Por Diego Zúñiga Marzo 19, 2014

© Jorge Sánchez

“Con el tiempo me di cuenta de que en estas obras la labor de uno como director es contextualizarlas. Por eso todo lo que nos sonaba a extranjero lo sacamos. Cosas que tienen que ver con la escenografía, pero también con el texto”, explica Castro.

“Yo trabajé con directores muy buenos, pero mis experiencias más reveladoras fueron con Andrés Pérez y Ramón Griffero. Fue algo que me marcó”, dice.

Alfredo Castro tenía 15 cuando actuó por primera vez en una obra de teatro. No era un papel protagónico, pero iba a quedar resonando en la cabeza de ese joven, que después se convertiría en uno de los mejores actores chilenos de las últimas décadas, uno que es capaz de sostener por sí solo películas, obras de teatro o de hacer memorable, simplemente con su actuación, una teleserie. El mismo que después tendría tantos papeles protagónicos y que más tarde se bajaría del escenario para dirigir.

Pero eso ocurriría muchos años después de ese debut, cuando Castro tuvo que interpretar a Mitch, uno de los personajes de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. Una obra profundamente realista, que se ganó el Premio Pulitzer en 1948  y que ofreció una de las mejores actuaciones de Marlon Brando. Una obra con historia. Y entonces Castro actuó -junto a sus compañeros de ese taller de teatro al que asistían en un centro cultural- y le tocó ser el confesor de la protagonista, de Blanche DuBois, una mujer aristócrata venida a menos que se va a vivir con su hermana, quien está casada con un inmigrante y vive en un barrio de obreros, en un lugar muy diferente al que alguna vez pertenecieron.

Alfredo Castro tenía 15 años. Qué iba a saber que más de 40 años después ya no tendría que interpretar a ese enamorado de Blanche, sino que estaría abajo del escenario, preparándose para dirigir uno de los estrenos teatrales más esperados de este primer semestre. Una nueva versión de Un tranvía llamado deseo, que se montará en el GAM a partir del 28 de marzo, con Amparo Noguera y Marcelo Alonso en los papeles protagónicos. La pareja que dará vida a esta obra, que habla de cómo alguien intenta sobrevivir después de perderlo todo -el dinero, la dignidad, el amor-, aunque por momentos aquella empresa parezca imposible.

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Alfredo Castro tenía 22 años cuando actuó por primera vez profesionalmente en una obra de teatro. Había estudiado en la Universidad de Chile, era 1977 y la obra en cuestión era Equus, del dramaturgo inglés Peter Shaffer, que había sido un éxito de taquilla y crítica en el mundo. En Chile, la compañía de teatro Le Signe compró los derechos y la montaron y sí, aquí también fue un éxito de público y crítica, lo que sirvió para que al año siguiente la compañía pudiera realizar un nuevo montaje.

Ese nuevo montaje fue Un tranvía llamado deseo.

Iba a ser la primera vez que se montaría la obra de Williams en Chile y sería, también, la primera y única vez que Castro la vería como público.

-Recuerdo que la dirigió Fernando González y que Malú Gatica era Blanche. Fue todo bien extraño, porque ella se accidentó y tuvieron que poner a otra actriz, la que también se accidentó -cuenta Alfredo Castro (58). Después de eso nunca más volvió a ver la obra, pero sí la leyó muchas veces, y cada vez fue descubriendo algo nuevo. Pero pasó el tiempo y se dedicó a otras cosas. A actuar -en obras de teatro, en teleseries y en películas, como Tony Manero, por la que fue ovacionado en Cannes- y a dirigir obras rupturistas y violentas, como la Trilogía Testimonial de Chile -compuesta por La manzana de Adán (1990), Historia de la Sangre (1990) y  Los Días Tuertos (1993), en las que abordaba el tema de la marginalidad, la locura y la muerte-, hasta que en los últimos años se dio cuenta de que como director quería profundizar en el realismo. Se dio cuenta de eso cuando volvió a montar Hechos consumados, de Juan Radrigán, en 2010, después de haberlo hecho originalmente en 1999.

-Yo venía trabajando con el testimonio como fuente de inspiración, estaba en eso cuando monté Hechos consumados y me di cuenta de lo apasionante que era el realismo, meterse en ese mundo, leer las obras desde otro lugar, reinterpretarlas -dice.

Fue a partir de ahí que decidió montar una serie de obras que seguían esa misma línea realista: desde Casa de muñecas de Ibsen hasta Distinto, de Eugene O’Neill.

-Era inevitable que llegara a Un tranvía llamado deseo, que es una obra emblemática del realismo.

Y fue así, una idea que empezó a darle vueltas, hasta que el año pasado decidió postularla al Fondart. Salieron los resultados, no ganó, pero surgió, entonces, la posibilidad de que la produjera el GAM.

Y Alfredo Castro no dudó en aceptar.

-Pensé inmediatamente en la Amparo Noguera y Marcelo Alonso como los protagonistas, así que nos pusimos a trabajar desde octubre.

Antes, eso sí, junto a Roberto Contador prepararon la adaptación, pues reducirían la obra al conflicto central entre Blanche, su hermana (Paloma Moreno) y Stanley, el marido inmigrante, además de Mitch (Álvaro Morales) y un joven cobrador (Pablo Rojas) que es seducido por Blanche.

-Con el tiempo, me di cuenta de que en estas obras la labor de uno como director es contextualizarlas. Por eso todo lo que nos sonaba a extranjero lo sacamos. Cosas que tienen que ver con la escenografía, pero también con el texto. Porque piensa que nos llegan traducciones españolas, mexicanas, argentinas, y que muchas veces son lejanas para nosotros, por las palabras, por la sintaxis. Por eso también junto a Roberto y a Simón Rivera tradujimos varias partes.

