Por José Manuel Simián Septiembre 20, 2012

 

El videoclip de “Duquesne Whistle” -primer single de Tempest, disco número 35 de Bob Dylan- comienza con una escena chaplinesca: un joven con cara inocente mata el tiempo lanzando cartas a una lata vacía, mientras de fondo suena un western swing. La escena podría transcurrir en un pueblo del sur o una estación de trenes de Estados Unidos en los años treinta o cuarenta, pero no es así: estamos en el presente, en el centro de Los Ángeles. Y el tipo, que en una película de cuando esa música estaba de moda podría haber intentado seducir a la mujer inalcanzable con romanticismo de manual, es aquí un tarado fuera de contexto. Hoy por hoy el romántico incorregible es un acosador, alguien que más por culpa de ser un tarado que por su romanticismo descontextualizado termina tirado en el pavimento después de sufrir una paliza.

Pero la canción que acompaña al video va por un riel paralelo: los versos de “Duquesne Whistle” -escritos a medias con Robert Hunter, letrista de los Grateful Dead-cuentan una historia de amor donde la amada viene en un tren, el Duquesne, cuyo silbato suena y suena, como si no hubiera sonado nunca antes, como si no fuera a sonar nunca más. Y si les creemos a algunos astutos dylanólogos, podría estar haciendo referencia a “The Wreck of the Flyer Duquesne”, una oscura canción de 1903 donde una novia perdía a su prometido en un accidente de tren.

Uno de los posibles significados de la canción de Dylan está, entonces, fuera de la canción: puede partir de la metáfora del tren que va a descarrilarse, de la referencia a esa otra canción. Pero Dylan no da todas las pistas.

Si algo hemos aprendido de los 50 años de carrera de Dylan es que el significado rara vez ha estado en la superficie. Desde poco después de que se inventó un nombre y una biografía para intentar clonar a Woody Guthrie, su carrera siempre ha consistido en buscar significados en el choque de distintos géneros musicales y artísticos; de mezclar ideas propias y ajenas para producir algo nuevo. Cuando les puso versos propios a viejas canciones folk, cuando traspasó los temas atemporales del folk al rock, cuando apareció con un títere en una conferencia de prensa, o cuando le dio la vuelta a las baladas sobre cowboys y asesinos en medio de la era psicodélica, Dylan estaba haciendo lo mismo que hoy: poniendo el significado un poco más allá de la literalidad.

“Tempest” se revela como uno de esos libros al que se vuelve una y otra vez esperando encontrar en un verso o cambio de acordes escuchado muchas veces un nuevo significado, una ventana a un mundo de referencias antes invisibles.

Y sin embargo, hay críticos y comentaristas que todavía se acercan a su trabajo con una unidimensionalidad (cuando no mera flojera e ignorancia) escalofriante. Así fue como, por ejemplo, la propia revista Rolling Stone (que les regala estrellas a los discos de Dylan incluso cuando no las merecen) presentó en primicia el video de “Duquesne Whistle” advirtiendo que el par de escenas donde al protagonista le pegan un par de palos lo hacían “impactantemente violento”. Y otros críticos se sacan de encima el bulto de reseñar a Dylan encontrando alguna referencia común entre dos o tres canciones (“es uno de sus discos más sangrientos”), mencionando que su voz no es la misma de antes (cuando otros críticos también la despreciaban), o usando una referencia generalizada (“la mezcla de blues, rock y country que…”) para simplificar su conocimiento enciclopédico de los muchos géneros que esconde Estados Unidos. En otras palabras, son trenes en continuo descarrilamiento.

Un comienzo

Si hay una forma de acercarse a la obra de Dylan es sin prejuicios, asumiendo que cada uno de sus discos -especialmente los publicados en este siglo, donde ha llevado sus referencias metamusicales y metaliterarias a niveles poco comunes entre los cantautores- ofrece muchos niveles de interpretación. Desde esa perspectiva, Tempest se revela como uno de esos libros al que se vuelve una y otra vez esperando encontrar en un verso o cambio de acordes escuchado muchas veces un nuevo significado, una ventana a un mundo de referencias antes invisibles.

Así, “Duquesne Whistle” es una canción sobre un amor joven, justo antes del momento del accidente que lo vuelve en tragedia, pero también una invitación a buscar otras canciones sobre accidentes de trenes y los puntos de conexión entre el western swing (género tan maravilloso como subvalorado) y el rock and roll. “Narrow Way” es en la superficie un blues-rock, pero por debajo una puerta al zydeco, ese género saltón y eternamente alegre que alimenta fiestas interminables en Louisiana, pero que aquí Dylan ha convertido en el colchón de una denuncia política más poderosa y honesta que cualquiera de las que cantara en su célebre etapa folk: “En este país es difícil seguir vivo / Los cuchillos están por todas partes y me rompen la piel / Estoy armado hasta los dientes y peleo con fuerza / No saldrás de aquí sin cicatrices”. “Early Roman Kings” es una canción sobre cualquier cosa -pandillas, lujo, sexo, sangre- menos la historia romana, cantada con un riff blusero de Chicago robado de Muddy Waters. Y “Tempest” es un vals de aires irlandeses que nos invita a descubrir el alucinante subgénero de canciones de tragedia y a la señera The Carter Family, agrupación que también le dedicó un vals al hundimiento de ese barco que -ya que estamos- no se hundió precisamente por culpa de una tempestad. 

Parafraseando una de las canciones de Dylan en Tempest (“Mientras más muero, más vivo estoy”): mientras menos creamos saber de su música, más aprenderemos. Especialmente los críticos.

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