Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Diciembre 26, 2009

Pasa en Calaceite, en Sitges, en Santiago de Chile. Un hombre escribe novelas sin importarle qué suceda allá afuera. Una mujer bebe. Una niña los mira. El hombre anota todo en sus diarios. Anota como incluye en sus libros versiones transfiguradas de él mismo, de la mujer y la niña. Como los vampiriza. Como las ama. Como las destruye y se destruye a sí mismo con aquello. Éste es el centro de Correr el tupido velo, el libro donde Pilar Donoso va zurciendo a sus memorias personales los diarios, anotaciones y cartas de sus padres (José Donoso y su mujer, María Pilar) para narrar, perpleja pero sin complacencia alguna, la vida íntima de la familia.

Estamos, antes que nada, con un libro valiente: la hija que ajusta cuentas con los padres aprende a entenderlos, funde su historia o la de sus obsesiones y traumas con los de ellos. Mientras, ventila la casa, vuelve a las habitaciones vacías de la infancia y la adolescencia y se enfrenta a golpes de escritura, tan vulnerable como arriesgada, con la comunidad de sus fantasmas.

Gracias a lo anterior, y para quienes hemos leído a José Donoso desde hace tantos años, este texto es esencial. O definitivo. O doloroso. Mal que mal, Correr el tupido velo cierra muchas cosas (los extraños lazos de un escritor con su hija, la memoria del boom, los sobrevalorados mitos de origen de la narrativa chilena de la década pasada), pero sobre todo hace trizas la imagen mítica y cristalizada del más chileno de nuestros narradores for export. Es, por supuesto, un libro demoledor y será difícil acercarse a la obra donosiana sin consultarlo o, peor aún, teniéndolo como sombra. Hay quienes lo lamentarán: los académicos que han escurrido el bulto de la ferocidad de esa escritura escondiéndose en tanta paradoja textual del sujeto de sus relatos; sus viejos aprendices (algunos vapuleados de forma póstuma, como De la Parra o Gonzalo Contreras), expertos en vestirlo como un maestro del realismo cuando en realidad era un apóstol retorcido del género autobiográfico; Jorge Edwards, que termina descrito como un figurante más de la socialité chilena, el único hombre que sabe qué hacer cuando acontece una tragedia en un cóctel.

Hay más. Pero eso, quizás, da lo mismo. Si hay escándalo, éste va a durar sólo un rato. El morbo no importa. Los secretos recién descubiertos o recién confirmados de Donoso (su empecinada manía de autoanalizarse hasta la disolución de toda certeza, su tendencia homosexual, su avaricia, sus sinuosos y, a veces divertidos, ataques de  envidia) languidecen ante la anotación cotidiana de una intimidad familiar de la novela de su vida, ahora paradójica y delicadamente escrita por su hija, quien se hace cargo de esa violencia suya, la de un huracán capaz de arrasarlo todo con tal de llegar a la próxima frase, a la próxima página, al próximo libro.

Por supuesto, decir esto hace que Correr el tupido velo resulte monstruoso y aterrador. Donoso nunca pudo salir del horroroso Chile.  Trató, pero no pudo. Escapó a México y Europa, hizo clases en cuanto college se le cruzó, miró de cerca y de lejos el boom, tuvo cien domicilios en tres continentes distintos, pero terminó volviendo (en plena dictadura) para convertirse en algo parecido a los personajes de sus primeras novelas: maniático, avaro, insoportablemente narcisista, preocupado de las extensiones de su ego, asustado por las genealogías familiares, los avances de la enfermedad y la amenaza de la pobreza.

Chile es, entonces, lo que late en el fondo de Correr el tupido velo. O, mejor dicho, la literatura chilena como el disfraz del resentimiento chileno, la envidia chilena, la ligereza chilena. En el libro, este país es retratado como un infierno familiar y social al modo de una comedia de vanidades donde el escritor y su familia lucen a veces felices, a veces desencajados, mientras busca formas de fugarse: beber, casarse, ir al psicoanalista, irse a Princeton o a Lota, fundar un taller literario. Todo, en el caso de Donoso, para convertir a quienes lo rodean en modelos para su obra o escribir otra novela más. Gracias a eso, a su capacidad para habitar de modo permanente ese lugar que despreciaba -y que para Lastarria se llamaba Espelunco; y Santa Teresa para Bolaño-, José Donoso se convirtió en nuestro novelista esencial de la segunda mitad del siglo XX, del mismo modo que Blest Gana lo fue del XIX.

Tal y como señaló alguna vez Cyril Connolly sobre Joyce en su obituario, un artista como él -dispuesto a sacrificar vida y familia completa por su arte- sería imposible en estos tiempos. Por mi parte, espero que éste ya no sea el país que él describió, el que anotó día tras día mascando la nostalgia sazonada con odio. Ojalá éste ya no sea más el país de Donoso o, mejor dicho, vaya dejando de serlo: el país del eterno peso de la noche, del orden idiota de las familias, de los adultos que no pueden cuidar sus vidas y las de sus hijos porque su vocación por el gran arte o la gran novela paraliza toda su voluntad.

Por supuesto, hay que celebrar a Pilar Donoso por esto. Hay que agradecerle por este exorcismo ineludible y por recordarnos la lección -moral, al fin y al cabo- de que la literatura nunca vale más que la vida. Porque es sugiriendo aquello como la hija consigue lo impensable. Cruzando voces y haciendo de tripas corazón, Pilar Donoso se libera para escribir esa novela total sobre Chile, que siempre fue la maratón interminable cuya redacción consumió a su padre, el fondo negro de sus obsesiones y que tomó forma como el corpus central de nuestro canon local. Eso hace que éste sea uno de los libros más hermosos y terribles publicados en los últimos años por acá, una forma final de sacar la basura a la calle y sanar de una vez por todas las heridas familiares mientras traza uno de los retratos esenciales sobre las desquiciadas relaciones entre arte y vida, cuerpo y literatura, experiencia y ficción jamás escritos en Chile.

* Escritor. Autor de Música marciana

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