Por Yenny Cáceres Febrero 26, 2014

© Maglio Pérez

Arriba, en la foto: El director junto a una obra de Mónica Bengoa, comprada hace poco por el museo.

Cuando asumió, una de las  promesas de Farriol fue adquirir obras de artistas chilenos de los últimos 20 ó 30 años. Lo primero que hizo fue comprar la colección completa del grupo CADA. “El presupuesto de adquisiciones se triplicó en relación al que yo tenía cuando llegué”, dice.

Todo partió durante una visita al Metropolitan de Nueva York, frente a una obra de Velázquez. Roberto Farriol viajó a Estados Unidos el año pasado para conocer cómo funcionan por dentro algunos de los museos más famosos de ese país. El director del Bellas Artes quería conocer sus equipos y su infraestructura. Estuvo en Washington y Nueva York, y aquí, mientras recorría el Metropolitan, le presentaron al mejor guía del recinto, un artista de unos 50 años que conocía todas las historias de este museo inabarcable. En un momento lo llevó a una sala del barroco español y, para su sorpresa, el guía le indicó una pintura de pequeño formato, que más bien estaba aislada del resto y le dijo: “Esta pintura, que es de un sirviente de Velázquez, es como si fuera nuestra Mona Lisa en el Metropolitan”.

Acto seguido, el guía dio una larga explicación de la historia de la pintura, la conectó con otro famoso retrato de Velázquez del Papa Inocencio X, para terminar haciendo un cruce con la reinterpretación que hizo Francis Bacon de ese mismo trabajo, pero con varios siglos de distancia. “Cruces”. Eso pensó Farriol. Y volvió a Chile convencido de poder hacer algo parecido con la colección del Museo de Bellas Artes.

Este profesor de la UC, de bajo perfil, pasó a estar en el centro de las miradas del mundo de las artes visuales con su nombramiento como el sucesor de Milan Ivelic, a fines del 2011. En este círculo las críticas suelen ser lapidarias, y esa vez no fue la excepción: su llegada al Bellas Artes, por concurso a través del Sistema de Alta Dirección Pública, provocó sorpresa -y sospechas- desde distintos frentes.

De entrada, Farriol parece un hombre de pocas palabras, hasta tímido. Pero también, de entrada, no duda en calificar como positivo el balance de sus primeros dos años de gestión: “Lo digo sin soberbia, en el sentido de que lo que hice el año 2012 fue hacer un diagnóstico en los primeros seis meses, y luego entregar un plan de desarrollo estratégico, del 2013 hasta el 2020”.

Desde que llegó al cargo, Farriol tenía claro un primer diagnóstico: el museo tenía una imagen “anquilosada”:

-Ésa es la imagen que se había construido a lo largo de mucho tiempo, apelando a que había un presupuesto insuficiente. Pero aunque se duplique o quintuplique el presupuesto, siempre se va a decir eso. Entonces, me di cuenta que esa imagen estaba instalada, a pesar de los esfuerzos del director anterior, a pesar de lo que estábamos haciendo nosotros. Era una atmósfera que existía, de una cosa como anquilosada, por el mismo edificio y la forma de mostrar la colección. Cada vez que había una muestra internacional de un artista importante venía mucho público, a diferencia del porcentaje que visitaba la colección.

Farriol supo entonces que lo que necesitaba el museo era, literalmente, un cambio de imagen.

M DE MUSEO

Farriol se declara un “aficionado obsesivo” al diseño gráfico. Por eso, para el director el cambio de la imagen institucional del museo significaba algo bien concreto: cambiar el logotipo del Bellas Artes. “Desde el punto de vista gráfico el logo anterior era poco diverso, confuso”, dice. Más aún, hacer este cambio, era parte de su estrategia para lo que vendría después: “No sacamos nada con instalar un cambio con una imagen anterior”.

El año pasado contrataron a la agencia iv estudio con este objetivo. La idea es que fuera algo contundente, que marcara una diferencia y que también fuera funcional:

-Y dentro de las propuestas finales se escogió esta imagen de una M, que es una imagen que además del Metropolitan, la usan muchísimos museos, porque es la letra inicial. El museo de arte no sólo es museo sino que también contiene muchas cosas, objetos, pinturas, personas, todo el mundo del arte, todas sus variables pueden estar contenidas. Entonces en el fondo era la idea de contener, la idea del museo contenida en esta gran superficie de la letra M.

