Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Mayo 16, 2012

Afuera dice “Motel”. En el auto en marcha, rumbo al encuentro de un hijo perdido, Carolina Arregui y Francisco Reyes se miran nerviosos. Se produce un silencio incómodo. Hay algo ahí, aunque a sus personajes los separen la clase social, la trama completa del show, y -a ellos como  actores- todos esos años donde nunca se toparon en un mismo programa. Por lo mismo, tiene algo simbólico su coqueteo ficcional: Arregui y Reyes casi siempre representaron posiciones enemigas en la guerra fría de nuestras teleseries. Pero ahora su encuentro funciona de un modo inesperado. “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, anotó Nicanor Parra en un viejo artefacto de la década del setenta. Sobre cuál es la izquierda o la derecha acá, es difícil de saber. Lo que importa:  Pobre rico, el nuevo culebrón de TVN, recupera para sí el horario vespertino y logra, por medio de una comedia, la vuelta del rating para la ficción en esa franja. 

En realidad, aquello no es nuevo, viene de hace meses. La brecha la abrió Aquí mando yo, la teleserie anterior, que se apropió tímidamente de la pantalla en el momento exacto en que los programas juveniles, como Calle 7 y Yingo comenzaron a desfallecer y a extinguir sus ideas lentamente. De este modo,  Pobre rico no hizo más que confirmar una tendencia que nos parece sorpresiva pero quizás no lo es tanto: la vuelta de las telenovelas vespertinas en desmedro de las nocturnas, el retorno de la comedia por sobre el thriller, el avance del paisaje de la ciudad por sobre el exotismo del relato histórico o el turismo histérico de la violencia rural. 

El pie forzado del relato es tan viejo como el hilo negro: intercambiar roles y clases ya ha sido probado hasta la saciedad como tópico y tuvo en Chile su versión más desquiciada con Semidiós (1988), y su momento más exitoso con Amores de mercado (2001). Pero lo importante acá no es la anécdota sino como ésta se completa con  signos que puede leer el espectador para ubicar su lugar en el mapa que la ficción construye. La cercanía de un show depende exclusivamente de aquello, de esas señales de reconocimiento. Por lo mismo, los momentos más divertidos de Pobre rico son los más feroces: la falsa fiesta Sensation en una sede vecinal que se llenaba de miembros de la Garra Blanca; Amparo Noguera borracha en una galería de arte, lanzándoles comida a los cuadros; Mauricio Pesutic durmiendo como indigente en un cementerio, borrado del mundo y de la historia de los otros. En todos ellos la impostura, la pobreza y el hórror vacui del presente chileno se nos devuelven como una comedia que no teme apropiarse de esos temas y editorializarlos.

Carolina Arregui se hizo experta en un solo personaje (quizás peligrosamente parecido a sí misma), pero en vez de convertirlo en una cárcel o una parodia, terminó dignificándolo. Eso hace que las mujeres que interpreta siempre sean la misma, pero nunca nos cansemos de verlas.

Por lo mismo, lo que importa ahora no es la trama sino el momento, leer su éxito en relación al sentido de la oportunidad, a cómo terminó de sintonizar con un espectador que había sido abandonado en ese horario. Algo de eso se debe a la presencia de Carolina Arregui. El centro fundamental de Pobre rico  es quizás ella, la mujer a la que le cambiaron la guagua al nacer y que crió un hijo ajeno como propio, en medio del abandono y la precariedad. Aquí nada nuevo tampoco, salvo por un detalle relevante: es interesante ver cómo funciona la Arregui fuera del 13 y ocupando el rol de diva que dejó Claudia di Girólamo en TVN. Pero si una era la maestra del disfraz, la otra era la ama y señora de la empatía, de la capacidad de conectar con un público capaz de encontrarse en aquellas heroínas de clase media que sólo ella sabe componer. Porque sí, Carolina Arregui se hizo experta en un solo personaje (quizás peligrosamente parecido a sí misma), pero en vez de convertirlo en una cárcel o una parodia, terminó dignificándolo. Eso hace que las mujeres que interpreta siempre sean la misma, pero nunca nos cansemos de verlas. En ellas está la pasión turbia de un pasado y una lengua de la que no pueden despegarse. En ellas hay honestidad pero también ambigüedad, incluso algo de hambre: está ahí el deseo de escapar del destino de clase, de todo determinismo genético y geográfico. Todo eso brilla ahora en el culebrón vespertino de TVN. Porque  Pobre rico  no funcionaría sin Arregui que, por ahora, parece tener más química con Francisco Reyes que con Cristián Campos o Bastián Bodenhöfer, sus parejas televisivas históricas. 

Tal vez eso se deba a que no hay tanto karma, o también porque en realidad lo que sucede en  Pobre rico  instala una ligereza y una velocidad necesarias y frescas, quizás urgentes.  No es raro. La televisión es pendular, se modifica a sí misma, cambia sin que nos demos cuenta. Quizás el éxito (2º lugar en los programas más vistos, según Time Ibope) de  Pobre rico no sólo tenga que ver con la comedia sino con el paisaje particular del Chile que presenta. Ése es un país sin estridencias ni grandes discursos, hecho de villas idénticas y familias monoparentales. Un país que sólo puede ser narrado como una sátira veloz que se burla de los empresarios ociosos cuyo apellido es un escombro añejo de una república idiota, o anotando la desesperación muda de los adolescentes que crecen entre el agobio y la rabia, entre la pobreza y la fiesta. 

Pero no hay sociología acá. Aquello funciona porque Pobre rico es una comedia. Si fuese un drama, no quedaría otra que echarse a llorar. Así, el delirio descerebrado de cada tarde quizás recupera ciertos espacios comunitarios que los programas juveniles, los shows de concursos y tanta maratón insoportable de Los Simpson habían desterrado, como si olvidasen aquella felicidad de ejecutar el arte de distorsionar el propio reflejo para finalmente devolverlo a uno mismo.

 

Relacionados