Por Álvaro Bisama Noviembre 28, 2009

© Rodrigo Chodil

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Comienza como un rumor con el que me estrello a comienzos del otoño del 2007. Chinoy aún no es Chinoy. Chinoy aún no es nada salvo un murmullo en la bohemia incombustible del puerto: el del tipo con la guitarra de palo que tienes que escuchar y que parece que va a destruir el mundo. Ese rumor suena en marzo, en abril del 2007. Viene de distintas partes, de fuentes no confirmadas, de voces que se sobreponen a otras voces. Me lo cuentan a la pasada en la universidad, me lo menciona alguien en mi cumpleaños. Todas son versiones de versiones. Que alguien vio al tipo en Cumming, que alguien lo escuchó en una radio pirata. A alguien se lo mencionaron de pasada. El rumor es fuerte. Más datos: el chico de la guitarra de palo es de San Antonio, estudió Música y luego lo dejó, se perdió en Argentina y luego volvió. Vive de tocar en los bares. Tuvo una banda punk y escribió más de cien canciones. Nadie dice de qué tratan los temas. Nadie sabe a ciencia cierta qué afirma, de qué o quién está hablando. Luego aparece el nombre: Chinoy.

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Mayo 2007.

Por supuesto, es imposible no chocar con él una o dos semanas más tarde, un jueves después de una exposición de alguien. Valparaíso es un pueblo hecho de tres calles de tierra. La imagen del cantante tiene la textura de su confusa leyenda. Casi toda es cierta.  Chinoy se llama en realidad Mauricio Castillo y sí estudió Música y sí tuvo una banda punk (Don Nadie, en la red hay unos bootlegs) y sí se fue y volvió desde Argentina y ahora llegó desde Placilla, en San Antonio. Le dicen Chinoy porque tiene cara de chino. Alguna vez contará que el nombre tiene que ver con su abuelo, pero por el momento esa explicación basta y sobra, cuando se parece más a ese Bob Dylan raquítico que se dedicaba a robarles discos a sus amigos y a coquetear con los beatniks.

Ah, y está su voz, que es aguda, casi de mujer, que pronuncia letras indescifrables y que canta como si se quebrara. Una voz que no cabe en ese cuerpo esmirriado y que no se corresponde con esa cara de alien de ojos claros.

Lo que importa: ahora mismo en El Pajarito (un viejo bar porteño reconvertido en pub universitario vintage & patrimonial, aunque sin el abajismo destemplado del Cerro Concepción), Chinoy parece mal alimentado y mal vestido y mal peinado y uno piensa que la ropa -un chaleco rayado que de aquí en adelante será su marca personal- le queda tal y como le quedan los chalecos en las fotos a Nicanor Parra: tres tallas más grandes, como armaduras antes que abrigos. Pero da lo mismo porque el milagro sucede. El rumor es cierto. Chinoy toca la guitarra con furia y la amplificación no funciona demasiado bien. Su voz carga con todo el peso de esa electricidad precaria, aunque nadie parece escucharlo. No hay demasiada gente en el lugar tampoco, y cada mesa está preocupada de sus propios asuntos. Cada parroquiano se desliza, en el borde exacto de la medianoche, a terminar su pequeño escape del jueves antes de volverse a casa y sellar la rutina de la semana. Así que el sonido de los vasos choca con los estribillos del tipo que está cantando y que parece salido de otro planeta. Intento escuchar las letras. No alcanzo a darme cuenta de qué tratan. Escucho sobre anillos que corren, pozos de agua que son espejos que se empañan, sobre gente perdida en las calles de un lugar que puede ser Valparaíso o San Antonio, pero que en el fondo es la provincia chilena, el lugar exacto desde donde sale esta voz.

Porque Chinoy se impone al ruido.

Chinoy es el ruido.

El disco de Chinoy suena preciso, pulido y parece un final más que un principio. Un epílogo. Está todo: la crónica de estos años como destellos de un relato secreto. El muchacho que cantaba en una esquina del bar ahora ha hecho una casa con sus canciones.

Por un momento, sospecho: Chinoy juega al déjà vu de las peñas de los años noventa que eran, a su vez, el déjà vu de las de los años ochenta. Y ese loop apesta. Pero es sólo una ilusión pasajera. El tipo no tiene nada de eso. Por ahora, Chinoy es el tipo que canta a solas en un rincón. O grita. Chinoy no canta para nadie. O grita para sí mismo, como si implosionara gastándose el poco aire que puede abarcar. Pero es ahí donde se produce el milagro: cuando termina de cantar lo están mirando, gente que ha dejado de conversar o flirtear para intentar atrapar sus canciones, como si los pillara desprevenidos, como si se aferraran a algo -quizás a la extrañeza de ese ruido- que no sabían que habían perdido pero cuya melancolía, en medio del otoño porteño, les rompe el corazón en un montón de pedacitos.

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Mayo 2008.

Todo dura diez, quince minutos.

Mismo lugar: El Pajarito, de nuevo. Una visita rápida a ver a un amigo al que le he escrito el texto de un catálogo.