La M del Bellas Artes se replicó en croqueras, adhesivos y en una campaña publicitaria en el Metro y otros espacios públicos. Así, la M podía “contener” obras como “El huaso y la lavandera” de Rugendas o “La viajera” de Camilo Mori o, simplemente, un plano cerrado de la cúpula de vidrio del edificio del Parque Forestal. Esto luego se complementó con una iniciativa llamada Museo Abierto -que recogía un concepto acuñado por Nemesio Antúnez, director del museo en los 90-, y que consistió en instalar una serie de audioguías con código QR de las obras más conocidas del museo en estaciones del Metro y en buses del Transantiago.

En este plan de cambiar la imagen del museo, Farriol se propuso, además, ordenar la casa. Cosas bien concretas, como reorganizar las áreas de marketing, de patrimonio, de comunicaciones. Durante todo este verano Farriol ha estado sin oficinas, y quien haya ido al museo en los últimos meses también habrá notado que los baños están en reparaciones. Más de 300 millones de pesos se han invertido en las remodelaciones de los baños y las oficinas. El cambio de imagen, una vez más, es literal.

Farriol lleva la batuta del Bellas Artes con un sorprendente pragmatismo. Sin quejas por el presupuesto. Al contrario, dice que ahora tienen más recursos. La remodelación de baños y oficinas se financió con fondos aportados por la Dibam (Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, de la cual depende la gestión del Bellas Artes), y el cambio de imagen institucional con recursos que consiguió la Fundación Bellas Artes, mediante donaciones. A través de este mecanismo también se trajo el año pasado la exposición con fotografías de Joel-Peter Witkin.

Si el 2011 el presupuesto del museo ascendía a 500 millones de pesos, el 2013 superó los 700 millones.  “Hay más plata. Todo tiene que ver con ese plan de desarrollo estratégico hasta el 2020. Si uno quiere llegar a una meta tiene que pasar por ciertas etapas y si no se cumplen, no se puede esperar el resultado final. Entonces, uno de los aspectos era la renovación de la colección, renovación que también implicaba actualización”, dice Farriol.

Cuando asumió la dirección del museo, una de sus promesas fue justamente adquirir obras de artistas chilenos de los últimos 20 ó 30 años. “Lo primero que hice el año 2012 fue comprar la colección completa del grupo CADA -colectivo clave del arte chileno de los 80-, que es un material de registro, video, fotografía o a veces documentos”. Y asegura que “el presupuesto de adquisiciones se triplicó en relación al que yo tenía originalmente cuando llegué ”. Todos los recursos han venido a través de la Dibam.

-Pero, ¿cómo consiguió tener más presupuesto para adquisiciones?
-Si tú dices que quieres comprar y no tienes una política sobre cómo lo quieres mostrar o qué haces con la imagen del museo o qué has pensado con respecto a las curadorías, entonces es comprar para guardar en el depósito, que es lo que se había hecho, y no tiene ningún sentido.

Lo que tenía en mente Farriol con estas nuevas adquisiciones, el público lo conocerá a partir del 20 de marzo, y es una de las apuestas más ambiciosas de su gestión: la renovación de la colección permanente del museo.


A un lado, la serie “El infarto del alma”, de Paz Errázuriz. En la otra pared, los rostros de la serie “Cautivas”, de Jorge Brantmayer. Las potentes fotografías de esta sala son una de las sorpresas que trae la nueva curadoría de la colección permanente del Bellas Artes.

 

 

 

NUEVOS ROSTROS

Nada de marinas ni de obras del siglo XIX. Es una sala de paredes rojas, en el segundo piso del Bellas Artes. A un lado, los rostros de la serie “Cautivas”, esas mujeres recluidas en la cárcel que retrató Jorge Brantmayer entre los años 2004 y 2007. En la otra pared, cuelgan otros rostros igualmente curtidos por el desamparo: la serie “El infarto del alma”, de Paz Errázuriz, que registró a parejas internadas en un psiquiátrico de Putaendo, a mediados de los 90, junto a la serie “Los nómadas del mar”, con fotografías de los últimos kawéskar.

Las potentes imágenes de esta sala son una de las sorpresas que trae la nueva curadoría de la colección permanente del Bellas Artes. Durante varios meses, las salas del segundo piso del museo estuvieron cerradas, preparando este nuevo rostro que Farriol quiere darle al Bellas Artes, donde espera que las obras que conforman el patrimonio de la institución tengan un rol más protagónico.

“Este museo se creó para exhibir obras de la colección, y lo que pasó en el tiempo es que esas obras fueron quedando más bien reducidas a un espacio bien pequeño. Lo que queremos hacer ahora es crecer más en eso, en la colección, y si en algún momento el museo creciera, nos permitiría aumentar eso, porque son más de 5 mil obras, sin contar casi las dos mil obras audiovisuales sobre arte contemporáneo de registro y videoarte. Y lo que se exhibe es sólo alrededor de un 10 %”, explica.

