Por Diego Zúñiga Marzo 21, 2013

El lugar de origen, ese pueblo en el que crecimos, las primeras palabras y amistades, el sur de Chile, la violencia y las mentiras: Laja.

Luis Barrales -el dramaturgo, el actor, el director de teatro- nació en 1978, en ese pueblo de casi veinticinco mil habitantes que es Laja, en la Región del Biobío, a varios kilómetros de Concepción, frente a San Rosendo.

Luis Barrales -Uñas sucias, Niñas araña, H.P. (Hans Pozo), La Chancha - tiene 35 años, ha escrito más de 10 obras de teatro, se ha obsesionado con el lenguaje de los márgenes, con la historia de esos niños y niñas de poblaciones, que viven sin pensar en el futuro, con la vida de aquellos que no tienen voz. De eso ha escrito -también de ladrones, de futbolistas, de estudiantes-, pero nunca de ese pueblo en el que vivió hasta los 17 años y que, de alguna forma, lo determinó para siempre. 

Una novela, en realidad. Eso ha escrito: una novela, cuando tenía 23, 24 años, que habla de lo que significó crecer en Laja, de cómo se vive en un pueblo en el que, de una día para otro, cuando se instala una papelera en aquellos terrenos agrícolas, se pone una cerca y divide el lugar: allá la papelera, las casas de los gerentes, un país verde, canchas de tenis, piscinas, clubes de campo, estadios; acá, el pueblo, los obreros, la casa de Luis Barrales -padre, madre, dos hermanos-, la mano de obra, sus amigos. 

Esa novela está guardada. Tiene ganas de publicarla, pero ésa es, por ahora, otra historia. Porque cuando tenía 22, 23, 24 años, ya había empezado a escribir sus primeras obras de teatro y no, ahí no estaba -ni estaría-, de forma explícita, Laja. Pero si nos detenemos un momento, si pensamos en la historia de las niñas araña y de Hans Pozo, si pensamos en las vidas y en las historias con las que se ha obsesionado Barrales, vamos a terminar volviendo, de alguna u otra forma, a ese pueblo dividido en dos por una cerca, a la lucha de clases, a los marginados, a las injusticias.

Cuando Luis Barrales habla de Laja, no lo hace desde la rabia ni desde la indiferencia: es el tono de alguien que pareciera estar agradecido de haber crecido ahí, agradecido de las experiencias y de las palabras del sur, de la provincia. 

No ha escrito sobre el pueblo, pero siempre está ahí, presente: basta pensar en su última obra, Jardín de reos, en la que ha estado reescribiendo a Jean Genet -ese delincuente francés que escribió obras terribles-, y que se presenta hoy, por primera vez, en Matucana 100: tres hombres que están presos, la violencia, el abuso de poder, los marginados, las injusticias, las palabras.

Volver, siempre, al origen.

***

Son casi las diez de la noche. Es viernes 15 de marzo, falta una semana, exactamente, para la primera función de Jardín de reos. En una sala de ensayos de la calle Santa Elena, el director Sebastián Jaña (Curarse, Jorge González murió) conversa con los actores: Juan Pablo Miranda, Nicolás Zárate y Moisés Angulo. Están preparando las últimas escenas. Van a quedarse hasta la medianoche, si es necesario, pero quieren terminar de ensayar esa parte final. Luis Barrales los observa, sentado en una silla frente al escenario. 

El relato es éste: las mujeres de los presos han recibido unas cartas en las que ellos les confiesan sus crímenes, por lo que dejan de ir a visitarlos. Pero ellos no escribieron esas cartas, fue alguien, otro reo, un sospechoso que el hombre más poderoso de la cárcel, Ojos Pichos, decide proteger. Y ahí están, ahora, arriba del escenario, los tres hombres, culpándose, hablando en un lenguaje marginal llevado a los límites, en que uno, por momentos, no logra entenderlo todo -por eso habrá en el escenario una pantalla con traducciones-. Pero ahí está la rabia y la violencia de la obra original, Severa vigilancia, que Genet montó en 1949.

-Genet fue uno de mis primeros referentes -cuenta Barrales-, por eso cuando me invitó Sebastián no dudé mucho. Y abordé la reescritura como lo había hecho antes: sin ningún respeto, y eso, paradójicamente, demuestra mucha humildad, porque significa que uno no va a competir con el texto original. Y luego no se diferencia mucho del ejercicio de escritura de otros textos: ensayo, error, ensayo, error.

En noviembre del año pasado, cuando Luis Barrales -junto a Manuela Infante y Guillermo Calderón- fue invitado a la FIL de Guadalajara, estaba terminando una primera versión de Jardín de reos. Una vez que regresó, le entregó a Jaña el texto que sería, finalmente, la parte gruesa de la obra. Luego seguirían corrigiendo detalles.

-Discutimos mucho sobre el fondo de la obra, y llegó un momento donde Genet se nos olvidó no más, como si fuera un texto de nosotros -dice Barrales, quien desde hace dos años no estrenaba una obra nueva. Aunque eso no lo tenía preocupado. En algún momento llegó a estrenar cuatro obras en un mismo año, por lo que decidió tomarse un tiempo, guardar silencio. Sin embargo, sus obras han seguido girando. De hecho, viene llegando de Buenos Aires, donde presentó Shakespeare falsificado.

Barrales fuma un cigarro, mientras sigue viendo el ensayo. En un tiempo más tendrá que sumergirse en un nuevo proyecto. Uno que implica a Salvador Allende y su última noche con vida, ese 10 de septiembre de 1973.

