Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Mayo 26, 2011

Donde quiera que esté, Edmundo Varas se debe estar riendo. En serio. En su encierro doméstico, en su pena y su violencia, Varas parece alguien digno al lado de los concursantes de 40 ó 20, el nuevo dating show de Canal 13. Es fácil entenderlo: en cierto modo, Varas era honesto con su propio deseo, en su confusión entre televisión y vida. Había un valor ahí. Un valor terrible, un valor quizás falso, pero un valor al final. De hecho, viendo 40 ó 20 uno podría llegar a sentir nostalgia por él y su tragedia, hecha de los escombros de la ilusión romántica, los pedazos de malas canciones de amor y las luces frenéticas de las pasarelas de discotecas.

Se entiende. El nuevo programa del 13 tiene una premisa simple: mostrar a los peores especímenes masculinos que se encuentran en el territorio nacional y construir con ellos la parodia de un relato de seducción. Así, en apenas media semana, el show ha sido un bombazo (23 puntos de rating en la segunda franja nocturna de un domingo) mostrando como estos sujetos se han perdido en Brasil, han exhibido su trasero, han derretido hielo con el cuerpo (usando hasta la orina, que es una especie de nueva marca de estilo de los realities del 13), han besado -en un momento tan racista que es casi impensable- en grupo a una mujer negra, han regalado flores y hablado con la cámara como si ésta les pidiera explicaciones sobre el desastre que ha sido su vida. Por supuesto, todo esto ha sido gozoso. Tras la comedia de sus fracasos, tras la ficción de los modales de la conquista está la comprobación de que es acá donde es posible ver la mano del grupo Luksic en Canal 13: cualquier atisbo de romance televisivo verdadero -que es la utopía cristalizada de shows como The bachelor y que era el centro de Amor ciego- acá está desterrado de antemano. Como en Año 0, acá lo que importan son los números, el negocio, la idea de armar un producto que no defraude al espectador.

Lo hace: 40 ó 20 es rápido y falaz, inquietante y liviano, triste pero sarcástico a la hora de subrayar el tema de fondo que aborda: la contemplación del rostro de la derrota de una generación (la de los 40) y del horror banal de otra (la de los 20). Para ambos casos la consigna es sencilla: el amor salva, el amor redime. Por eso el casting, tan diabólico como perfecto, que aparenta ser un freak show, pero que en realidad se ofrece como la puesta en escena de un fracaso -sexual y cultural- ejemplificado en animadores en caída libre hace rato (Abdala y Cruz-Johnson), ex glorias de la farándula pinochetista (Lolo Peña), actores no-actores educados en Mega (Philippe Trillat), humoristas venidos de quién sabe dónde (Enzo Corsi), etc.

Acá es posible ver la mano del grupo Luksic en Canal 13: como en "Año 0", lo que importa son los números, el negocio, la idea de armar un producto que no defraude al espectador.

Al lado de ellos, la muchacha (Jennifer Mayani) es lo menos importante. No hay en ella asomo de singularidad alguna, a diferencia de Cari Bastías, la tortuosa pero gélida musa de Amor Ciego. Que Mayani sea actriz sólo subraya lo efímero del rol, como si el artificio de su personalidad fuera paralelo a la ligereza de sus mohines, desterrando de pantalla el espesor dramático de su biografía y convirtiéndola así, a priori, en sólo una excusa, cuyos costados más inquietantes vienen -por lo menos en los capítulos iniciales- en la peligrosa cercanía de algunos concursantes a la hora de abordarla. Eso porque ahí -en la mirada perdida de alguien que la compara con comida, en el gesto de ella de alejar un brazo que la cerca, en los segundos de más en que se detiene un abrazo- campea cierta fantasía relacionada con el abuso y se sugiere sin querer una continuidad con Año 0, que terminó con una concursante denunciando a un compañero en tribunales después de la fiesta que cerraba el fin del show.

Hay, en esas imágenes de 40 ó 20, algo pavoroso y quizás torcido. En la pornografía, el género gang bang -donde una actriz se acuesta simultáneamente con una multitud de hombres- se define justamente a partir de la puesta en práctica de aquella fantasía. En la gang bang, la mujer queda reducida a ser sólo la cárcel de su cuerpo, a interpretar la pobre ficción silente de una multitud de amantes intercambiables. En la gang bang, el deseo es pospuesto en aras de la mera acción y cualquier empatía es desterrada de la pantalla. En las gang bangs, todos están solos y carecen de rostro y la repetición y el exceso -de fluidos, de primeros planos de la piel, de cuerpos agotados en la espera- los vuelven tristes y desechables, fragmentos de un relato mayor que nunca veremos, del que están desterrados el erotismo y la empatía.

40 ó 20 funciona con aquella misma lógica. La heroína siempre habla desde un lugar donde la inocencia es apenas una máscara, asediada por un grupo de galanes para quienes la retórica de la seducción es un puñado de discursos huecos, de palabras vacías, de historias de vida cuyas moralejas (pienso en Lolo Peña) son tan asombrosas como idiotas. Sabemos lo que vendrá y lo que veremos: la violencia, el trauma, las traiciones, la conspiración. Sabemos que aquello es lo que quiere Canal 13, que pagó por eso, que tiene claro que es la única forma de enfrentar al futuro, de tirar por la borda el fantasma del viejo Eleodoro Rodríguez, la impericia bienintencionada de Jordán, la estupidez endémica de Vasco Moulian y las fantasías de Mercedes Ducci sobre el poder.

Nada de eso queda acá. Pocas veces podemos ver de modo tan claro cómo un canal muda la piel y se convierte en lo que despreció por años, en cómo afila en sus ficciones los colmillos para devorar la pantalla. Con 40 ó 20, Canal 13 se concede la posibilidad de ganar una guerra que perdió contra sí mismo hace tiempo, mientras despliega sin ambigüedades una épica pornográfica que no requiere de nada explícito, poniendo en circulación la retórica terrible y paródica de un choque generacional y sexual, puesto en escena al modo de un cuento de hadas protagonizado por una legión de reptiles. Vale la pena verlo. Repito: Edmundo Varas se debe estar riendo a carcajadas en alguna parte.

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