Por Alberto Fuguet* Octubre 15, 2010

El oficial de inmigración peruana lee el formulario y, sin levantar la vista, murmura para sí mismo: «Escritor». Después mira al sujeto y se da cuenta de quién exactamente está frente a él.

-Buenos días. Tanto tiempo que no estaba por acá.

En efecto, son más de tres años que Mario Vargas Llosa no pisaba suelo peruano. Una década que no vive acá. Pero ahora está aquí, pisando el suelo, y las coincidencias son demasiadas: una novela sobre un dictador que, según todos, y según él, está entre lo mejor que ha escrito en años; un dictador diferente (Fujimori) que sigue en pie, aunque apenas; una segunda vuelta inédita; un candidato insólito (Toledo), casi sacado de uno de sus libros, que cuenta con todo el apoyo internacional, y con el del propio escritor que casi fue presidente y que, a última hora, fue derrotado de una manera que sólo puede ser calificada de novelesca.

-Todos los funcionarios del mundo sospechan cuando leen «Escritor» -dice-. Quizás tengan razón, ¿no? Es como para sospechar.

***

Hay un chico que espera entre los autos de la playa de estacionamientos del aeropuerto Jorge Chávez de Lima-Callao. Bajo su cara dura, cobriza, estallan unos ojos, levemente bizcos, que delatan esa furia, esas ganas, intensas, avasalladoras, senderistas, que algunos peruanos tienen de escribir. En su mano derecha David sujeta, firme, un ajado ejemplar de El pez en el agua. «El mejor manual de supervivencia literario que se haya escrito», dice. «Aquí está todo, hermano. Todo lo que necesitas saber para convertirte en escritor y no ser derrotado en el intento. Varguitas salió adelante a pesar de todo. Se convirtió en lo que quiso ser. Yo quiero lo mismo. ¿Entiendes?».

Del parque Salazar -clave en la escenografía vargasllosiana- queda poco. Lo que ahora está, en cambio, es Larcomar, un paseo-shopping, lleno de acrílico y luces, una perfecta mezcla de lo huachafo y el estilo global/tierra de nadie.

La aduana del recinto aéreo termina abruptamente y los pasajeros salen al pavimento, al estacionamiento, sin aviso previo. No es una llegada atractiva. Pero, al menos, es honesta. Esto es el Perú, de golpe. Aquí sólo los duros sobreviven. El sol desértico cae sin timidez. Unas vallas metálicas atajan a los que esperan. Cientos de personas se agolpan detrás. Hay guardias con metralletas que no se inmutan. También está la prensa. Mucha prensa. Una jauría de prensa.

Vargas Llosa, traje impecable, aunque algo arrugado por el vuelo desde Santiago, comienza a saludar a su gente, a sus dos hijos hombres, tan distintos entre sí. Pero la prensa llama. Atrae. El político que todavía es, que seguirá siendo a pesar de sí, se acerca a la valla. Los tres agentes de seguridad están cerca, confundidos en la muchedumbre, alertas. Los micrófonos forman un pulpo que late.

-Lo primero que quiero decir es que apoyo sin reservas una candidatura, la de Toledo, que ha conseguido unificar a la oposición y movilizó a los peruanos.

El chico mira, detrás de los reporteros, en segunda fila, más allá. Ahí está Vargas Llosa, a pasos, en vivo y en directo, como nunca lo había visto en su vida. En 1990, cuando VLL circuló por las calles en plena campaña, David tenía doce años. Aún no lo leía pero, como todos los peruanos, ya sabía quién era.

-Tiene el pelo totalmente blanco -comenta-. Parece un abuelo. Y un presidente, ¿no? Camina como presidente. Habla como uno.

La comitiva de Vargas Llosa se sube a los autos y, sin que uno se percate, desaparece. David se quedó sin firma. Intenta no delatar desesperanza. Camina lento hacia la avenida Faucett, donde tomará la combi, repleta, gritona, rumbo a Lima.

-Al menos vi al pata.
Luego anota la fecha en su libro: 6 de mayo, 2000. Aeropuerto J. Chávez.

