Por Diego Zúñiga Marzo 26, 2014

© Jorge Sánchez

“Tenía el deseo de contar un tiempo determinado de Chile, desde un espacio que es como si estuviera negado en nuestra historia, como lo es la provincia. Porque parece que la dictadura siempre ocurre en San Pablo abajo”, dice Sanhueza.

Es una maleta vieja, blanca, usada, que está desde hace quién sabe cuánto tiempo ahí, en esa bodega en la que se juntan las cosas que parecen sobrar de la vida de los protagonistas de La edad del perro (Penguin Random House), la primera novela de Leonardo Sanhueza. Es una casa en Temuco, un día lluvioso, un mundo precario, difícil de explicar. Es 1984 en el sur de Chile. Es la historia del protagonista, un niño de 10 años que vive con su madre y sus abuelos y con la ausencia del padre, que no está muerto, pero que tampoco sabe dónde está.

Lo que sí está es la maleta blanca, rota en una esquina y guardada en esa bodega infectada de ratones.

También está la curiosidad de ese niño, que un día decide, con valentía, entrar a la bodega y abrir esa maleta. Y lo que encuentra es lo siguiente: libros, muchos libros de la Editorial Quimantú roídos y dañados por el paso del tiempo y por una rata que decidió hacer un nido entremedio de todo eso. Papeles picados, libros que ya no son libros y nueve ratones pequeños y rosados que el niño decide meter en una bolsa y la tira al techo para que se los coman los gatos, porque él está decidido a salvar esos pocos ejemplares que están intactos: dieciséis libros que serán su biblioteca, la herencia cultural que le dejará su padre, un mecánico de la Fuerza Aérea que estuvo aquel día que allanaron la Editorial Quimantú y que rescató esos ejemplares quién sabe por qué.

La edad del perro, entonces, cuenta esta historia, la de este niño que crece en medio de la pobreza de la época, en medio de la dictadura, en una ciudad del Sur junto a una abuela obsesionada con el apocalipsis, un abuelo que fue carabinero, una madre que hace lo que puede y una tía que está en el MIR. Un relato de infancia, las imágenes de los que hoy están cumpliendo 40 y que vivieron su niñez en aquella época, como Leonardo Sanhueza, que nació en 1974 y que, al igual que el protagonista de su novela, también heredó esa biblioteca precaria, pero que terminaría por ser fundamental en su vida.

-Me di cuenta mucho después de escribir esa escena, que la imagen de la maleta resultó ser una alegoría de toda mi generación. En el fondo, recibimos los restos de una cultura, y los restos no fueron arruinados por el tiempo, sino por el mal -dice Sanhueza, a pocos días no sólo de ver en librerías esta primera novela, sino también dos libros más: la reedición de su poemario Tres bóvedas (Bastante Editorial) y El hijo del presidente (Pehuén), un retrato de Pedro Balmaceda.

A pesar de todo, Sanhueza mantiene la calma. Se toma un café y enciende un cigarro antes de contar su historia: la de un geólogo que terminó dedicado a la literatura.

 

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Era 1991, Leonardo Sanhueza tenía 16 años y quería estudiar Ingeniería. De eso estaba seguro cuando se vino a Santiago a estudiar en la Universidad de Chile, a Beauchef. Había crecido en Temuco, le gustaban las matemáticas y leer, aunque sentía que lo suyo eran los números. Claro que al tiempo descubrió que a un par de cuadras de Beauchef había un lugar que le iba a cambiar la vida: la biblioteca del Departamento de Estudios Humanísticos, por el cual pasaron escritores e intelectuales como Nicanor Parra, Enrique Lihn y Ronald Kay.

-Mi verdadero acercamiento a la literatura fue en ese primer año de universidad, cuando descubrí esa biblioteca, donde leí todo lo que pude, y cuando supe que tendría clases con Nicanor Parra -cuenta Sanhueza.

En esa biblioteca descubrió la poesía de Vicente Huidobro, después pasó a los surrealistas, a Kafka y así continuó zigzagueando por las distintas literaturas y tradiciones

-Fue importante el curso con Parra, que era sobre El Rey Lear. Él lo había traducido y se estaba montando en el teatro de la UC. De los 60 alumnos, casi la mitad se fue de la facultad. Uno se fue a estudiar Danza, otro Sociología, otro Arte. Otro terminó diseñando los juegos que hay en el MIM -dice Sanhueza, quien no se fue de la facultad, pero sí se cambió de carrera: decidió estudiar Geología cuando muy pocos optaban por esta línea.

-Yo quería algo más concreto y Geología era eso. Pero también después me di cuenta de otra cosa: ¿para qué sirve un geólogo? -pregunta Sanhueza y luego se responde-: Para contar la historia de un determinado lugar. Eso hace un geólogo regional: anda por los cerros, ve mapas, no anda buscando oro, sino que mide las rocas y cuenta la historia: qué pasó aquí desde lo más remoto posible hasta el presente…

Eso hace un geólogo: contar una historia como si fuera un escritor. Sólo que en su caso los materiales son cosas concretas. Eso descubrió Sanhueza y empezó a trabajar cuando aún era estudiante. Y empezó a ganar dinero.

