Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Abril 27, 2011

En el país de las 21 hrs., Bernardo de la Maza presenta en "Meganoticias" un reportaje sobre "La guerra del completo en Santiago". En el país de las 21 hrs., De la Maza ya no es el autor de un libro sobre la caída de la Unión Soviética ni la cara visible de las noticias de TVN en los primeros años de la transición. En el país de las 21 hrs., a De la Maza la cara se le desfigura mientras masca las palabras, pronunciándolas más lento, como si tuviera que creérselas a la fuerza. Apenas lo logra. El reportaje dura 16 minutos y es tan increíble que parece un mockumentary. Para hablar del auge del completo como la comida rápida predilecta de los santiaguinos, se cita a los filósofos griegos, se muestran primeros planos de gente con mayonesa en la boca en el Portal Fernández Concha, se presenta a un señor gordo de lentes, que parece un CNI jubilado como un catador de completos, se invita a un chef a comprar chucrut por La Vega y, por un minuto larguísimo, se deja la cámara fija en un cocinero que trata infructuosamente de hacer 10 panes en ese lapso.

El gesto de De la Maza muestra lo que pasó: los noticieros centrales terminaron reemplazando a las teleseries como el folletín urgente de la vida chilena, como aquel relato melodramático con el que tenemos una cita diaria. Así, cuando las teleseries nocturnas se convirtieron en las nuevas vespertinas, programas como "Última mirada", "Medianoche" y "Telenoche" terminaron siendo los que influenciaban la agenda del día siguiente. Por lo mismo, ¿qué hacer con los centrales? No mucho. Lo obvio: aumentar la duración de los bloques de reportajes y el fútbol. Lo no tan obvio: estirar como fuese la hora y media que duran los shows de noticiarios desde el terremoto, mientras se apelaba al ciudadano de a pie para hacer sus denuncias. Lo extremo: echar toda la carne a la parrilla, enfatizar lo policial hasta llegar a lo gore, amplificar la realidad hasta hacer de ella una parodia llena de sangre y muerte, donde la investigación responsable es reemplazada por la cámara testigo (casi siempre de celulares ) y la documentación, por los youtubazos y el apoyo de una legión de psicólogos y numerólogos ansiosos por decir cualquier cosa.

Así fue como surgió nuestra mejor ficción del presente: el país de las 21 hrs. Un país hecho a partir de una política de explotación de imágenes cada vez más truculentas. En este relato (que programas como "P.D.I" o "133, atrapados por la realidad" llevan a la categoría de arte) lo que importa es justamente esa condición ficcional que no parece asumirse en ningún momento. Todo está armado para provocar alto impacto: las lágrimas y la sangre, las puertas que se abren a patadas, los cadáveres tapados con plástico. Ahí, las recreaciones con cámaras brumosas están a la orden del día y las imágenes más fuertes son repetidas en un loop incesante. Porque el shock debe ser total. En esa zona de guerra, la cámara está lejos de otorgarles dignidad a las víctimas, las que -si son de clase popular- a veces hasta carecen de apellido y se les muestra llorando o llenos de rabia en close-ups que los desfiguran, borrándoles cualquier entorno o contexto, despojados de cualquier empatía, con su drama caricaturizado hasta decir basta.

Como en las peores novelas naturalistas, que estaban documentadas hasta la saciedad, pero carecían de cualquier sensibilidad humana, en el país de las 21 hrs. lo real no alcanza ninguna clase de espesor y dudamos de la veracidad de cualquier palabra.

Ese país de las 21 hrs. mete miedo porque luce como esa ficción melodrámática y psicotrónica que nuestros culebrones apenas han vislumbrado en los últimos veinte años. Ese Chile es un territorio asediado por las pandillas y los narcos, donde el femicidio es una epidemia y el bullying azota las aulas escolares. Ahí,  los vecinos viven asustados del otro, escuchando a lo lejos los balazos que marcan las horas de la madrugada.

El país que muestran esas notas es, quizás, la peor y más camp de nuestras telenovelas, a pesar de que no hay nada inventado en él. Su moral, que es la moral de LUN y de Kike Morandé y Patricia Maldonado, resume lo peor de la farándula y cierta cultura chilena. En ese lugar, en el país de las 21 hrs., lo único que vale la pena contar debe enmarcarse en códigos de lo insólito y lo exótico. Ahí, la sociedad civil desaparece y lo valioso de las historias que se ponen en pantalla se escurre hacia la exhibición de la pobreza como una forma de pornografía, como si lo único que valiera la pena fuera el plano del detalle de todo tipo de heridas, esbozando con ello los argumentos de una verdad espuria (un solapado determinismo genético o geográfico), que pone en suspenso los mismos recursos narrativos de las notas exhibidas.

El problema ahí es qué contar. Como en las peores novelas naturalistas, que estaban documentadas hasta la saciedad, pero carecían de cualquier sensibilidad humana, en el país de las 21 hrs. lo real no alcanza ninguna clase de espesor y dudamos de la veracidad de cualquier palabra. Como en esas teleseries vespertinas que ahora nadie ve, los límites entre el drama y la parodia están hechos de puro azar y las tramas siempre terminan en puntos muertos donde no se resuelve nada. En la teleserie que ahora son nuestros noticiarios, todos los actores son pésimos, la ira de Iván Núñez siempre suena calculada; la mirada de Bernardo de la Maza parece la de un impostor; la textura de la cámara, la de una recreación sin demasiado presupuesto y las voces en off de los periodistas están intoxicadas de su propia pompa. Por supuesto, vale la pena verlo porque todo aquello es entretenido en el modo en que eran entretenidos los culebrones de nuestra infancia. En el país de las 21 hrs. se narran los apuntes de una vida que parecía ser verdadera pero donde, en los rincones insospechados del decorado o en las comisuras de la boca de las actrices suspendidas en un perpetuo llanto, acecha el horror del maquillaje de lo falso.

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