Sobre el escenario, Nano Stern avisa que Chinoy le ha devuelto la guitarra manchada con sangre. Parece que no bromea. Hace una semana Chinoy tuvo su primera prueba de fuego en Santiago: abrió el Primer Festival de Solistas en Solitario, con Gepe, Coiffeur y Stern. Ahora juega de local. Ya no está en un rincón y  toca con los ojos abiertos. Internet está llena de grabaciones piratas, fotos, entrevistas y perfiles suyos. Los fans han chocado con él hasta desfigurarse. Por ahora nada es oficial: dicen que Heyne quiere grabar con él y Manuel García ha comentado en una entrevista que la sonoridad de "Témpera", su último disco, habría sido imposible sin haber escuchado a Chinoy. Pero esos son sólo datos de la causa. Entre el público está Nano Stern.

Chinoy: El muchacho y su ruido

Desde el escenario, con una guitarra prestada, Chinoy canta ahora con los ojos abiertos.

Dispara.

Tuerce el cuerpo hacia delante y mira a las caras de los espectadores como si los conociera, como si sus canciones fueran rayos. La gente se sabe las letras, pero eso no basta. Por ahora, el chaleco a Chinoy le queda menos holgado. Todo es algo inevitable, algo incómodo. Si antes sus canciones eran un muro que lo protegía, que disfrazaba su vulnerabilidad, ahora están llenas de púas. A lo mejor estuvieron siempre así. Quizás antes no nos dimos cuenta. Por ahora, es urgente y terrible en la intimidad de este escenario que controla con la precisión de un francotirador.

Es posible ver lo que se viene, intuirlo. Chinoy canta dos o tres temas y desde aquí se despliega el futuro: en los meses siguientes, Chinoy se convertirá en un pequeño culto en lo que queda del 2008: dará entrevistas en Paula, lo elegirán líder en El Mercurio, saldrá en la portada de Wikén. Todo el mundo querrá entrevistarlo, filmarlo, producirlo. Entremedio compondrá y cantará "Para el final", la canción que cierra "La buena vida" de Andrés Wood. Una canción perfecta,  angustiosa e inevitable, una canción sobre deseos rotos y esfuerzos dilapidados de gente perdida en una ciudad que los devora. Una canción que, hay que decirlo, te pone la piel de gallina.

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8 de mayo de 2009.

Algo explota en el Normandie durante el adelanto de "Que salgan los dragones", su primer LP oficial. Chinoy ya ha dejado de ser un secreto. El lugar está repleto y es posible, en la multitud, ver demasiadas imágenes siendo disparadas simultáneamente. Gente que llora. Gente angustiada que pide que la dejen entrar. Mujeres que levantan sus celulares como si fueran antorchas. Un hombre que prende su encendedor a solas y mira el fuego mientras el muchacho canta como si no escuchara el eco de la multitud y los gritos y sollozos de adolescentes histéricas. Gente que grita las canciones. Gente que susurra para sí las letras como si quisiera atraparlas y guardárselas como un conjuro. Gente que se queda muda mientras Chinoy se congela entre los aplausos y las luces de colores, como si agradeciera con ese gesto la ovación. Porque Chinoy demuestra que no era hype, que estaba a la altura del esfuerzo, a la altura de lo que se dice y se escribe de él.  Quizás, se explica todo o casi todo. Chinoy canta como si él mismo fuera una legión. Ha mutado para multiplicarse: en una misma canción puede ser un trovador sensible y un punk furioso. Puede cerrar los ojos y abrirlos frente a la multitud como si no mirara a nadie. Puede quedarse quieto y fingir la calma antes de apretar los dientes y ponerse a gritar. Quizás esa multiplicidad lo explique. En el público están su madre, su hermano Kaskivano (que es su doble opuesto), su novia y sus amigos. En el escenario, está solo pero llena el lugar: su cara impenetrable se desfigura y multiplica por los flashes de las cámaras de fotos.

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Noviembre 2009.

Escucho "Que salgan los dragones" recién salido del horno mientras escribo esto. Se ha demorado. Ya conocía las canciones y no vienen los big hits de los bootlegs ("Carne y alma de gallina", "No empañemos el agua"). Es la tercera vez que escribo sobre Chinoy. Me gusta hacerlo cada cierto tiempo. Antes me pasaba con ciertos libros o autores: volverlos espejos de mi propia biografía, anotaciones en mi propio diario de vida. Pero me desvío: el disco suena preciso, pulido y parece un final más que un principio. Un epílogo. Está todo: la crónica de estos años como destellos de un relato secreto. Está la intimidad y la pena ("Levito"). Está su propia "Lay, lady, lay" ("Klara"). Están una furiosa épica punk ("Que salgan los dragones") y las luminosas fábulas sobre la dignidad y la pobreza ("Leandro"). En todas esas canciones, Chinoy adquiere una complejidad que le era imposible antes, una madurez que deja atrás la precariedad, que deja atrás la improvisación y el horror del azar. Me gusta darme cuenta de eso. El muchacho que cantaba en una esquina del bar ahora ha hecho una casa con sus canciones. Ahora todos podemos saber qué dice. Ahora no está tan solo. Ahora, mientras atardece en Santiago, escucho "Sólo resistir" y sonrío. Así termina esto, así termina el mundo, con ese pequeño himno sobre la distancia entre la provincia y el resto del universo, los años y la velocidad de las cosas, los ritos de paso y el esplendor de todos los momentos en que nos estrellamos contra nosotros mismos. Canta Chinoy: "Te acuerdas/ Pateando un par de piedras/ Brillábamos".

* Escritor y autor de Música marciana.

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