Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Diciembre 10, 2010

Si uno quisiera, si uno se esforzara un poquito nomás, podría encontrar en la televisión chilena alegorías mucho más profundas que las que ella misma quiere construir. No es broma: el horario prime de los domingos es quizá el ejemplo más obvio. Mientras TVN se esfuerza por vender como periodismo de alto impacto un talk show que es trash por donde lo miren ("Animal Nocturno") y Chilevisión con "Tolerancia Cero" suda por ganarse el respeto de una élite que insulta día a día con engendros como "En la Mira" o "PDI"; Canal 13 coloca en el aire "Los 80", una fábula tan sofisticada como triste sobre la historia de una familia chilena.

Dirigida por Boris Quercia (quien acá escapa de cualquier comedia), escrita por Rodrigo Cuevas, producida por Andrés Wood (quien, sospecho, hace acá una secuela disléxica de "Machuca"), y con el arte -impresionante- de Rodrigo Basáez, "Los 80" ya es un clásico de la televisión local. Con tres temporadas y 28 capítulos emitidos, el relato de Juan Herrera y su clan es esa narración de la épica de la intimidad nacional que durante veinte años fue secuestrada -estéticamente hablando- por aquellos docudramas mal filmados de Carlos Pinto, llenos de violadores, asesinos y machetazos, que fueron el canon de cómo la televisión local entendió la ficción durante, quizás, demasiado tiempo.

"Los 80" escapa de eso. Está hecha de silencios avasalladores y murmullos que pueden lanzar al espectador al abismo de su propia memoria. Su historia, la de Herrera y los suyos -que todos conocemos o hemos escuchado- es engañosamente simple: la vida de una familia chilena en los años finales de la dictadura de Pinochet. Interpretado por un Daniel Muñoz contenido, que ha olvidado cualquier tic de comedia, Herrera delinea la épica de sus batallas cotidianas: que su negocio de ropa usada sobreviva, reprimir el deseo por Berta Lasala, educar moralmente a los suyos, tratar de dormir con la conciencia tranquila.

Casi nunca lo logra. Lo ahoga el ruido de fondo, el murmullo de un país que lo cerca, de un Chile que lo agobia. Porque el horror está a la vuelta de la esquina, el horror está hecho de las noticias manipuladas por el gobierno, está delineado en las sombras de cada calle del centro, late en la amenaza de la cesantía y la promesa del hambre, en los destellos de la guerra sucia que se cuelan como mensajes cifrados en el aire del centro de Santiago, pero también en las distancias que cada palabra suya debe recorrer cuando habla con su mujer y sus hijos.

Hecho de silencios,  Herrera es como el Cristo de Elqui que alguna vez usó Parra como máscara: su cara, sin desearlo, está pintada de luto. Quebrado por un presente que se le escapa, Herrera acomoda como puede su dignidad, mientras lo que lo rodea está a punto de desaparecer: su mujer se lanza a la vida laboral, su hija se encuentra en la clandestinidad con su novio del Frente, su hijo da vueltas por la noches del underground y escucha a Los Prisioneros y Los Pinochet Boys. A veces, como en uno de los últimos capítulos, aparece su propio padre, vuelto un fantasma aun más silente que él.

Gracias a todo eso, "Los 80" compone la gran novela sobre la dictadura chilena: en la serie, la política es un ruido de fondo que determina a los personajes. Eso está expresado en el silencio y la melancolía del protagonista, para quien cada día es un despeñadero. Él representa quizás la epopeya que nadie había contado del período: el relato amargo de cómo los espacios privados y los afectos familiares sobrevivieron y cambiaron, acosados por las sombras del autoritarismo. Vale la pena: así, mientras Chilevisión y TVN se esfuerzan por entender el presente para pautearlo y sacar rédito de él, "Los 80" recupera un pasado invisible, hecho de la luz de objetos que ya olvidamos. El espectador se encuentra a sí mismo ahí, se debate entre el reflejo de lo que alguna vez fue y de lo que es ahora. Porque "Los 80" es un relato sobre los objetos que describieron alguna vez nuestra intimidad sin ningún asomo de vintage. Por el contrario, las zapatillas North Star, los abrigos largos de la ropa americana y los platos de vidrio café nos devuelven a un mundo tan frágil como imperecedero, un lugar tan precario que creímos haber olvidado, pero que en esa reconstrucción -que afectiva, jamás puramente documental- nos atrapa, sugiriendo que quizás nunca hemos salido de ahí. Quizás por eso la serie saca lágrimas y, a veces, es tan insoportable de ver. Porque en las manos de Quercia, Cuevas, Wood y Basáez, Chile se presenta como una pesadilla kafkiana dibujada en el centro de un Santiago gris, donde el eufemismo es un arte que tiñe las conversaciones.

Y aunque ya sabemos como termina todo, vale la pena verlo de nuevo. "Los 80" nos devuelve a lo que no se escribió ni se filmó en la calle sino en el living y los dormitorios de las casas, en los patios de las universidades, en las piezas de moteles invisibles, en las galerías secretas del centro. Ahí, todo se va hacia dentro. Todos nos quedamos atrapados en esos gestos que Herrera y los suyos interpretan como nuestra verdadera tragedia griega y como nuestra única comedia chilena. Esos gestos: las lágrimas se tragan, los puños se aprietan, los abrazos que tapan el llanto o la risa.

*Escritor y profesor de Literatura.

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