Por José Manuel Simián Julio 17, 2013

El credo de Springsteen está en la romántica ilusión de que el rock and roll clásico y todo lo que asociamos con él -juventud, romances salvajes, autos rápidos, carreteras perdidas- puede conducirnos a una vida mejor, probablemente lejos de donde nos tocó crecer.


Una de las críticas de rock más famosas de la historia está dedicada al concierto que Bruce Springsteen dio el 9 de mayo de 1974 en el Harvard Square Theater de Boston. La escribió Jon Landau, un fanático de la música que había fracasado como intérprete y productor, pero que había escrito para la señera revista Crawdaddy! y también para Rolling Stone desde el primer número. La reseña es famosa por varias razones, pero sobre todo por una frase que, a pesar de su hipérbole y melodrama, terminaría adquiriendo ribetes de profecía: “Vi el futuro del rock and roll y su nombre es Bruce Springsteen”. 

Hasta ese momento, Springsteen (Freehold, Nueva Jersey, 1949) era el último de los desventurados nuevos cantautores estadounidenses en cargar con la etiqueta de “nuevo Dylan”. Había sido fichado para Columbia Records por el legendario cazatalentos John Hammond (que había hecho lo mismo con Dylan una década antes), pero sus dos primeros discos habían sido un fracaso de ventas. Cuando Landau lo vio, sabía que su próximo disco era su última oportunidad con la compañía. Ese álbum sería Born to Run, que lo convertiría en una estrella y cuyas marcas siguen presentes en el rock clásico e independiente de nuestros días. 

La profecía se había cumplido, y aunque Landau había jugado un rol en que así fuera -tras su reseña, había sido contratado por Springsteen y producido Born to Run-, hay un elemento de ese famoso texto y del impacto de Born to Run que muchos pasan por alto: para Landau y muchos fanáticos de la música, Springsteen no era el futuro del rock porque estuviera inventando nada nuevo, sino porque lo conectaba con su pasado. Su música era entonces -y sigue siendo, a pesar de algunos desvíos poco felices durante el camino- el resultado directo de haber estudiado y absorbido la historia del rock desde sus raíces, de Elvis y el rockabilly a los Rolling Stones, del soul de Motown y Stax al funk de Sly & the Family Stone, de Roy Orbison y las producciones de Phil Spector a Van Morrison. La E Street Band, la banda que formó para representar su visión del rock, tenía todos los elementos para explorar las esquinas de ese pasado, desde los instrumentos eléctricos a piano, órgano y saxofón. Mucho más que hablar del futuro, el texto de Landau era un grito de desesperación porque a comienzos de los setenta el rock and roll que él amaba -el clásico, el puro- se estaba muriendo a sus ojos con el rock progresivo y otros excesos. (En su primera reseña para Rolling Stone, Landau había criticado negativamente el primer disco de Jimi Hendrix). De hecho, justo antes de la famosa frase del futuro, Landau había escrito algo mucho más importante para entenderlo a él y a su futuro socio: que durante el concierto había visto “a su pasado de rock and roll desfilar frente a sus ojos”.

En esto, Landau y Springsteen eran almas gemelas: románticos del rock and roll, tipos que sentían no sólo que desde que Elvis apareció en el show de Ed Sullivan en adelante su vida nunca había sido la misma, sino mucho más: la mejor vida posible. El rock los había salvado, y eso era para ambos una suerte de religión. No en vano, en su texto Landau hablaba de que para él muchas veces “ciertas canciones adquirían el estatus de sacramentos” y que “la búsqueda de un nuevo disco era como la búsqueda de (…) una nueva revelación”. Springsteen, por su parte, se ha referido, en muchos de los monólogos con que introduce algunas de sus canciones en vivo,  a que fue un adolescente problemático, incapaz de relacionarse con su padre y de encontrar su lugar en el mundo, que fue “salvado por el rock and roll”.

En buena medida -y también siguiendo en esto a muchos de sus ídolos de la música soul- Springsteen había comenzado a forjar sus conciertos y canciones con el arco musical y la textura espiritual de ritos religiosos, y donde el músico las hace -a veces incluso adoptando en broma el tono de predicador sureño- de sacerdote que une y transforma a su comunidad. Si sus presentaciones en vivo comenzaban a extenderse de los pequeños sets en clubes a los conciertos de más de tres horas que empezaría a tocar desde principios de los ochenta, con un inicio glorioso, momentos de introspección y varios clímax hacia el final, sus mejores canciones también eran pequeñas ceremonias emocionales que celebraban la mitología del rock and roll. Sin ir más lejos, Born to Run tiene cinco canciones que rompen con creces la barrera de la canción pop de tres minutos (“Jungleland” se acerca a los diez), y que en vivo pueden durar aún más. Más interesante que ello es que varias de esas canciones parecen casi matemáticamente diseñadas para producir la catarsis. “Backstreets”, por ejemplo, comienza como un rock lento y cadencioso y termina como un tornado, con Springsteen repitiendo un mismo verso (“Hiding on the backstreets”) más de dos docenas de veces, como si entrara en un trance.

Se ha vuelto un lugar común decir que su importancia dentro de la cultura estadounidense emana de que sus letras representan las luchas de la clase obrera o las fracturas del sueño americano, pero la clave para comprender su obra y sus conciertos está en las letras de los discos que grabó entre 1973 y 1980. Letras como la de “Backstreets”, “Thunder Road”, “Born to Run”, “Rosalita” o “Racing in the Street” dejan claro que, mucho más que los asuntos políticos o sociales, el credo de Springsteen está en la romántica ilusión de que el rock and roll clásico y todo lo que asociamos con él -juventud, romances salvajes, autos rápidos, carreteras perdidas- puede conducirnos a una vida mejor, probablemente lejos de donde nos tocó crecer. A pesar de que con los años sus letras crecieron con él y escribió sobre divorcios y la dificultad de madurar, las guerras, la violencia y la inmigración, lo que hace durante cada uno de sus conciertos es tratar de repetir el milagro que ejecutó esa noche de 1974 que, según Landau, lo hizo sentirse joven y volver a creer en el poder del rock and roll.

El milagro parece funcionar, al menos para él. A pesar de estar pronto a cumplir 64 años, Springsteen sigue dando conciertos que se acercan a las cuatro horas y donde tiene más energía que cualquiera de los que están en el escenario o en los asientos. Perderse su primera presentación en Chile sería un verdadero sacrilegio.

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