***

Luis Barrales tenía 17 años cuando dejó Laja para irse a estudiar Derecho a Concepción. Pero duró poco: un amigo le pidió que lo acompañara a un taller de teatro, y la vida de Barrales, entonces, terminó por configurarse: dejó la universidad, agarró sus cosas y se fue a Santiago a estudiar teatro a la Arcis. Dice que fueron buenos tiempos, que ahí se formó y que se dio cuenta, pronto, que tenía habilidades para escribir. Recuerda un ejercicio que podría ser, en parte, el origen de muchas cosas: estaba en primer año, en la escuela, y le pidieron que pusiera en escena un suceso de su biografía que considerara dramático. Y Barrales se acordó de lo siguiente: tenía 14 años y quería ser futbolista. Su padre -que le compraba libros, que lo apoyaba en todas sus decisiones- lo dejó irse a probar a las inferiores de Huachipato, y quedó. Jugaba de 10, era el creador del equipo, el hombre habilidoso. Era tímido, también, entonces uno de sus compañeros empezó a molestarlo -por la timidez, porque leía-, hasta que un día, después de aguantar mucho, se agarraron a combos. Y después de eso, después de casi matarse, terminaron haciéndose amigos. Y muchos años después, Barrales utilizaría esa experiencia para transformarla en una pequeña escena, que terminó convirtiéndose en Uñas sucias, una de sus obras más aplaudidas, una por la que empezó a llamar la atención de los críticos, la que ganaría en 2003 la Muestra de Dramaturgia Nacional y que deslumbraría a Juan Radrigán -uno de los jurados ese año-, quien invitaría a Barrales a ser su ayudante.

Han pasado casi 10 años desde esa obra, y Barrales se ha transformado en uno de los referentes del teatro chileno. Alguna vez le dijeron “el Radrigán chico”, pero con el tiempo logró sacarse las etiquetas que hablan de un teatro marginal o un teatro popular, para instalarse como una voz que es capaz de reescribir a Roberto Bolaño (Rota) o de armar obras en las que el lenguaje está al borde de la poesía. Una voz que ahora enfrentará uno de los desafíos más difíciles de su carrera: Allende: diez y medio de septiembre, dirigida por Pablo Casals (Los invasores).

-Hace tiempo que queríamos trabajar con Casals, y de pronto llegamos a esto. 

Esto es la obra que será protagonizada por Jaime Lorca -y que en el elenco tiene a Paulina García, José Soza y Daniel Alcaíno, entre otros-, en la que se mostrará la última noche de Salvador Allende, en su casa en Tomás Moro, antes del golpe de Estado.

-A mí no me cuesta entrarle a Shakespeare ni a Genet, pero la figura de Allende me complica, porque la venero mucho. Es una de las imágenes sacrosantas con las que uno creció en la infancia, uno de los pocos hombres decentes de este país… pero hay que hacerlo -dice Barrales. 

Ahora está en un periodo de estudio, recopilando fuentes, leyendo mucho acerca de esos últimos días, y todo eso mezclado, también, con su propia biografía.

-Laja y San Rosendo fueron pueblos muy tocados por la dictadura. Ahí se encontraron algunos de los primeros ejecutados políticos. Eran 19 personas, 19 familias, y eso, en una comunidad tan chica, era mucho.

Barrales creció en una casa donde se hablaba de política, tenía un tío que fue miembro del GAP, el tema de la dictadura estaba ahí. Y recuerda una historia: tenía 12, 13 años, la época de las mentiras, de inventar relatos para entretenerse. Entonces, un día, con su grupo de amigos, encontraron unos huesos de perro e hicieron lo siguiente: los enterraron, tratando de falsificar un entierro, luego los desenterraron y fueron a avisar al pueblo que eran los huesos de un detenido desaparecido. 

-Yo le avisé a mi papá y a los 20 minutos llegó todo Laja, e, inmediatamente, se dieron cuenta de que era una farsa, pero ya no había forma de pararlo: estaban los carabineros... Mi papá no me habló como en una semana. No me retó, pero me dio a entender que había traspasado un límite.

 Después de eso se acabaron las mentiras, después se acabó la dictadura, pero la época lo marcó y ahora vuelve a la figura de Allende, a las pequeñas historias que se cuentan de él y de su última noche.

-Alguien me contó, alguna vez, que a eso de las diez, once de la noche del 10 de septiembre, Allende ya se había enterado del golpe. Querían que se fuera o que se asilara, que tomara un avión, y mucha gente de los alrededores se enteró, sus vecinos. Y me dijeron una vez que algunos de esos vecinos fueron a su casa a despedirse… con esas imágenes estamos trabajando -dice. En junio empezarán a ensayar y la obra se montará en el GAM.

 Pero no es el único proyecto de Barrales: la cineasta Alicia Scherson lo invitó a trabajar en la adaptación de la novela El príncipe, de Mario Cruz, un libro que cuenta la historia de un hombre que cae preso durante la UP. Y hay más proyectos: una serie de televisión, Príncipes de barrio, acerca del mundo de los futbolistas, y la publicación de un libro en el que se recopilarán las columnas que escribía en el diario La Nación. 

-Hay que parar la olla -dice, entre risas, Barrales.

Son pasadas las diez de la noche. El ensayo continúa. Una de las exigencias que le puso Sebastián Jaña es que los personajes fueran un poco más contenidos de lo que se puede ver, generalmente, en las obras de Barrales. Y él aceptó, sin problemas.

-Me dijo que no sacara las banderas -cuenta-, que las dejara en casa. Y yo disfruto mucho con ese ejercicio del pie forzado. Además que estoy de acuerdo, porque era muy coherente: son personajes que están encerrados y la idea es que el espectador obtenga sus propias conclusiones.

Pero, finalmente, agrega:

-Aunque igual quedó una banderita -y se vuelve a reír. 

 

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