***

Mario Vargas Llosa: La ciudad y los huachos

El parque Salazar era uno de los corazones de Miraflores,el distrito residencial de Lima. Estaba ubicado en el malecón, sobre uno de los acantilados que caen encima del Pacífico. Del parque Salazar -clave en la escenografía vargasllosiana-  queda poco. Lo que ahora está, en cambio, es Larcomar, un paseo-shopping, lleno de acrílico y luces, una perfecta mezcla de lo huachafo y el estilo global/tierra de nadie. El fin de Larcomar es divertir. Hay cines, discos, pubs y muchos restaurantes con nombres en inglés. Larcomar fue construido (por empresarios chilenos) debajo del parque, en el acantilado, robándole terreno al cerro.

-Por lo menos pudieron mantener el parque y construir todo esto debajo.

Luego agrega, nostálgico, envejecido:

-Han roto recuerdos de mi adolescencia, y eso es imperdonable.

Vargas Llosa, de sport, es otra persona. Se ve mejor formal. Uno lo ha visto tanto de traje, de corbata, impecable, inmaculado, que, así, con camisa manga corta y el pelo al viento, parece más un dirigente de fútbol. Lima está con sol, pero la niebla, que cubre toda esta parte de la ciudad como una frazada sucia, no deja ver el mar.

-Bastó que hubieran fundado Lima veinte kilómetros más al sur, o al norte, y esta ciudad sería otra cosa -explica mientras camina por el malecón rumbo a Barranco. Los tipos de seguridad lo siguen. Cada tanto, gente se acerca a saludarlo. Es, después de todo, un vecino.

-Mi primera casa en Lima fue en Magdalena. Luego llegué a Miraflores. Mi barrio era Diego Ferré, una calle que está aquí no más. A dos cuadras. En esa época, tu barrio era tu mundo.

Aparte de los relatos que forman Los jefes, MVLL no ha vuelto a escribir cuentos. Pero, a lo largo de esta corta, agitada, intensa, estancia en Lima, contó varios. Casi todos, además, ambientados en este barrio.

-Yo habré tenido unos doce y al barrio llegaron unas hermanas, un tanto mayores; de unos trece y quince. Eran bastante atractivas, y algo alocadas. Sus juegos con los hombres del barrio iban un paso más allá, lo que nos fascinaba y, también, aterraba. Esto nos sorprendió muchísimo. Yo intenté enamorar a una de ellas, con malos resultados, claro.

La neblina es húmeda, helada y viscosa. Parece como si, más allá, un equipo de cine estuviera filmando una película de terror y la máquina de efectos especiales hubiera fallado.

El escritor, de sport, es otra persona. Se ve mejor formal. Uno lo ha visto tanto de traje, de corbata, impecable, inmaculado, que, así, con camisa manga corta y el pelo al viento, parece más un dirigente de fútbol.

-Estas muchachas eran chilenas. Por eso, además, hablaban distinto y, pensábamos, actuaban así. Mi tía, que había nacido en Chile, escuchó hablar de estas compatriotas e, intrigada, las invitó a tomar el té junto con los otros chicos del barrio. Mi tía las interrogó, les preguntó cosas muy específicas de Santiago. Cuando se fueron, me dijo: Estas chicas no son chilenas. Son unas impostoras. Y lo eran, claro. A mi tía no fueron capaces de embaucarla. Resulta que los padres de las chicas les habían dicho que se hicieran pasar por chilenas para que así las aceptaran. Eran de Breña, un barrio de medio pelo de acá de Lima. Los padres habían hecho cierto dinero y lograron cambiarse a Miraflores. Habrán pensado que, como extranjeros, tenían más posibilidad de integrarse. No fue así. No había pensado en ellas hace décadas. Qué historia más patética, ¿no crees?

***

En Lima no hay taxímetros. La tarifa se negocia cara a cara.

-Hasta la casa de Vargas Llosa son cinco soles -explica el taxista, que es chino. Oriental. Japonés, en rigor. Votará por Fujimori, pero no por un asunto de lealtad étnica.

-Quizás sea una dictadura, quizás se cometan excesos, pero hay orden y tranquilidad.

