Por Álvaro Bisama Junio 18, 2010

Antes los estelares mundialeros los hacían con dos pesos y salían a flote. Jaime Celedón bailó en uno una lambada que llegó a ser mítica y, en otro, Ángel Carcavilla daba vueltas por canchas tan vacías como tristes, metaforizando con eso las ilusiones perdidas de una generación completa a la hora de ir un a Mundial. En cambio y por ahora, mientras dura el de Sudáfrica 2010, la premisa es la contraria. Que no se note pobreza. Sacar la artillería pesada y ver qué pasa. Lo sabemos: cae el espectador, caemos nosotros, cae la inteligencia, el sentido común, la fe que tenemos algunos en el medio televisivo. Ya lo sabemos: la televisión mundialera apesta, porque es en el fondo la síntesis de lo peor del medio, una colección de discursos o imágenes como cáscaras vacías, saludos a la multitud, chistes repetidos.

Y, ahora, salen todos a flote como si la consigna fuera tirar toda la carne a la parrilla. Por supuesto, no voy a comentar acá ese programa donde Javiera Contador, Viñuela y Petaccia daban vueltas mostrando las maravillas africanas. No puedo. La penosa imagen de Fernando Godoy haciéndole el limpiaparabrisas a un grupo de personas de raza negra creo que dice todo sobre cómo Mega entiende la televisión hoy en día. Tampoco me interesa "Halcón y Camaleón", que tiene casi el mismo set que "Animal nocturno", como si nadie se hubiera esforzado en mover los muebles que rodean a Camiroaga.

No. Me interesan los otros. Los productos estrella. La suma de las aspiraciones que se concentran en "La barra del Mundial" y "Tonka Tanka". Respecto al primero, una sola cosa: Rafael Araneda está a la altura de sí mismo. El tiempo ha exacerbado sus muecas y su falsa hospitalidad, haciendo de su carisma una máscara de yeso. De este modo, como si fuera un Tinelli sin sexo, su programa quiere ser el "Videomatch" que nunca tuvimos, la expresión de ese menemismo cultural que se demoró en llegar, pero que ahora golpea las puertas de nuestros sets de televisión. Cómo se explicaría entonces ver a Patricio Laguna -que es modelo, pero también concejal por Estación Central- en calzoncillos, bailando el koala y lleno de banderas de los países del mundo. Todo aquello lo hace fracasar como programa pero triunfar como signo. Así, los analistas, que se desesperan por saber por qué perdió la Concertación, tienen ahí su respuesta: aquella unión de la política y espectáculo que jamás previeron, el nacionalismo como esa ideología kitsch que fue imposible endosarle a Frei, todo destilado en las horas que dura un estelar lleno con una legión de hinchas que se agarran a la camiseta de la selección como si fuera su propia piel y saltan y gritan y fingen explotar, con el maquillaje corrido de una felicidad inmediata. 

Lo mismo corre para "Tonka Tanka". Porque mientras "La barra del Mundial" se empeña en ese populismo kitsch que sólo Rafael Araneda puede convocar, "Tonka Tanka" juega a la miscelánea. En el fondo, el programa es una cazuela hecha de demasiados materiales, que se alarga innecesariamente y que merece ser considerado de modo piadoso como la forma que tiene Canal 13 para tratar de hacer algo con la animadora, de justificar su sueldo, de ver, si por aquí o por allá, le pegan el palo al gato. No funciona. Era imposible que lo hiciera si su idea más fresca es resucitar a un Peter Veneno que sigue imitando a un Zamorano que desde hace tiempo -yo diría desde que aceptó ser el rostro de la campaña original del Transantiago o, mucho antes y peor, desde que llevó a Daniella Campos a conocer a Juan Pablo II- era una caricatura de sí mismo. Lo mismo corre para Tonka Tomicic. Canal 13 no quiere asumir lo obvio y posterga la decisión más terrible: mandarla a ese purgatorio que es desde hace años su matinal y que está maldito por quién sabe qué deidad catódica y vudú.

Cuando se ven estos programas,uno puede llegar a pensar que nuestra televisión se quedó diez años atrasada. Antaño, toda esa miscelánea, exotismo y populismo tenían sentido, cuando no existían el cable y la internet y  los animadores eran verdaderamente comunicadores que debían jugar a poner en pantalla las diferencias culturales entre Chile y el resto del mundo como el tema central de sus programas. Ahí, el fútbol se transformaba en algo más grande que él mismo. Un mundial era la excusa para ver que no estábamos tan solos, que no éramos  tan raros. Ahí, los chistes eran tan espontáneos como eficaces. Ahora, en una tele donde el rating es calculado con planillas Excel y focus groups, eso es imposible.

Quizás por eso, es entendible que un programa como "Fiebre de Baile" les gane con cierta comodidad a las apuestas mundialeras de los canales. Mal que mal, es el único estelar chileno que se puede denominar como tal. El resto son intentos, ejercicios de estilo, búsquedas desesperadas para estrujar el prime time. Quizás, "Fiebre de Baile" triunfe porque está ese Chile que se les escurre a los programas mundialeros. Está su falsa aspiración de glamour, está ese jurado que apela a la retórica del autoritarismo. Está la cebolla picada fina y el dolor verdadero. Están vidas expuestas que se deshacen al modo de una película softcore que nadie tiene el valor de filmar. Y está la pérdida del pudor y el ascenso de nuestra nueva moral del Bicentenario: la cuñada del presidente Piñera baila en colaless luego de ser saludada por la primera dama desde La Moneda. Contra eso, ni Tonka ni Araneda tienen nada que hacer. "Fiebre de baile" es el único estelar que funciona en estos tiempos porque no tiene miedo de asumirlos. El resto son cornetas, chayas y premios. El resto es plata perdida, tiempo perdido, televisión perdida. El fútbol, ya lo sabemos, está en otra parte.

*Escritor y profesor de literatura.

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