-Era el poeta mejor pagado de Chile, de todos los tiempos -dice ahora y se ríe. Porque mientras trabajaba, además, empezó a escribir sus primeros poemas y a ganar sus primeros premios, todos en el ámbito de la poesía. Ése fue el origen de Sanhueza, que además aprendió latín, participó en el taller de la Fundación Neruda y conoció a algunos de sus compañeros de generación, como Andrés Anwandter, Alejandro Zambra y Kurt Folch. Su primer libro fue Cortejo a la llovizna (1999), y en esa misma época fundó la editorial independiente Quid, donde publicó pequeñas grandes obras, como Kavafis íntegro, de Miguel Castillo Didier; Leyendas del Cristo Negro, de Mahfud Massis; Especies intencionales, de Andrés Anwandter, Mudanza, de Alejandro Zambra, y una selección de las mejores entrevistas a Jorge Teillier.

-Uno publicaba lo que quería leer -dice Sanhueza, quien tuvo la editorial hasta 2004, cuando se cansó de hacer todo el trabajo y cuando se acabó, también, el dinero, porque fue poco antes de eso cuando un día decidió dejar de trabajar como geólogo.

-Yo había estado en proyectos del gobierno, también en privados. El último trabajo que hice fue en Pascua-Lama, pero me cansé de los tiempos. Quería dedicarme a la literatura.

Entonces, apostó. Por trabajar como free lance, corregir textos, moverse por ese mundo, hasta que en 2001 ocurrieron dos cosas importantes: obtuvo el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti por su libro Tres bóvedas -que se publicó en la prestigiosa editorial Visor- y lo llamó Andrés Braithwaite, el editor de Cultura de Las Últimas Noticias, porque había leído su prólogo al libro de entrevistas de Teillier y sintió que en ese texto había un potencial columnista.

-Ahí me puse a escribir columnas periodísticas, crónicas. Y eso fue importante porque inevitablemente se modificó mi manera de escribir. Aunque no sé si fue para bien o para mal -dice Sanhueza y se ríe.

 

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Si lo midiéramos por los premios, la crítica y los diversos reconocimientos, tendríamos que decir que aquel cambio fue para mejor. Porque si bien después de Tres bóvedas vino un silencio editorial largo hasta 2007, cuando publicó Agua perra -una recopilación de sus mejores columnas-, fue con la aparición de su poemario La ley de Snell (Tácitas, 2010) cuando Leo Sanhueza regresó con todo: en 2011 obtuvo el Premio de la Crítica y apareció Colonos (Cuneta), con el que ganó el Premio de la Academia Chilena de la Lengua en 2012. Ese mismo año también recibió el Premio Neruda de Poesía Joven, el más importante al que puede optar un poeta chileno menor de 40 años.

Así, años vertiginosos hasta llegar a este abril de 2014, cuando no sólo lanzará su primera novela, sino también la reedición de Tres bóvedas y un libro dedicado al hijo del presidente Balmaceda, quien es considerado uno de los promotores del modernismo en Latinoamérica. Y sigue escribiendo columnas en Las Últimas Noticias, con las que ha generado más de un debate. De hecho, por una de sus columnas se encendió hace poco la discusión por las compras de libros que hicieron los bibliotecarios para las bibliotecas públicas. La columna terminaba así: “¿Bibliotecarios públicos? Mercachifles, más bien”.

-Para mí, el columnista debe poder reaccionar sobre la realidad mediante la fuerza del lenguaje, y no mediante la fuerza de la opinión. Y eso es lo que trato de hacer: de que sea el lenguaje el que me lleve a algún tipo de conclusión -dice Sanhueza. Y sí: en sus columnas, como en sus poemas y en La edad del perro, lo que prevalece es la fuerza de un lenguaje que sabe captar la precisión y la ambición de la poesía. La precisión y la ambición para construir una serie de imágenes potentes e inolvidables, que son las que conforman este libro, que muestra a un autor que no pareciera estar escribiendo por primera vez una novela.

-Siempre he escrito prosa, lo que pasa es que soy muy disperso, entonces tengo como diez cosas a la vez andando. Y pasó que de la editorial me preguntaron si tenía algún libro para publicar y así surgió todo -dice Sanhueza sobre el origen de La edad del perro. Ese impulso y una serie de imágenes de su infancia en el Sur, que fueron acumulándose con el tiempo, derivaron en esta historia: los años de formación de un niño que verá cómo la violencia de la dictadura se cuela en las relaciones familiares, en su casa, en su vida.

-Tenía el deseo de contar un tiempo determinado de Chile, desde un espacio que es como si estuviera negado en nuestra historia, como lo es la provincia. La dictadura parece que siempre ocurre en San Pablo abajo. La imagen de la dictadura es el cura Jarlan peleando con los pacos. Y eso fue así, pero grandes masas de la población sufrieron la dictadura de manera diferente -dice Sanhueza, quien ya en su libro anterior, Colonos, se había adentrado en la violencia del Sur desde la poesía, aunque fuera un libro también muy narrativo: distintas voces contando el pasado de ese territorio donde creció. Historias relatadas con intensidad y con esa escritura que viene afinando desde hace años.

Si lo midiéramos por esto, por las imágenes, por el lenguaje, por esta primera novela, tendríamos que decir que sí, que aquel cambio que modificó su forma de escribir también fue para mejor.

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