Esa traducción de la que habla Castro no sólo se refleja en esas palabras, giros lingüísticos o expresiones, sino también en detalles como la escenografía, el vestuario o la misma historia de cada personaje. Por ejemplo, la obra no está ambientada en Nueva Orleans, como en la versión original, sino que está situada en un lugar que se puede parecer más a un cité del barrio Brasil, donde las familias inmigrantes viven amontonadas. Ésa es la traducción por la que apuesta Castro.

-Lo que pasa es que no tengo ganas de hacer obras tan ajenas a esta realidad, y estos clásicos tienen un sustrato universal que sí me interesa -dice y agrega-: mi tarea como director es estar trabajando con los tiempos que se viven, y en ese sentido las éticas son distintas. No puedo poner en escena nada que me parezca poco verosímil para este tiempo. Stanley no puede ser un inmigrante polaco, porque ser polaco en Chile es otra cuestión… Stanley, para mí, es un inmigrante a secas.

Lo que le interesa también a Castro es encontrar una lectura nueva, otra mirada, algo que no se haya dicho aún. Por eso ha estado, en parte, montando este tipo de obras. Porque le parece desafiante el ejercicio.

-Piensa que dentro del mundo del teatro son obras que están como predeterminadas, que están hechas. Están los estereotipos. Entonces, lo que intento hacer con ellas es escaparme. Y así he descubierto cosas maravillosas. Por ejemplo, el humor de Blanche, que nunca lo había dimensionado. O el tema de la homosexualidad. Esta vez me di cuenta de que la obra está llena de guiños, de dichos, de frases, de tics, de chistes y bromas en torno a la comunidad gay americana de la época. Me interesa trabajar eso -dice Castro.

Y agrega:

-Lo que uno puede aportar a una obra así es la lectura de los personajes, de los conflictos y las actuaciones. Porque cuando vienen los argentinos con sus obras realistas a Santiago a Mil se nota una impronta, una forma de dialogar. Por eso, yo diría que nosotros somos otra cosa. Nuestra nostalgia, nuestra sintaxis, nuestras palabras y velocidades son muy distintas a las de ellos, entonces hay que meterse en ese temperamento. Saber cómo metabolizamos nosotros las realidades de las emociones. Eso es lo que intento hacer con Blanche y los otros personajes.


Los protagonistas, de izq. a der.: Amparo Noguera, Álvaro Morales, Marcelo Alonso, Paloma Moreno y Pablo Rojas (Foto: Jorge Sánchez)

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Alfredo Castro tenía 35 años cuando dirigió su primera obra de teatro: La manzana de Adán. Era el comienzo de la década del 90, había fundado el Teatro La Memoria, era un actor que transitaba por las teleseries y por el teatro, y que en algún momento se dio cuenta de que también quería dirigir.

-Yo trabajé con directores muy buenos, pero mis experiencias más reveladoras fueron trabajar con Andrés Pérez y Ramón Griffero. Tuve la posibilidad de trabajar con Andrés en el teatro infantil, pero haber sido testigo de la escritura de algunas de sus obras más importantes o haber asistido a un par de ensayos de La negra Ester fue algo que me marcó. Yo iba a actuar en La negra Ester, pero empecé con una crisis donde me pregunté si eso era lo que me gustaba y me di cuenta de que no iba a ser capaz de responder a la metodología de él, así que me retiré. Y con Griffero aprendí mucho, pero sentí que me faltaba algo a mí como intérprete de sus obras y me acordé de una vez que discutí con Fernando González y él me dijo: “Tú tenís que hacer una escuela. Tenís tan claro lo que querís hacer, que tenís que hacer tu escuela”, y eso me quedó dando vueltas -cuenta Castro, quien fundó el Teatro La Memoria y que hoy sigue ahí realizando talleres e investigaciones, y montando diversas obras.

Luego de un 2013 donde estuvieron a punto de cerrar, hoy el teatro ha vuelto a la estabilidad, después de recibir un Fondart en la línea de Apoyo a Organizaciones Culturales, que le permitirá financiarse por tres años. Además, firmaron un convenio con la Universidad Andrés Bello, que utilizará la sala para la presentación de los egresos de la carrera de Comunicación Escénica.

-Fue un momento muy difícil, pero nosotros conversamos con Luciano (Cruz-Coke) y hablamos todo de frente, y eso finalmente sirvió para que se abriera esa nueva línea en el Fondart. Hicimos un proyecto de casi 200 páginas y lo ganamos.

De hecho, prepararon un ciclo de obras que comenzará con Acceso, el debut de Pablo Larraín como director de teatro. Pero por ahora Castro sigue enfocado solamente en Un tranvía llamado deseo. Ha trabajado con Cristián Plana (Velorio chileno) como asistente de dirección y con la psicoanalista Francesca Lombardo, colaboradora desde hace más de 20 años y con quien investiga las obras hasta encontrar nuevos significados. Ella, de hecho, elabora un marco teórico para que los actores comprendan mejor los motivos de la obra.

-Lo que hemos buscado, también, es desmontar todo lo que es teatral, entonces tratamos de limpiar la obra de todo ese tipo de cosas. Y fuimos depurando y cotejando todas las escenas con la realidad. Y nos preguntamos: “Si esto sucede, ¿cómo sucede aquí?”. Y así fuimos trabajando esta vez. No sé cómo será mi próxima obra -dice y agrega finalmente-: mi mayor fascinación por este oficio es la libertad que puedo tener. El día que caiga preso de una poética, de una metodología, no sé…

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