Por Gonzalo Maier, desde Blanes Marzo 4, 2011

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Al final de un ensayo hermoso y cautivante, el poeta argentino Fabián Casas cuenta que echa de menos a los escritores de antes. A esos que, como Cortázar, eran mucho más que simples escritores. Eran maestros, ejemplos de vida, faros potentes en los que él y sus amigos se proyectaban, como si el barbudo Cortázar fuera el único ejemplo a seguir. Y no creo sorprender a nadie si me pongo melodramático y cuento que para nosotros, los que comenzamos a leer novelas como hambrientos cuando quedaban pocos años para que terminara la década de los 90, Bolaño fue la cachetada fulminante de un padre que hoy, en alguna parte del mar de Blanes, flota convertido en cenizas.

Porque si hay algo cierto en esta historia es que Bolaño, en ocho años veloces y radicales, desvió el destino -suponiendo que tuviera alguno- de la literatura chilena. La última estocada, ya se sabe, podría ser "Los sinsabores del verdadero policía", que llega la próxima semana a librerías chilenas.

Por eso viajar a Blanes es más que viajar a la ciudad-no-chilena más famosa de la literatura chilena. Es como viajar, por más que les pese a escritores dedicados a la diplomacia, de vuelta a ese momento de la adolescencia en que nos hablaron por primera vez en nuestro idioma.

Con los pies en la arena y frente al mar de Blanes, la Costa Brava no parece tan brava. El juego de palabras ciertamente no es bueno, pero el mar está realmente calmo, y el pueblo casi vacío. Frente al Paseo Marítimo, una costanera delgada que atraviesa el balneario y en la que Bolaño se fotografió muchas veces, está la feria que se instala cada martes y el puñado de lugareños que, para no desentonar, camina a paso de tortuga.

Blanes, visto en invierno, es un pequeño pueblo lleno de cortinas cerradas y hoteles momentáneamente clausurados que se mantendrá inmóvil hasta que en junio vuelvan los quitasoles y el olor a bloqueador solar. Entonces, en verano y repleto de turistas, Blanes se transformará en una ciudad, pero ahora, rodeado de frío y fantasmas, no es más que otro pequeño pueblo perdido una hora y media al norte de Barcelona.

Después de leer el final de "Estrella Distante", varios de los artículos recopilados en "Entre Paréntesis" o "El Tercer Reich", no es difícil imaginar a Bolaño acá, en un pueblo diminuto y lleno de pequeños cafés y fuentes de soda. Escribiendo y pidiendo un agua con manzanilla en las mesas del Terrassans, un café que frecuentaba y que está prácticamente en la esquina del que fue su departamento, en donde los mozos todavía atienden a los parroquianos por el nombre y preguntando si querrán o no lo de siempre.

Aunque todavía la ruta de Bolaño en Blanes es secreta, los que vienen tras la pista del escritor son cada vez más, y llegan buscando lo mismo que los fanáticos de Morrison o Joyce frente a sus tumbas.

A pocos pasos de ahí, en el centro de este antiguo pueblo de pescadores, que tal como le gustaba repetir a Bolaño existe desde mucho antes que los romanos, está el número 23 del Carrer del Lloro (la calle del loro, en castellano). Es el último edificio de un pasaje oscuro, de ésos que recuerdan las calles viejas y estrechas del barrio gótico de Barcelona o la antigua Palma de Mallorca. Debe tener poco más de dos metros de ancho y allá, al fondo, durante años vivió Bolaño. Ese tercer piso de cortinas verdes y con grandes manchas de pintura antihumedad era su versión privada de Esparta. Et in Esparta ego, solía decir en tono de chiste, contando que su departamento era particularmente frío y que él no haría el esfuerzo por prender la calefacción. Así pasaba inviernos tal como éste, envuelto entre chalecos y bufandas, escribiendo y saltando constantemente al número 17 de la misma calle, en donde a comienzos de los 90 vivían Carolina y su hijo Lautaro.

Joseph Brodsky, el entrañable poeta y ensayista ruso, cuenta que durante muchos años leyó los poemas de W. H. Auden sin haber visto una sola foto suya. Eso hasta que un día abandonó Rusia y encontró una fotografía de él en una revista inglesa. Así, uniendo el rostro con los poemas, asegura Brodsky, pudo comprender perfectamente la poesía de Auden. Llegados a este punto y caminando, por ejemplo, frente a la vitrina de Joker and Jocs, la tienda de juegos de mesa que tanto le gustaba a Bolaño, o mirando un grafiti que en una esquina de la playa clama por "Independencia", no hay que ser adivino para intuir que la suspicacia y la tozudez de Bolaño también tenían mucho que ver con Blanes. A fin de cuenta, él aseguraba sentirse uno más de sus habitantes, chapuceando en catalán y asimilando los viejos valores mediterráneos: "He aprendido o he vuelto a aprender, porque en esto hay que estar siempre alerta, a no avergonzarme jamás por ser pobre, algo que lamentablemente ocurre en Latinoamérica, donde hay tantos pobres, y eso es muy importante, en Cataluña uno se avergüenza de no trabajar, no de ser pobre".

