Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Octubre 30, 2013

Lemebel iluminó las zonas oscuras de la urbe chilena de un modo nunca antes visto. Recordó las historias que le contaron de oídas, anotó los nombres de homosexuales muertos, habló del incendio de la discoteca Divine, escribió sobre peladeros y basurales, sobre circos pobres, sobre boîtes a la deriva durante la dictadura.

Ahora que han pasado casi treinta años desde que leyó en público sus primeros textos, ahora que ya es parte de nuestro paisaje literario de modo imborrable, ahora que ya todo ha cambiado; vale la pena recordar que los libros y las crónicas de Pedro Lemebel estuvieron ahí para nosotros cuando había poco y nada. Por lo menos, fue así para mí. Lemebel era uno de los antídotos a muchas de las cosas que mis profesores enseñaban con una fe ciega que en realidad era una máscara de la ignorancia, a los lugares comunes que vendían los suplementos culturales, a lo que yo mismo creía que debía ser la literatura. Lemebel era la guerrilla, la calle, una poesía hecha de escombros y restos, de canciones perdidas, de las imágenes de ídolos musicales recortados de viejas revistas de las que nadie se acordaba, pero que estaba indudablemente viva.

Llego a esa conclusión después de leer Poco hombre, los textos que el crítico español Ignacio Echevarría recopiló y tramó como suma de su universo narrativo para Ediciones UDP: la marginalidad, la homosexualidad, las grietas de la vida política chilena, la ciudad y, sobre todo, la lengua, que Lemebel describe como una “letra que salió como estilete”, que se “enroscó de impotencia y en vez de claridad o emoción letrada produce una jungla de ruidos”. 

Los textos incluidos en el libro, antes de funcionar como una especie de museo, siguen luciendo urgentes y rabiosos. Eso porque está en ellos la conciencia de un presente que no esquivaba el pasado y el peso de un habla hecha de jirones; algo que es, en el fondo,  la vida de un país que no soporta su propia imagen. Para escenificarlo, Pedro Lemebel se quema ahí, en su propia escritura, señalando, por ejemplo, que la banalidad del mal sí podía habitar en el kitsch pinochetista, y que las viejas canciones populares (el sonido de una música AM como la  banda sonora de la memoria) son una llama que incinera todos los tupidos velos y pretensiones de nuestra cultura nacional. No digo nada nuevo con esto, pero hay que recordar la valentía que supusieron sus primeros libros, pues en ellos detallaba cómo una generación completa de homosexuales chilenos fue diezmada por el sida. Lemebel hacía que su escritura fuese el cementerio de ese lenguaje que no volverá jamás, pero que persiste justamente hecho literatura.

Creo, como lector, que nunca dejaré de estar agradecido de esa literatura. Estaba más cerca de la vida y de la realidad de lo que gran parte de los autores de su generación van a estar nunca. Aquello es terrible y triste, pero es así. Roberto Bolaño supo captarlo en su momento, pero la suya es apenas una opinión más. De hecho, a gran parte de los lectores de Lemebel ese comentario bien puede no decirles nada, pues sus libros se saltan cualquier recomendación literaria para encontrarse con el público directamente, sin mediación alguna.

Porque ahora que Lemebel es parte inevitable de nuestro campo literario, perdemos de vista esa condición combustible y volátil, esa inmediatez frágil y demoledora. Un aura peligrosa, que Poco hombre restablece y pone en perspectiva pues, como bien anota Echevarría, en el libro podemos ver el modo en que el autor cruzó los textos donde hablaba de otros para finalmente referirse a sí mismo, haciendo que su lengua fuera única e irrepetible.

Y donde hablaba también de su ciudad: Lemebel iluminó las zonas oscuras de la urbe chilena de un modo nunca antes visto. Recordó las historias que le contaron de oídas, anotó los nombres de homosexuales muertos, habló del incendio de la discoteca Divine, de la casa de Mariana Callejas, del centro de Santiago, de las poblaciones y de los estadios, escribió sobre peladeros y basurales, sobre circos pobres, sobre boîtes a la deriva durante la dictadura. De hecho, cuando Carlos Franz publicó La muralla enterrada, en el año 2001, donde detallaba la tensión entre la ciudad de Santiago y la literatura que se hacía cargo de ella, mucho de lo que decía sonaba añejo o vencido porque el autor de Tengo miedo torero había cambiado el mapa de ese Santiago literario de modo irrevocable. Libros como Loco afán o La esquina es mi corazón estaban descritos desde lo que quedaba fuera del mapa que obsesionaba a Franz, volvían sobre la tradición para increparla, para señalar sus ausencias. Dice Lemebel sobre los cadáveres que recuerda haber visto en la población en la que creció, cerca del Zanjón de la Aguada, la mañana del 12 de septiembre de 1973: “Desde aquel fétido eriazo de mi niñez, sus manos crispadas me saludan con el puño en alto, bajo la luna de negro nácar donde porfiadamente brota su amargo florecer”.

Y es esa ciudad, la de Lemebel, la que ha sobrevivido. Es el mapa de lo que Chile olvidó o desea olvidar. Una condición insobornable la vuelve obligatoria, logra que rebase a cualquier crítica que la canoniza, consiguiendo nuevos lectores y soportando la prueba del tiempo. Sus libros ya llevan más de veinte años con nosotros. Han atravesado los momentos finales de la dictadura cruzando a fuego toda la transición democrática, para iluminar una y otra vez esa sucesión de presentes extraños de los que está hecha la historia de Chile.

Todo aquello hace a Lemebel complejo y enigmático, pero también es lo que define que su obra pueda leerse como consigna. Yo mismo recuerdo haber ido a lecturas suyas en la universidad, en algún bar desaparecido, en una feria del libro en Viña o Santiago. En esas ocasiones, todo parecía un recital de rock o, mejor dicho, esa clase de recitales de rock que nunca tuvimos en Chile. Recuerdo su voz: cuando Lemebel leía había algo que estaba al borde de la iluminación y el despeñadero. Porque él leía como si estuviera a punto de quebrarse en el escenario, de dejar de ser él mismo y volverse translúcido, una sombra pesada que caía sobre el público y lo hacía trizas y lo abrazaba al mismo tiempo. Todo eso está acá en Poco hombre: la lengua, los muertos, la ciudad y esa voz que persiste en sus libros a pesar de que la enfermedad se la haya quitado. Hace un buen tiempo que ha estado acá. Sigue acá. No creo que vaya a irse nunca.

Grita.

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