Todos los taxistas saben dónde está la casa de Vargas Llosa. No la dirección exacta, pero saben que es en el Malecón de Barranco. El Malecón Paul Harris.

La casa ya no es una casa. Es un espléndido edificio blanco de seis pisos. Unos amigos de la familia se hicieron cargo cuando se fueron en el 90. Destruyeron la casa y construyeron el edificio. El quinto y el sexto son de VLL. Los otros pisos son de amigos. Todos miran al mar: el mar cubierto de niebla que se escucha allá abajo, al final del acantilado. Uno ingresa a la casa del escritor por el sexto. El ascensor da a una iluminada oficina donde trabajan, a tiempo completo, dos eficaces y cercanas secretarias que son, en rigor, algo así como sus socias. Ellas coordinan la empresa literaria que es Mario Vargas Llosa. Y el tiempo apenas les alcanza. Las paredes están tapizadas de portafolios con todo lo que MVLL ha escrito o se ha escrito sobre él.

Sentado al final de la oficina, en un cómodo sillón que mira hacia la terraza, tomando Inca Kola, está Iván Thays. Es un chico tímido, callado, que pareciera estar siempre casi a punto de llorar. Thays es escritor y de los buenos. Su última novela se llama El viaje interior. Thays es peruano y, la verdad, no es tan joven. Tiene 32, pero usa el pelo muy largo, como rockero, y su cara es flaca, huesuda, y sufre la maldición de sentir demasido.

Mario Vargas Llosa: La ciudad y los huachos

Thays está aquí, en la oficina, esperando conocer a Vargas Llosa. No está aquí para entrevistarlo. De hecho, ahora mismo otro periodista con ganas de ser escritor está entrevistándolo. Thays está acá porque lo llamó Rosi, una de las secretarias, por encargo de Vargas Llosa para invitarlo a almorzar.

-No puedo creer que estoy acá -dice, susurrando-.

Espero no quebrar nada.

Es primera vez que Thays está en este departamento. La razón que lo tiene aquí, asustado, es un artículo que escribió, hace años, para un periódico mexicano, a raíz de la aparición de Cartas a un joven novelista. Un resumen de ese sentido texto apareció en El Comercio el día en que VLL aterrizó. El artículo, dice, entre otras cosas, esto: «...entonces era un adolescente y caminaba religiosamente a su antigua casa, en un malecón barranquino, para atisbar su biblioteca de cortinas abiertas y tratar de verlo revisando alguno de sus libros. Yo aún estaba en el colegio, pero ya quería ser escritor, o más bien un narrador, una persona que contase historias tan bien como me las contaba Vargas Llosa... y aunque Vargas Llosa nunca apareció como una sombra detrás de las cortinas para darme el consejo, el consejo ya estaba dado en su presencia invisible y la rutina del viaje hasta el Malecón. Insiste, me dijo esa sombra. Y yo, desde entonces, y espero que para siempre, insisto».

Vargas Llosa aparece con el periodista, saluda a Thays con afecto y gratitud y, rápidamente, como si se conocieran de toda la vida, lo acoge.

-Ven a conocer la biblioteca, Iván.

Esta noche -esta tarde- VLL presenta, en la Universidad de Lima, la novela. Se calculan más de 2.000 asistentes. Lo presenta Alfredo Bryce Echenique. También tiene que despachar su columna quincenal para el diario El País, la misma que se reproduce en todas partes, incluyendo Caretas. Pero VLL desea almorzar, al menos un día, tranquilo. Con Thays, Patricia, su mujer, y Rosi y Julia, sus socias.

La biblioteca que VLL tiene en Lima es profesional. Parece la de una universidad americana. 15 mil títulos, anaqueles, laberintos. El escritorio mira al mar. Hay un inmenso cuadro con Varguitas joven, y unos perros. También posee una salita para entrevistas. Sin embargo, ésta no es la casa de Vargas Llosa. Lo es pero no la usa. Él no vive acá. Ha ocupado este escritorio envidiable no más de veinte veces. En diez años.

El grupo baja al quinto piso, al comedor rodeado de vidrio, y se sientan a la mesa a comer cebiche.

