Por José Manuel Simián Abril 11, 2013

Obama no es Don Draper, pero ambos son en buena medida caras de la misma moneda. Los hemos visto elevarse y caer al mismo tiempo y con la misma fascinación.

La última vez que habíamos visto a Don Draper era abril de 1967. Venía de usar sus contactos para conseguirle un rol en un comercial a su mujer y, consumado el acto, caminaba hacia un bar. Pedía un old fashioned. De fondo sonaba “You Only Live Twice” de Nancy Sinatra, y Draper encendía un cigarro mientras miraba al vacío que se abría al otro lado de la barra. Y entonces una mujer aparecía de la nada para ofrecérsele, y la cámara se iba a negro mientras nos preguntábamos hacia dónde iría Draper esta vez.

Si otras series terminan sus temporadas justo antes de una revelación importante -si alguien está muerto o vivo-, en Mad Men los grandes suspensos tienen que ver con los paisajes emocionales de sus personajes, con la capacidad de decir que sí o que no cuando se les abre una puerta nueva.

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La última vez que habíamos visto a Don Draper corría junio de 2012, Estados Unidos estaba embarcado en otra áspera elección presidencial y Barack Obama, el presidente que competía por renovar su mandato, no pasaba por un buen momento. Tras haber perdido buena parte de su aura de infalibilidad en un gobierno entrampado en los bloqueos de la oposición y la crisis económica que arrastraba desde el inicio, su índice de aprobación estaba por los suelos y el desempleo estaba estancado en 8,2%. Algunos artículos de prensa comenzaban a repetir con insistencia que ningún presidente había sido reelecto con esas cifras y los analistas televisivos, con el reduccionismo habitual, decían que la gente votaba con la mano en la billetera. El mundo, parecían querer decirnos, es más simple de lo que parece. Las personas, también.

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La siguiente vez que vimos a Don Draper fue el domingo pasado, en el primer capítulo de la sexta temporada, que se estrenará el 22 de abril en Chile. Habían transcurrido 8 meses en 1967, pero en muchas formas parecíamos encontrarnos en un mundo nuevo. Don Draper estaba tirado en una paradisíaca playa de Hawái y leía el inicio de “El Infierno” de Dante. “En la mitad del viaje de nuestra vida, me desvié del camino recto, y desperté solo, en un bosque oscuro”, decía en su cabeza, y luego lo veíamos hacer lo de siempre: caminar a tientas por su propia existencia, viendo horror donde otros ven ocasiones para sonreír, superando el hastío que le provoca acostarse con su guapa mujer, escapando al bar del hotel para tomar solo. Pero su plan fallaba al encontrarse con un lastimero soldado joven que había venido a la isla a casarse en medio de la guerra de Vietnam  y le pedía que las hiciera de padre de la novia en la ceremonia. Y entonces Draper, el experto en fabricar mentiras, lo ayudaba a armar su propia vida de fantasía.

Barack Obama no es Don Draper, pero ambos son en buena medida caras de la misma moneda, y Matthew Weiner, creador del segundo, ha reconocido que existe una suerte de diálogo entre el pasado que la serie retrata y la época en que se escribe y emite. Si Mad Men es en buena parte una serie de televisión sobre las fracturas de esa seudorreligión llamada sueño americano, donde todos pueden tener éxito, Don Draper, el hombre que tuvo que robar una identidad para existir, es su falso profeta; el que viene a revelarnos que todo se ha ido a buena parte para, acto seguido, tratar de convencernos que puede salvarnos.

Barack Obama, por su parte, también se forjó una vida a lo Draper, construyendo una identidad imposible en el aire: Los sueños de mi padre, el libro de memorias que escribió como preludio al inicio de su carrera política, ahonda precisamente en eso. Y tras elevarse a alturas impensadas para alguien que, tal como Draper, surgió con más adversidades que privilegios, quienes mirábamos su increíble historia al mismo tiempo y con la misma fascinación con que hemos seguido  Mad Men -la serie comenzó en julio de 2007, cuando Obama recién era precandidato-, comenzamos a verlo flaquear, desdoblarse, ceder, traicionarnos e inventar nuevas formas de cuadrar el círculo, para terminar ganando. Apareció de la nada para convertirse en el líder más popular del planeta, y desde esas alturas irreales todo ha sido un lento caer, como el hombre que en la secuencia inicial de Mad Men se precipita entre los edificios de Madison Avenue. Pero ninguna caída ha sido tan desilusionante para sus seguidores como el reciente descubrimiento de su uso aparentemente indiscriminado de unos diabólicos vehículos aéreos no tripulados para eliminar enemigos por el mundo. La política, ya está dicho, es mucho más complicada que la cifra de desempleo, especialmente para alguien que ha recibido el Premio Nobel de la Paz.

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En el mejor momento de The Doorway, el episodio donde volvimos a ver a Draper, su socio Roger Sterling le hablaba a su psicólogo. “¿De qué se trata la vida?”, decía inmutable, “Ves una puerta, por ejemplo. La primera vez te preguntas qué hay al otro lado. Luego abres varias puertas y dices, ‘Ahora quiero cruzar un puente. Estoy cansado de las puertas’. Y luego lo cruzas y llegas al otro lado y te das cuenta que eso es todo lo que hay: puertas. Y ventanas y puentes y rejas”.

Al comienzo del capítulo, Draper veía casi morir a su portero. Al final, en los primeros minutos de 1968, recogía el periódico en la puerta de su propio infierno hogareño y leía un titular: “El mundo se despide de un año violento”. Y en otra parte, en el pasado o en el futuro, Barack Obama, el hombre de la paz, cerraba una puerta tras de sí y levantaba el teléfono.

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