el vamos pasa por alto algo mucho más importante: que todo Mad Men es en buena medida la caída de Don Draper. Que Draper ha sido desde el inicio un enigma donde proyectamos nuestras fantasías y temores más exagerados. Y que su caída -a pesar de que sea en gran medida una crítica a los Estados Unidos de los 60 y esa gran campaña de publicidad llamada sueño americano- es también la de todos nosotros, que no somos mucho mejores que un antihéroe tan fracturado y exagerado como Draper; mortales que, más encima, consumimos sus mentiras publicitarias con cada cigarrillo, cada cerveza y cada visita al supermercado. La pregunta es más bien por qué detener ahora una caída tan deslumbrante. Un arco descendente que fácilmente podría durar un par de temporadas-campañas más.

Porque si hay algo de lo que la televisión estadounidense no puede vanagloriarse es de saber cuándo decir “basta”. Mientras los británicos se han lucido históricamente con miniseries de arcos cortos y concisos -ahí están, para no ir más lejos, las brillantes Sherlock y Luther, ejecutadas en temporadas breves-, a este lado del Atlántico no es extraño que algunas series se vuelvan interminables. Por cada Deadwood o Enlightened que terminan antes de lo previsto y nos dejan con gusto a poco, hay muchas series que pasan su momento de esplendor mucho antes de decidir apagar las luces. No en vano la frase que se usa para describir ese momento, “jumping the shark”, se acuñó en relación a una comedia estadounidense, Happy Days. Y aunque poco a poco algunas producciones estadounidenses comienzan a buscar fórmulas para contener esa proclividad a la incontinencia dramática -American Horror Story y True Detective exploran el formato de “antología”, con una historia completamente distinta en cada temporada- para algunos el cénit de Mad Men ocurrió hace rato.

Incisiva, la crítica del New Yorker Emily Nussbaum escribió el año pasado que el propio Don Draper se había transformado en el problema del show -en un símbolo con cara de tesis doctoral más que en un personaje-. Y que a medida que los episodios le seguían agregando cargas a ese símbolo, la cosa adquiría ribetes de ridículo. “Esto ya no es la historia formativa del un adúltero en serie; es la historia de un asesino en serie”, sentenció cuando analizaba otros aspectos de la biografía de Draper revelados a lo largo de las temporadas, como esa vez que vio a su madrastra prostituyéndose a través de la cerradura.

Pero quienes creen que para hipnotizarnos y conmovernos, un show tiene que ser realista, se equivocan. Porque puede que Mad Men haya adquirido parte de su fama en base a la precisión obsesiva con que ha recreado el pasado (la historia de Matthew Weiner pidiendo que le cambien las frutas del set por unas más pequeñas, como las que se producían en los 60, es ya parte del folclor televisivo), y que Don Draper esté basado en un publicista de verdad, pero quienes creen que para trascender o terminar en el momento correcto, un show debe ser enteramente creíble, no están siendo honestos consigo mismos.

Un show de televisión o una película suelen ser un cocktail de sueños y retazos de aparente realidad, y Mad Men ha combinado desde el principio ese rigor histórico y la precisión de ciertas tramas con la textura de los sueños y el tono divagador de una sesión de sicoanálisis. El gran triunfo de la serie ha sido el construir un antihéroe dotado de unos poderes cuasi sobrehumanos -la capacidad de seducir a consumidores y mujeres con una palabra, un gesto o una pequeña gran idea aparecida tras el tercer whiskey-, pero que en su infinita humanidad nunca para de caer.

Y si en un episodio de la temporada pasada -una temporada, dicho sea de paso, plagada de referencias a la muerte- Megan Draper le decía a su marido que le gustaba en esos momentos en que no tenía miedo, puesto que entonces parecía que podía “saltar por el balcón y volar al trabajo, como Superman”, frase que muchos interpretaron como otra referencia a la caída mortal de Draper, lo más probable es que el fin vaya en otra dirección. Que el que muera contra un pavimento metafórico sea esa ficción llamada Don Draper -el superhéroe infalible, el que se para una y otra vez tras cada borrachera-, y el que se ponga de pie y se ajuste la corbata sea un hombre mucho más real y honesto consigo mismo. Y para eso, ya se sabe, nunca es demasiado tarde.

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