Por Álvaro Bisama Enero 14, 2011

© Rolando Morales

En su novela "Crooked Little vein", el escritor inglés Warren Ellis ponía en escena una peculiar parafilia, la de los "macroherpetófilos": gente que se excitaba con las películas de Godzilla. Metidos todos en un cine oscuro y con guantes de goma verde, ése era el límite de la pornografía underground. La teoría de Ellis era que una vez cruzados ciertos límites (los tríos y la silicona, el sexo oral y anal, el bukkake), éstos quedaban establecidos y consensuados, y ya no podían excitar a nadie. Uno de sus personajes decía que "el porno ha ya traspasado (…) Si la gente de ahí fuera quiere preocuparse por algo (…) que se preocupen por lo que venga después de nosotros".

Quizás lo anterior sirva para entender los reality shows chilenos. Mal que mal, cuando hace casi diez años Canal 13 puso al aire "Protagonistas de la fama", esbozó la regla central de los reality shows en Chile: se puede mostrar todo, menos sexo. Con ese gesto, el género se construyó acá en el sentido reverso al resto del mundo. Pudoroso, el morbo del formato quedaba sublimado y rompía la promesa tácita sugerida desde las primeras versiones de "Gran Hermano": poner al alcance del espectador una miniatura de la vida, diseñada desde un voyeurismo puesto en práctica en un mundo donde los héroes sólo sabían exhibirse a sí mismos. El éxito y la permanencia del show radicaba en eso; en los goces o las miserias de una intimidad que se presentaba como la vida misma, pero que tenía -milagros de la edición- la misma intensidad de la ficción más calculada: "Gran Hermano", a la rápida, podía poner en escena al hijo ilegítimo de Menem, mostrar acoso sexual en Australia, incluir una starlet porno en Alemania y resucitar hasta la majadería a cualquier ícono trash en Inglaterra.

Acá, en cambio, privados de sexo, los realities chilenos siempre estuvieron cojos, se filmaron en la medida de lo posible. El morbo siempre vino por lo que no se vio, nunca por lo que se mostró. Al adaptar el formato al medio local, Nicolás Quesille lo castró y lo condenó. Sergio Nakasone se dio cuenta del problema y buscó salidas: enrarecer el entorno. Cercenados, cortados, vendidos como experimentos sociológicos o patrimoniales, el modelo del "Gran Hermano" mutó hacia la puesta en escena de parques temáticos. Para eso se sirvieron de todo: la historia de Chile, el orgullo militar, la vida rural y, ahora, el futuro apocalíptico. Pero algo falló. El formato empezó a decaer hasta quedar vacío, los castings (que habían puesto en órbita a gente como Álvaro Ballero o Pamela Díaz) comenzaron a fallar. Los héroes anónimos fueron reemplazados por famosos en baja, cantantes olvidados, futbolistas retirados, ex adictos a cualquier cosa, princesitas de la noche. El resultado fue una especie de raza que vive en el extraño limbo de la farándula local: los profesionales de los realities (gente como Arturo Prat, Angélica Sepúlveda o Alain Soulat, gente como Kenita Larraín en esta versión terminal), que saltaban de un programa a otro, ofreciéndose como carne de cañón para lo que viniera.

Por supuesto, lo anterior muestra el desgaste del formato: se extreman los desafíos porque no hay nada que mostrar. Así, lo que antes era sencillo, ahora se vuelve complicado. "Año 0" es quizás el esfuerzo terminal, es la hora de nuestros propios "macroherpetófilos", que están llevando las cosas al límite. Ahí, el mundo se ha acabado detrás de ellos y lo único que queda es una cámara de televisión. Los participantes, para sobrevivir, se entregan a actividades físicas idiotas, beben su propia orina y fríen arañas pollito. Todos están vestidos como personajes de "Mad Max" o trabajadores de una bomba de bencina. El espectador contempla todo desde un extraño limbo. Quizás él mismo está muerto: no tiene mucho sentido ver un reality apocalíptico en un país que en menos de un año tuvo un terremoto, los mineros y el incendio de la cárcel de San Miguel.

Por lo mismo, sabemos que todo es precario. Sincronía: esta semana, mientras "Año 0" se esfuerza por ganarse a la audiencia a costa de golpes de efecto, Edmundo Varas protagoniza el enésimo escándalo de su vida. Varas, que participó en "Amor ciego" (el último gran éxito de Nakasone), quedó a la deriva después del show. Descentrado, intentó suicidarse a los pies de la Virgen del San Cristóbal, vendió su matrimonio a la televisión, explotó en un tribunal y fue acusado de maltrato por su mujer en múltiples oportunidades. Quizás haya una lección ahí. Despojado de un programa madre, Varas consiguió hacer de su vida el reality perfecto que se les ha escapado a los canales. En ese show, nadie se ha privado de sexo y violencia. El montaje ha sido accidentado. Nada ha sido editado. Están a la vista las tripas y los afectos. Ver a Varas recuerda demasiado los versos de Dylan: "Eres invisible ahora/ya no tienes secretos que ocultar". Posiblemente, todo termine mal. Pero lo vamos a ver, lo estamos viendo porque anhelamos ver en esa tragedia sinuosa lo que los realities chilenos prometieron y no cumplieron: la hipertrofia de la vida misma como relato, el zoom sobre las miserias de sus protagonistas, la línea de sombras que es nuestra televisión de todos los días.

*Escritor y profesor de Literatura.

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