-A ver, cuéntame, Iván, ¿tú eres limeño?

***

Ser joven nunca ha sido fácil. Ser joven y no contar con
tu padre, menos. Ahora bien, todo se complica aún más si uno es joven, quiere ser escritor y anda buscando un padre por ahí. Un padre literario. Un padre a secas.

Los padres biológicos, se sabe, no se eligen. Al revés, muchas veces se padecen. Con los padres literarios, sin embargo, sucede algo parecido. Uno cree que los elige, pero no es así. Se heredan, te son impuestos, uno tropieza con ellos sin estar del todo preparado. Los padres que valen son los que te forman antes de que tú mismo desees formarte. Te marcan y, muchas veces, esa huella no es indeleble. Esto es, por cierto, peligrosísimo. A muchos escritores y escritoras a veces les sucede que es tal el deslumbramiento que sienten por sus padres que, antes de que encuentren su voz, la presencia del gigante ya los ha aplastado. Más que hijos, terminan como sus esclavos. Sus publicistas. Sus ilustradores.

 

Los escritores tendemos a mirar todo como si fuera una novela. En un mundo caótico, juramos que puede existir un orden y, tal como en los buenos libros, apostamos por esos momentos epifánicos en que uno cambia. En que algo se te devela y uno termina mirando las cosas de otro modo. De un modo mejor. Uno de esos momentos fue cuando cayó en mis manos el libro de cuentos Los jefes. Ese mismo mes, de uniforme, con la corbata mal anudada, me tragué, entre excitado y aterrado, el combo adolescente completo: Los cachorros y La ciudad y los perros. Nada se compara con leer algo que está escrito especialmente para ti. Directamente. Tenía la edad justa. Era el momento justo.

¿Quién era Vargas Llosa y por qué escribía esas cosas sobre mí?

***

Mario Vargas Llosa: La ciudad y los huachos

Lo chicha es el regalo de Fujimori al mundo. La cultura chicha es una suma de subculturas, incluyendo la popular, la masiva, la de la sierra que bajó a la ciudad. Es el mal gusto llevado al límite. Es lo procaz, lo sensacionalista, lo analfabeto, lo chillón. Es la irrupción de las masas y el terror de las elites. La prensa chicha deja a la prensa amarilla de otros países como suplemento cultural. Estos tabloides multicolores tapizan los quioscos y los llenan de lodo fosforescente.

A VLL le quedan pocas horas antes de partir y sale a recorrer Lima en auto. El centro, la Plaza de Armas, la plaza Bolívar. Luego, el barrio chino. Más allá del barrio La Colmena, y de la vieja facultad de San Marcos («En ese edificio estudié»), los autos se detienen en la Alameda Chabuca Granda.

Unas vendedoras lo saludan cariñosas. Le cuentan que lo echan de menos, que hace falta.

-Pero ustedes no votaron por mí -les responde, risueño.

Después camina hasta la orilla del río Rímac. Lo mira.

No dice nada. Pero es obvio que algo piensa. De regreso al auto, VLL se detiene frente a un quiosco. Todo lo que ha dicho -en las conferencias de prensa, en entrevistas, en la televisión, en la presentación- se ha escuchado, y fuerte. A Montesinos, la mano derecha de Fujimori, lo trató de «criminal, ladrón y cómplice de torturadores». La prensa chicha -El Chino, La Yuca, El Ojo- ataca hoy de vuelta: «Miserable no merece ser peruano: Varguitas no quiere a su padre ni a su patria».

Otra portada:

«El escritor plagiador y enemigo del país, el español Mario Vargas Llosa, llegó al país sólo a fregar la paciencia y a incentivar aún más que Choledo la violencia».

Una más:

«Como siempre, viene, miente, insulta y se va».

VLL los mira y dice:

-Esto es una vergüenza para el Perú.

Luego mira el titular de nuevo.

-Aunque no está mal escrito -y se ríe con todos sus
dientes-. Hay que reconocerlo.

***

Soy de la estirpe de los que creen que fueron criados por la familia equivocada, pero con los libros y las películas correctas. Esos tres eran los libros correctos.

