Por Diego Zúñiga Agosto 30, 2012

Escribir de memoria. Ése era el ejercicio. Confiar en los recuerdos, esperar que aquellas imágenes que se vivieron siguieran ahí, para luego armar una historia junto a otros materiales. Los materiales de la realidad y los materiales de la ficción. Mezclarlo todo, eso quería hacer Álvaro Bisama (37) cuando empezó a escribir su nueva novela, Ruido (Alfaguara), donde nos encontramos con la historia del vidente de Villa Alemana.

Años atrás, Bisama escribió una crónica larga sobre el tema -que se publicó, originalmente, en el libro Dios es chileno (2007)-, pero sintió que había algo más ahí, algo que quedaba incompleto y que sólo la ficción podía resolver.

-Volver a hacer una investigación hubiera sido el camino fácil. Yo creo que uno tiene que trabajar contra lo que le sale fácil. Tienes que trabajar contra lo que te sale obvio, contra lo que ya tienes asimilado -dice Bisama, arriba de un auto mientras vamos regresando a Santiago. Hace un rato estuvimos recorriendo Villa Alemana. Subimos al cerro donde a Miguel Ángel Poblete se le apareció la Virgen, hace casi 30 años. Buscamos, de alguna forma, las huellas que arman Ruido. Pero ahora, arriba del auto, Bisama dice eso: que lo fácil hubiera sido alargar esa crónica, pero que él no quería eso.

-A mí me interesa trabajar desde otro lado, desde un lugar menos obvio -dice-. Ahora, escribir de memoria tenía que ver con pelar la cáscara de la crónica y hacer aparecer la novela que estaba debajo de ese texto. Pensar en cosas que no habías pensado antes, hacerme otras preguntas.

Ruido comienza con un epígrafe de Nicanor Parra, pero también podría haber tenido de epígrafe esa frase de Rodrigo Fresán -que aparece en su novela Jardines de Kensington- que dice:

“El personaje es la memoria.

La memoria que está construida con lo que se recuerda y, también, con lo que se ha decidido olvidar”.

***

Ruido -que será presentada por Alejandra Costamagna el 6 de septiembre en la librería Qué Leo- empieza así: “Creemos en una ley óptica que jamás ha sido descrita: la luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo vomita, destiñe los colores, derrite las formas de todas las cosas”.

Si Estrellas muertas -la premiada novela anterior de Bisama- se hacía cargo de los años noventa y de la transición, Ruido hace un viaje que comienza en los ochenta, cuando un grupo de niños que crecieron en Villa Alemana van reconstruyendo una de las historias más extrañas de aquella década:  un 12 de junio 1983, cuatro adolescentes -que habían escapado de un centro de rehabilitación- subieron al cerro El Membrillar, fumaron marihuana, aspiraron neoprén, hasta que en un momento, un momento inexacto pero que será el origen de todo, a uno de ellos -a Miguel Ángel Poblete- se le apareció la Virgen María, allí arriba, en el cerro, entre malezas y espinos. En ese lugar, la Virgen María proclamó a Miguel Ángel su profeta.

Ahí, entonces, explota esta historia.

Álvaro Bisama tenía ocho años cuando ocurrió todo eso. Vivía con su familia en Villa Alemana, le gustaba ir al cine, salir con sus amigos, andar en bicicleta. Alguna vez tuvo una banda de música, pero dice que no alcanzó a llegar ni al primer ensayo. Ahí, en ese lugar -a 25 minutos de Viña del Mar-, creció, se formó, mientras cientos de miles de personas subían a un cerro donde se aparecía la Virgen María.

La última vez que Bisama subió el cerro El Membrillar,  fue para armar la crónica, hace más de diez años, que daría origen a la novela. Cuando chico, fue varias veces. Vio a Miguel Ángel Poblete, vio a los cientos de miles de personas subiendo el cerro.

Hace unos meses, Bisama escribió en esta revista una columna dedicada a Gabriel García Márquez y contaba: “Mi colegio quedaba en Viña y yo vivía en Villa Alemana. Cien años de soledad fue -antes que un clásico de la literatura americana- un libro largo que servía para aliviar ese viaje que duraba casi una hora. (…). No sé si me marcó. Quizás sí. Había algo cercano ahí, algo que le podía parecer honesto a un escolar como yo, que había crecido en un pueblo donde un adolescente veía a la Virgen, acarreaba multitudes, sufría estigmas y llenaba de luces el cielo.

Así eran las cosas: cuando tenía quince, los relatos de Macondo lucían casi documentales y el realismo mágico era un realismo a secas. Por un rato ese mundo se parecía al mío”.

En Ruido, los protagonistas van al cine, ven películas de terror y cuando salen a la calle, cuando recorren los barrios donde viven, lo que hay es eso: un cerro lleno de fieles que suben hacia la cima para ver a un muchacho que dice ver a la Virgen y que hace milagros.

Leemos Ruido y pensamos que la provincia chilena es un lugar único, desquiciado, donde pueden ocurrir estas cosas sin que nadie se sorprenda, en realidad. Villa Alemana, en la novela, se parece a Macondo y a Comala y a ese Chile que filmó Raúl Ruiz en La recta provincia. Por eso cuando llegamos a ese lugar, después de leer la novela, uno piensa que toda esa locura y esa extrañeza seguirán intactas. Pero no. El lugar es otro. Lo vamos descubriendo mientras nos acercamos al centro, donde nos espera Bisama. Cuando sube al auto, le da las instrucciones al chofer para que nos lleve al cerro.

Por momentos, mientras nos acercamos al lugar donde supuestamente se apareció la Virgen, da la sensación de que Ruido es la novela más autobiográfica de Bisama, pero unas horas después, cuando estemos regresando a Santiago, él dirá:

-Con Ruido me quité el peso de escribir mis memorias o mi autobiografía. Podría haber sido fácil. Habría sido la reconstrucción del parque temático, pero eso nunca me ha interesado.

