Por Álvaro Bisama Octubre 1, 2010

No es un mal comienzo, por lo menos en la ficción: alguien le dispara al presidente y el presidente cae, y luego su mujer se lleva el cuerpo herido para la casa y habla por él, que está en coma. Mientras todo -los personajes, la claridad de la trama, el país- se cae, ella escribe. Sentada en una silla imperial que se sostiene de milagro, anota, recuerda, se ordena.

Ése es el centro de "Primera Dama", la teleserie vespertina de Canal 13 que, pese a que va tercera en el rating, es una de las ficciones más extrañas de este aún más extraño Bicentenario. Digo extraño porque el decorado del culebrón clásico parece acá convertirse en otra cosa. Sí, ya sabemos que la estructura temporal se parece a "Lost": in media res y un largo flashback lleno de delitos políticos que en realidad son crímenes del corazón.  Sí, ya escuchamos sobre el centro del asunto: Sabina (Celine Reymond) se escapa de una caleta de pescadores, se pone a trabajar en un teatro y luego se inmiscuye en la vida del candidato presidencial Leonardo Santander (Julio Milostich) para retorcerla para siempre y de paso, conquistar al país desde los balcones de La Moneda. Sí, la trama es la misma que la de "Ángel Malo", que "Primera Dama" parece citar como una obsesión constante, pero reinterpretada en clave hardcore. Sí, Sabina está poseída por la misma clase de hambre que la Nice de Carolina Arregui, que acá hace de su madre. Sí, es la misma teleserie, pero es distinta, más rara, más perversa, más obsesiva.

Porque Sabina parece loca y santa y se muestra casi siempre tan violenta como conmovedora, tan incómoda como entrañable. Su mejor atributo es leer a los otros mejor que ellos mismos y devolverles esos deseos como una maldición hecha de promesas cumplidas: el candidato presidencial que mira en el espejo sus arrugas mientras hunde la panza y fantasea con enamorar a una joven, el empresario teatral que desea la legitimidad que otorga la cercanía con el poder político, el vestuarista teatral que desea convertir su aburrida vida en un drama operático. Así que el espectáculo de la teleserie es ése; el ver cómo Sabina se acomoda entre el ego para volverlo un laberinto de ficciones desesperadas. Reymond (que antes había interpretado a una adolescente loca de sífilis y a una etérea musa cyberpunk) subraya ese carácter donde lo angelical convive con lo histérico al modo de una nínfula tardía que sabe exhibirse como el espejo de las ansias ajenas, que cubren -como capas hechas de ficción- el vacío de su propia desesperanza.

Pero no se detiene ahí el cuadro que escribe a diario Sebastián Arrau, pues en su relato roza cierta iconografía local con una libertad que a gran parte de nuestro arte político le ha faltado, al punto que deberíamos agradecerle a Canal 13 que la confusión interna sea tal que hayan decidido exhibir "Primera Dama" como producto estrella. Mal que mal, liberada del deseo de poder explicar la historia nacional, "Primera Mama" se mete de lleno en ella. Aquí se juega a merodear el origen y el desarrollo de un magnicidio, al leerlo desde las tensiones entre el teatro y la política, entre el deseo y sus máscaras. Y es también aquí donde el relato le debe -y me gustaría que fuera así- tanto a Philip Roth como a Óscar Contardo. A Roth, porque en "Pastoral americana" o "Me casé con un comunista" aparecía la misma pulsión que anima al culebrón del 13: la política se instala desde los territorios del cuerpo, desde la perversión de la intimidad. Y a Contardo, porque en "Siútico" se iluminaba una radiografía del arribismo chileno al modo de una comedia dolorosa de cuerpos perdidos en la batalla de la historia, chocando con ellos mismos, deshaciéndose a cada instante.

La Sabina de Celine Reymond hace converger a ambos en la pantalla. El arribismo es leído como una especie de juego relacionado con la piel y la política, como una acumulación de deseos sexuales resueltos en público. El arribismo es, en el fondo, una forma de la pornografía. Por lo mismo, no es una teleserie tranquilizadora, ni amable y está lejos de cualquier ligereza. Mal que mal, el culebrón vespertino fantasea sobre atentados al presidente y primeras damas malévolas, hilvanando un relato donde el espectáculo y la política se unen hasta hacerse indistinguibles. La sugerencia es obvia: ambos deben leerse como ficciones que comparten los mismos gestos.

Teleserie acorde a los tiempos, carece de cualquier republicanismo, los políticos se comportan como actores y el aparato del Estado está al servicio de las fantasías de la protagonista. Lo anterior no deja de ser inquietante: ésta es una de las mejores fantasías distópicas sobre la disolución de la República, sólo que no viene en formato sci-fi sino como el relato de una muchacha delgada que también es un monstruo. No está mal, la verdad. Después de años perdidos en el limbo de comedias idiotas como "Gatas y tuercas" y engendros como "Feroz", Canal 13 apunta a recuperar el target vespertino ejecutando lo que bien supo hacer TVN en los años 90: describir sin querer los códigos más urgentes de nuestra identidad. Pero el horno no está para bollos. Hace diez años, esas respuestas eran consoladoras. Hoy en día, son pura desesperanza. Ahora mismo "Primera Dama" se escribe desde el lugar exacto donde convergen de manera obvia Cecilia Bolocco y Carlos Menem, pero también Joaquín Lavín y Vasco Moulian; y Sebastián Piñera y su hermano Miguel; ese extraño infiernito mediático en el que se ha convertido la política en nuestro presente.

*Escritor y profesor de literatura.

 

Relacionados