Para ofrecer una nueva mirada de la colección, Farriol recordó su visita al Metropolitan: “Descubrí allá algunas formas de abordar lo local para que fuera más atractivo, como por ejemplo hacer cruces de épocas, para establecer relaciones con diferentes autores que aborden una misma problemática o temática”.

Así, convocó a tres curadores para que entregaran una propuesta: Juan Manuel Martínez, especialista en el periodo virreinal y siglo XIX; Alberto Madrid, quien aportará una lectura entre la imagen y la palabra, y Patricio Muñoz Zárate, para entregar una mirada desde las obras más contemporáneas.

Es una muestra que permanecerá por varios años, aunque también está pensada para “que se renueve sola”, dice el director. De hecho, ya se está invitando a otros curadores para que intervengan la colección durante los próximos dos años.

Para Juan Manuel Martínez el desafío fue proponer un recorrido distinto para obras canónicas de la historia del arte local, como el retrato de O’Higgins de José Gil de Castro o “El huaso y la lavandera” de Rugendas. En su curadoría, “El poder de la imagen”, aborda el rol de la imagen en las distintas épocas. Si en el periodo virreinal es un elemento de persuasión y de moralidad, con la instalación de la República es un instrumento de poder. En el caso de Rugendas, forma parte de la construcción del paisaje de Chile y más tarde, con Monvoisin, registra un arte que a mediados del siglo XIX se inclinaba por lo francés y mostraba a la sociedad de ese entonces.

Alberto Madrid, en cambio, en “Sala de lectura. (Re)presentación del libro”, propone un cruce entre obras del siglo XIX y una obra contemporánea de Mónica Bengoa, recientemente adquirida por el museo. Su curadoría también da espacio a lecturas de género: en los retratos del siglo XIX los hombres no leen, sino que aparecen posando junto a sus bibliotecas, mientras que las mujeres son quienes aparecen concentradas en la lectura y asociadas a espacios más privados y cotidianos.

En el caso de Patricio Muñoz Zárate, en “Los cuerpos de la historia” visualiza cómo el arte, a través de la historia de la pintura, ha intentado establecer un imaginario. Su mirada gira en torno al arte chileno post 1973, marcado por la violencia de los cuerps. Ahí confluyen obras de Eugenio Dittborn, Juan Dávila, Carlos Leppe y una serie de grabados de Eduardo Vilches, también adquiridos hace poco por el museo. Eso, para terminar dialogando con las obras de Brantmayer y Paz Errázuriz. “En el caso de la fotografía, el artista es un etnólogo, va a los lugares, se encuentra con las personas, hay una confrontación cara a cara”, apunta Muñoz Zárate. Si al inicio de la República sólo los más acaudalados o poderosos podían ser retratados, en la actualidad son los postergados, los olvidados, quienes llegan al museo de la mano de la fotografía.

Farriol reconoce la importancia que él le da a este formato: “Me interesa la fotografía, porque para mí es el medio contemporáneo por excelencia”. A semanas de inaugurar esta muestra, Farriol recuerda un chiste que aparece al inicio del libro ¿Qué estás mirando?, de Will Gompertz, quien fue director de la Tate Gallery durante siete años. Dos arqueólogos excavan en el desierto y se encuentran con unas tablillas que tienen unos ideogramas ilegibles. Uno de ellos dice: “El texto es incomprensible: debe tratarse del catálogo de una exposición”. Por lo mismo, asegura que esta nueva curadoría irá acompañada de un catálogo que se alejará del lenguaje ensimismado de los textos de artes visuales: “Vamos a tratar de que el segundo piso sea tanto o más interesante que las muestras temporales, ése es el objetivo, para eso entonces hay que generar formas didácticas”.

Farriol explica que como su cargo es parte del Sistema de Alta Dirección Pública, dura tres años, y no tiene que ver con los gobiernos de turno. En rigor, finaliza el 16 de enero de 2015. “Ahí, si he cumplido con todo se puede renovar por tres años más”, dice.

Y pese que no estaba inicialmente interesado en el cargo, sino que lo buscaron para que postulara, dos años después asegura que no se arrepiente de este cambio desde la academia al Bellas Artes. Farriol, el pragmático, resume así el sello de su gestión: “Yo creo que es mejor trabajar en mejorar lo que se tiene y no esperar crecer sólo en territorio. Yo he preferido pensar, más que en crecimiento cuantitativo, en crecimiento cualitativo”.

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