Invierno en Blanes

Así, este pequeño balneario de catalanes de clase media, de gente muy amable que aún no adopta la impersonalidad barcelonesa, está inevitablemente acostumbrándose a los nuevos visitantes. Aunque todavía la ruta de Bolaño en Blanes es secreta y pese a que no encontrarán ninguna información oficial ni mapas en las calles, los que vienen tras la pista del escritor inesperadamente convertido en junkie son cada vez más, y llegan buscando seguramente lo mismo que los fanáticos de Morrison o los discípulos de Joyce frente a sus tumbas. Sin ir más lejos, y encarnando el sueño del lector militante, durante una temporada Cristina Fernández, una joven poeta española, arrendó el mismísimo piso de Bolaño en el Carrer del Lloro 23, persiguiendo inspiración y ganando, tal como el chileno, uno de esos pequeños concursos literarios. En su caso el de Calvià, en Mallorca.

Un final vikingo

A pocos pasos del departamento en el Carrer del Lloro, subiendo por Carrer Ample, la arteria principal y la calle del teatro o las tiendas, está una de las pocas escuelas de Blanes. Cerca del mediodía una hilera bulliciosa de niños baja hacia la playa y, tal como se ha construido el mito, cada mediodía el delgado Roberto Bolaño iba a buscar a su hijo Lautaro para llevarlo de vuelta a casa, a almorzar. El tramo es breve y a prueba de peligros, pero aun así, según contaba alguna vez su hijo, era parte de una rutina obligatoria y de la que él difícilmente se podía librar.

Sin alejarse del mismo Carrer Ample y de las tiendas que venden calcetines o las tradicionales y adictivas cocas, casi llegando al Paseo Marítimo, está uno de los edificios en los que desde fines de los 90 vivió Carolina López, la pareja que compartió buena parte de la vida catalana de Bolaño. Hasta el número 13 de esa calle llegaba diariamente el escritor a revisar el correo electrónico, a capear el frío o a jugar Age of Empires, uno de los tantos juegos de estrategia que lo fascinaban.

Desde ese mismo par de cuadras en donde se puede resumir buena parte de la geografía familiar de Bolaño -sólo un par de pasos separaban nuevamente su departamento del de Carolina López-, uno avanza entremedio de tiendas pequeñas y llega irremediablemente a la Rambla Joaquim Ruyra. Un par de meses antes de morir, Bolaño se mudó a esa calle, una avenida grande y bautizada con el nombre de un viejo escritor local que cae hasta casi tocar el mar, junto a la Plaza Catalunya. El número 32 es seguramente uno de los edificios más nuevos de Blanes. Ahí, en un quinto piso con vista a los tejados de la ciudad, Bolaño terminó de escribir "2666" y, gracias a un hígado que lo tenía muy debilitado, cedió a la calefacción.

En la biblioteca, en una placa que está junto al nuevo Salón Roberto Bolaño, aparece una de las tantas frases que le dedicó a este lugar: "Yo sólo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente, que vivió en Blanes, y que quiso a este pueblo".

El escritor chileno pasó en ese balneario sus últimos -y seguramente más tranquilos- 18 años. Según él mismo cuenta en "El Pregón de Blanes", llegó sin querer y se enamoró del lugar. Se mudó junto a Carolina López en el verano de 1985 para atender una pequeña tienda de bisutería que instaló María Victoria Ávalos, la madre de Bolaño, en el Carrer Colom número 28, en toda una esquina, en la planta baja de un edificio que se esconde prácticamente detrás de los hoteles que ahora esperan pacientemente por el verano. Ahí vendían desde accesorios para turistas hasta artesanía, esto último en un puestito que el mismo Bolaño gentilmente atendía en la entrada del local.

Al comienzo, apenas llegó, Bolaño intentó seguir las huellas del mapa trazado por Pijoaparte, el personaje de una novela de Juan Marsé ambientada en Blanes, que leyó estando aún en México. "Cuando la tienda me dejaba un rato libre y como pasear cansa, entraba en los bares de Blanes a beberme una cerveza y hablaba con la gente, y así fue como no encontré la casa de Marsé pero encontré amigos", recuerda otra vez en "El Pregón de Blanes", a raíz de sus primeros días en el balneario.

En la biblioteca de la ciudad, en una placa conmemorativa que está junto al nuevo Salón Roberto Bolaño, aparece una de las tantas frases que le dedicó al pueblo: "Yo sólo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente, que vivió en Blanes, y que quiso a este pueblo". Y uno da por hecho que la justicia existe y que en La Gran Muralla, un restaurante chino que solía frecuentar frente al Paseo Marítimo, o en su librería favorita, la desordenadísima Sant Jordi, en donde atiende una catalana muy seria que le encargaba libros a Barcelona, a Bolaño también lo quisieron.

Y, al final, para que Blanes sea Blanes, está el mar. Rodeando un peñasco sobre el que flamea la bandera de Cataluña, está el agua salada sobre la que Lautaro, emulando un funeral vikingo, dejó caer las cenizas. Entonces frente a esa playa, a segundos de tomar el bus para dejar el pueblo, cuando se respira por última vez el aire marino, uno cae en cuenta de que ya es muy tarde y que por un buen rato será imposible quitarse a Blanes de encima.

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