Y agregará:

-Yo no sé si el lugar de la novela es Villa Alemana. Podría ser, en realidad, cualquier otro pueblo de la provincia chilena.

No sabemos si es o no Villa Alemana el pueblo de la novela, pero aquí estamos, arriba de un auto, mientras comenzamos a subir el cerro El Membrillar.

***

La memoria es inexplicable.

Vamos subiendo el cerro, en auto. Bisama -que acaba de ser invitado al Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires, que se realiza en septiembre- dice que hay que seguir por un camino, pero ese camino sólo nos lleva a una casa y luego no se puede seguir subiendo. El auto baja e intentamos tomar otro camino, pero Bisama dice que no está seguro de que sea por ahí. No se acuerda. Desde hace más de diez años que no viene al cerro El Membrillar, ahora llamado Montecarmelo. No quiso volver mientras escribía la novela. Quería confiar en su memoria.

La provincia de Bisama

 

La última vez que vino fue para armar la crónica, hace más de diez años, que daría origen a la novela. Cuando chico, vino varias veces. Vio a Miguel Ángel Poblete, vio a los cientos de miles de personas subiendo el cerro, vio, una mañana cuando salió de casa, la ciudad tapizada de panfletos del “Sí”.

-Me acuerdo de toda la mitología urbana de los aviones tirando gases en el cielo para que la gente viera cosas raras, de los militares interviniendo todo. Eso está en la novela. Y eso te hace crecer con una cuestión dislocada. En la tele veías monos animados y también el Caso degollados. ¿Cómo procesas todo eso? -dice Bisama-. Era bien esquizofrénico todo. Yo iba al colegio y estaban los conscriptos armados cuidando la línea del tren porque podía venir una bomba.

Bisama recuerda muy bien todo ese tiempo, pero ahora no está seguro de cuál es el camino para llegar a la cima del cerro. Nos bajamos del auto y vemos una estatua de la Virgen María. En la inscripción está el símbolo del Ictus, aquel pez dorado que identificaba a los primeros cristianos. El mismo que se encontraba en las puertas de las casas de sus seguidores, como se cuenta en la novela. Aquí empezamos, entonces, a confundir realidad con ficción. Un rato después aparece un hombre que nos explica el camino para llegar a la cima del cerro. Volvemos al auto y subimos. Ahora, la ruta está pavimentada y todavía están las estaciones del vía crucis, las mismas que recorrió el vidente en los ochenta. Es y no es el mismo lugar de la novela. Han cambiado algunas cosas. Llegamos a la cima y vemos una pequeña capilla y un jardín. Bisama recuerda que el vidente decía que era un trozo del jardín del edén.

Desde ese lugar se puede ver todo Villa Alemana. La ciudad ha crecido, monstruosamente, hacia los otros cerros. Pareciera no terminar nunca. Desde ahí, de hecho, se alcanza a ver Viña del Mar.

Una buena parte de la novela ocurre en ese cerro, aunque también narra lo que vino después: el olvido en el que cayó el vidente, luego su viaje a Perú, su cambio de sexo y de nombre a Karole Romanov hasta su muerte, en 2008, casi en el olvido, acompañada sólo por unos cuantos fieles que nunca dejaron de creer en él/ella y en su vínculo con la Virgen María. Y también la historia de ese pueblo donde los protagonistas van viendo cómo cambia todo, mientras hay cameos -sin los nombres verdaderos- de bandas como La Floripondio o el padre ufólogo de las gemelas Campos o Marco Enríquez-Ominami filmando una película fallida ahí.

“El proceso del libro fue muy loco. Pero cuando la crónica mutó en novela y agarró la consistencia de la ficción, yo dejé de preocuparme del asunto referencial y apareció la zona de la ficción. Me interesa mucho ese lugar, porque es un terreno incierto, propio, liberado de esa exigencia”.

-El proceso del libro fue muy loco. Pero cuando la crónica mutó en novela y agarró la consistencia de la ficción, yo dejé de preocuparme del asunto referencial y apareció la zona de la ficción. Me interesa mucho ese lugar, porque es un terreno incierto, propio, liberado de esa exigencia.

Después de un rato, volvemos al centro de Villa Alemana. Vamos a comer algo. Bisama dice que hay una pizzería que era buena, pero cuando llegamos al lugar, la pizzería ya no existe. Bisama viaja poco a Villa Alemana, sólo lo hace para ver a sus padres y a uno que otro amigo. No queda casi nada de lo que cuenta en la novela. La pista de patinaje -que aparece en el libro- siempre estuvo abandonada y ahora está tomada por unos skaters. El Teatro Pompeya, donde funcionaba el cine, ahora es un teatro municipal.

-Lo que me interesaba más de la historia no era comprobar si todo fue cierto o no, ni tampoco sólo volver a contarla, sino ver los pedazos, las costuras, los hilos. Llegar a una voz que pudiera hacerse cargo de ella.

Un verso de Enrique Lihn que está citado en el libro, de alguna forma encierra la poética que encontramos en Ruido: “La realidad es la única película/que nos quita el sueño”.

La realidad está ahí, siempre, pero no la autobiografía.

-Vivo escribiendo columnas donde la exhibición del yo es un trabajo constante. Escribo crónicas, donde también hay algo de eso. ¿Por qué obligar a la ficción a que haga lo mismo? -se pregunta Bisama cuando ya estamos casi llegando a Santiago. Es de noche. Por la ventana del conductor podemos escuchar el ruido del tráfico. Unos días después, cuando escuche la grabación de la entrevista, ese ruido estará todo el rato ahí, de fondo, acompañando la voz de Bisama.

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