Por Álvaro Bisama Julio 16, 2010

¿Hay humor político en la televisión chilena ahora mismo? No lo sé. La imagen de Stefan Kramer imitando a Piñera hace un par de semanas puede ser apenas un parpadeo, un destello transitorio. Mal que mal, los humoristas chilenos no quieren derrocar al gobierno sino que gustarles a los niños. Sus aspiraciones son tan contradictorias como surreales. Basta pensar que en el momento de su mayor éxito, Gigi Martin y Mauricio Flores aspiraban a que Melón y Melame -paradigma de cualquier clase de chiste grosero local- tuvieran su propio programa infantil.

Algo pasa con el humorista chileno. Formado antaño en la bohemia, después en "Sábados Gigantes" y luego en la calle, ahora quiere que lo quieran, que el público se compadezca y llore con él. Quiere un abrazo o una terapia antes de dedicarse a exorcizar al respetable. No se quiere inmolar de ningún modo, ni vengarse de nada, al punto de que nuestros dos únicos capos cómicos viven hace rato en el planeta de la autocomplacencia: Che Copete lleva años en piloto automático en "Morandé con Cía.", y Coco Legrand  llevó a una pequeña Pilar Sordo a vivir en su cabeza, ahí mismo donde antes residió la neurona del sarcasmo.

Por lo mismo, salvo contados casos, los chilenos no hacen humor político en la televisión. Le tienen miedo. El formato les queda grande, hay demasiado respeto por las instituciones.  Los políticos chilenos no merecen imitaciones, ni dan para chistes. Nadie les falta el respeto por miedo o -y esto es peor- por puro desinterés. Los momentos de verdadero peligro son tan escasos como invaluables: "El desjueves" y la ONEMI, casi todo "Plan Z" (ver a Gumucio como Allende sigue siendo tan surrealista como impagable), el profesor Salomón sentado con el ministro de Educación y la actuación de Rodrigo Salinas matando gente a destajo como el Ratoncito en "El Club de la Comedia" . Del "Jappening con ja" (un programa cuya longevidad era proporcional a su decadencia) mejor ni hablar: salvo la resaca de Fernando Alarcón, nunca hubo demasiado.

Y está Kramer.

Por ahora, podemos confiar en él y no sé si eso sea mucho o poco, pero sí funciona como una señal tan potente de los tiempos que corren.  Mal que mal, Kramer es el mejor cómico de su generación. Es el más dotado, el más rápido. Sabemos su historia: es profesor de educación física, fue de menos a más como comediante, refinó sus habilidades, triunfó en Viña, terminó teniendo su estelar con Camiroaga.  Su habilidad siempre estuvo a la vista; el boxear interpretando a quien protagonizara la agenda del día, subrayar las barbaridades de la farándula, poner sobre la mesa sus falsas ínfulas de ascenso social y poder. Aquello, hay que decirlo, funcionó con resultados desiguales: si su Julio César Rodríguez vuelve al original aun más retorcido y extraño; su Kike Morandé luce como versión más que fiel al original.

Pero ahora parece que ha ido más allá. Kramer, quizás sin darse cuenta, ha cambiado. Antes, su sarcasmo nunca rompía el molde y hasta su imitación de Piñera en "Halcón y Camaleón" de hace dos semanas, carecía de cualquier clase de mala conciencia.  Su genialidad era un puro alarde técnico donde la mordacidad aparecía como un efecto involuntario. Pero ahora se superó. En el mismo momento en que su parodia de Bielsa le salía tan monótona como eficaz, su versión de Piñera (colgado de un teléfono, hablando como un enajenado, moviendo las manos y queriendo explicarlo todo para, por supuesto, no decir nada) lo puso a centímetros de la catástrofe.  O, la verdad, del éxito. Por supuesto, no se trataba de algo tan nuevo -el humorista ya había hecho al personaje varias veces antes-, pero desde La Moneda, aquello fue advertido como una amenaza. Problemas a la vista: veinte años de campaña no podían con una caricatura. Se les erizaron los pelos. Hasta aquí nomás llegamos, parece que dijeron y enviaron las señales de advertencia sobre el caso. Rayaron la cancha, mandaron recados, alzaron la voz. Kramer  había revelado la fragilidad de sus políticas comunicacionales, había presentado al presidente desnudo ante el espectador.

Se entiende la preocupación: exhibiendo los tics de Piñera, la máscara del comediante estuvo a milímetros de reemplazar al rostro verdadero del presidente. Si Kramer tuviera un mejor guionista -como el Jorge López que es la sombra detrás de Daniel Alcaíno-, eso quizá hubiera sucedido.  La parodia hubiera terminado reemplazando al original, el chiste revelaría que lo real siempre es un drama. Funcionó por momentos. Ahora hay que esperar. El futuro está a la vuelta de la esquina.  Un cómico se mide por sus enemigos y, la verdad, vale más el odio de la derecha política chilena que el de cualquier ex chico reality tipo Arturo Longton.

Por lo mismo, esto debería ser leído como un upgrade. Kramer, en la tele, lo hizo mejor que la Concertación completa los últimos seis meses, dedicada como está a lamerse las heridas de su autoflagelación. Por lo mismo, el comediante sería un tonto si reculara ahora, si se asustara. Hay aquí algo parecido al futuro. Si se esforzara, podría ser lo que Tina Fey fue a Sarah Palin y Will Ferrell a Bush: copias que eran capaces de bucear en los rincones oscuros de sus objetos de estudio porque que no escurrían la convicción de que el humor era en realidad una batalla moral, saltos al vacío que en el fondo sugerían que desde la verdadera sátira no había vuelta, ni redención alguna; investigaciones sin red, parodias de las sombras de la nación, la política y el poder.

*Escritor y profesor de literatura.

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