Aún no se me ocurría ser escritor, todavía no escuchaba el llamado de la vocación, pero ahí dije: yo también puedo hacer esto. Lo que es falso, claro. Aún no he escrito nada como ese cuento «Día domingo» ni, menos aún, «La casa verde», pero lo importante es que VLL me hizo pensar que sí lo podía hacer. Que lo podía imitar: su mundo es amplio, generoso, abierto, democrático, todos caben. Su mundo era su mundo, por cierto, pero también era el mío. VLL me dijo desde muy temprano: la gente de clase media, que toma helados y va a la playa o a colegios horrorosos, también son un tema digno de transformar en arte. Úsalos. Aprovecha tu propia experiencia. No todo es imaginación febril y exuberante. Lo fascinante de VLL es que sus libros no parecían arte, no tenían ese olor culterano y denso y, sin embargo, casi de refilón, me hacían sentir cosas. Los libros de VLL parecían inyectados de vida.

Años después, en la universidad, Vargas Llosa me atacó de nuevo. Fue el año 1984. Ese año salió a la calle Historia de Mayta. Me pareció el mejor reportaje que jamás había leído. No podía respetar al resto de mis profesores después de eso. Entonces me lancé a su díptico sobre escritores en ciernes y periodistas con los ojos abiertos: Conversación en la Catedral y La tía Julia y el escribidor.

Vargas Llosa me dijo desde muy temprano: la gente de clase media, que toma helados y va a la playa o a colegios horrorosos, también son un tema digno de transformar en arte. Úsalos.

¿Quién era Vargas Llosa y por qué escribía esas cosas sobre mí?

De nuevo: momento justo, libros justos. Ya no cabía duda.

La vocación estaba y los planos arquitectónicos descansaban ahí, listos para ser afanados. La genialidad de Vargas Llosa es que no es un genio. Leyéndolo, uno siente que la disciplina, el trabajo y la mirada es lo que importa y la base de todo. VLL no era un poeta, un excéntrico, un mago. A pesar de todas sus experimentaciones, lo suyo es clásico. Y, como tal, permite que todos aprendan de él. Y si uno tiene suerte, no se nota.

Esto no lo pienso yo, solamente. Cada día me topo con más hermanos que me dicen -que sienten- prácticamente lo mismo. Son pocos los padres que permiten eso. Darte tanto y, a la vez, dejarte libre.

Si Vargas Llosa hubiera sido elegido presidente dudo que hubiera logrado hacer lo que hizo, desde un puesto mucho más abajo, acá en la república de las letras. Vargas Llosa democratizó la literatura y les dio oportunidad a todos para que creyeran en sí mismos. Sólo por eso, que no es poco, estaré siempre agradecido y en deuda.

Mi impresión es que no soy el único. Yo, que partí solo, me he ido dando cuenta de que tengo muchos más hermanos de lo que imaginaba. Somos muchos, y estamos en todas partes.

***

El sol ya se puso, pero aún queda una luz flotando arriba del frío Pacífico. La calle es angosta y está resbaladiza por la niebla y el mar que salta sobre ella. La larga calle -pareciera que no terminara- separa el mar del muro del colegio militar Leoncio Prado. Es como si el colegio se cayera directamente al mar. El viento azota el muro pero no lo bota.

-Está de otro color -dice Vargas Llosa-. Y los muros están más altos.

Los guardias lo dejan entrar. Saben perfectamente quién es. El permiso ha sido autorizado. Que ingrese. Debajo de la estatua de Leoncio Prado hay unos perros. Es la hora del cadete. En medio de la niebla oscura, se escuchan las voces roncas, escupiendo invectivas contra los chilenos.

El avión partirá pronto. Es hora de irse. Ya está oscuro.
Los cadetes marchan hacia el rancho.

-Yo no hubiera sobrevivido aquí ni un día -comenta alguien.

-Por eso me puse a escribir -dice Vargas Llosa.

El viento barre su voz y lo silencia.

-Qué otra arma tenía para defenderme.

Publicado originalmente el año 2000 en Revista Paula y en Primera parte, recopilación de artículos periodísticos de Alberto Fuguet.

*Escritor y cineasta.

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