Por Nicolás Alonso // Foto: Gettyimages Enero 5, 2018

En el principio era la oscuridad, y esa penumbra que se expandió durante cientos de millones de años, la gran noche oscura del universo, estaba hecha de hidrógeno. El cosmos, en el principio, era eso: una gran nube en expansión, cada vez más vasta, cada vez más fría. El resto era oscuridad. El hidrógeno consumía toda luz que brotara de ese cielo antiguo.

Eso duró, al menos, 180 millones de años. Después, por algún motivo que nadie ha descifrado del todo, algunos gases se concentraron y formaron las primeras estrellas y junto con ellas las galaxias. Entonces pasó algo asombroso que dio origen al mundo que conocemos: la energía producida por esos cuerpos —se piensa— comenzó a provocar que todos los átomos de hidrógeno perdieran uno por uno sus electrones, y con ellos su capacidad de opacar la luz. Como una bruma espesa que se disipa al alba, ese proceso terminó con la edad oscura del universo, y el cielo que conocemos se fue volviendo transparente. Así se hizo la luz.

“Los cuásares son los objetos más luminosos que conocemos en el universo. Si los encuentras, puedes ver una fotografía del universo cuando era muy joven; es la única forma que tenemos de mirar tan lejos”.

Todo eso ocurrió en los primeros mil millones de años: el firmamento comenzó a exhibir sus galaxias, sus estrellas, su polvo cósmico. Por su parte, la luz, ahora capaz de viajar, comenzó su largo periplo por el espacio y el tiempo en busca de ojos futuros que la pudieran ver.

Entonces, en ese universo temprano, en un rincón del cielo que muchos millones de años después unos primates de la Vía Láctea llamarían constelación Bootes, se comenzó a formar un gran agujero negro supermasivo. Un hoyo en el espacio, ochocientos millones de veces más grande que nuestro sol, justo al centro de una galaxia de proporciones inimaginables. Y en torno a él se formó lo que llamamos cuásar: un torbellino feroz de estrellas, gases y polvo girando a miles de kilómetros por segundo y cada vez más cerca del centro, destinado a desaparecer en el fondo del gran misterio negro. Llegando a calentarse, antes del fin, hasta emitir una luz tan intensa como ninguna otra conocida en el universo.

Una luz que viajó, en el espacio y el tiempo, durante 13.100 millones de años. Que atravesó galaxias, supernovas, sistemas solares y otros sistemas celestes tal vez desconocidos. Que quizás vieron otros ojos en su viaje, y que llegó al fin hasta la galaxia que llamamos Vía Láctea, hasta un pequeño sistema solar en uno de sus brazos, y finalmente hasta el tercer planeta de ese sistema,  en donde la ve el ojo atento de un hombre llamado Jorge Araya, de 52 años, operador de un aparato gigante construido por su raza de primates para mirar la luz del universo.

Son poco más de las cinco de la mañana de un jueves 9 de marzo cuando la luz que viajó 13.100 millones de años llega hasta él, en un observatorio llamado Las Campanas, en un país llamado Chile. En el momento exacto en que Jorge Araya apunta hacia el lugar del cielo desde donde llega esa luz de otro tiempo, el astrónomo norteamericano Daniel Stern le toma una fotografía espectral y la envía al computador de un tercer hombre, a unos metros de él, que se llama Eduardo Bañados y es un astrónomo de 29 años obsesionado con encontrar el cuásar más antiguo de todo el universo para mirar a través de él el principio de todas las cosas.

Diez minutos tarda Eduardo, que sigue observando las luces de otros rincones del universo, en abrir ese espectro que ya es una cadena de unos y ceros que representa al cielo.

Cuando la abre, entiende de inmediato, pero se queda unos segundos estupefacto.

Luego mira a los otros hombres, y les dice:

—Dejen de observar, tenemos un ganador…

 

***

 

La historia comienza con un muchacho de 14 años, Eduardo Bañados, que una noche siente que acaba de mirar el cielo por primera vez. La escena ocurre en el Observatorio Mamalluca, Valle del Elqui, donde hay un pequeño telescocopio para paseos nocturnos de aficionados. El cielo sobre sus ojos es un espectáculo conmovedor: la noche es diáfana, y le permite observar a simple vista la Vía Láctea como una gran mancha desparramada allá arriba. Esa noche, que no quiere que termine, el muchacho entiende o cree entender dos cosas: que las estrellas son lo más valioso a lo que un hombre puede dedicar su vista, y que existe gente a la que le pagan por eso, increíblemente: por  observar el cielo. Se pregunta si él podría hacerlo. .

Entonces acaban sus vacaciones, y él regresa a su casa en Maipú, aunque nunca vuelve del todo de esa noche. Más tarde logra convencer a sus padres —él, químico farmacéutico; ella, ama de casa— para que le regalen un pequeño telescopio, y con él intenta recuperar algo de todas esas estrellas que, ahora sabe, están escondidas detrás del cielo borroso de la capital. Le pregunta después a su profesora de física en el Instituto Nacional si es posible dedicarse a la astronomía en Chile, y ella le cuenta del complejo astronómico sin precedentes que por esos años —a mediados de la década del 2000— se está construyendo en el desierto: el ambicioso conjunto de radiotelescopios ALMA. Al final, se inscribe en un campamento de verano en la Universidad de Chile para jóvenes interesados en la astronomía, y desde ese momento ya no hay vuelta atrás.

“Quiero encontrar objetos que desafíen aún más los modelos que conocemos. Y, eventualmente, quisiera ir más allá: buscar las primeras galaxias y estrellas”.

—Yo nunca había conocido un astrónomo, y donde vivía, apenas se veían las estrellas —dice Eduardo, al teléfono desde Gran Bretaña, luego de dar una conferencia en Cambridge sobre sus descubrimientos—. Todo eso era muy lejano para mí. Pero en ese curso se me quitó el miedo: entendí que los astrónomos eran personas normales, como cualquiera.

Del otro lado de la línea, su voz parece apenas la de un estudiante, aunque su nombre ya tiene un peso en las ligas más importantes de la astronomía. Con 30 años recién cumplidos tiene, incluso, un récord: es el astrónomo que más cuásares ha hallado en los primeros mil millones de años del universo. O en otras palabras: es quien más señales ha encontrado de la presencia de materia girando en torno a agujeros negros supermasivos al centro de distintas galaxias. Antes de que comenzara su búsqueda, que partió durante su doctorado en el Instituto Max Planck de Heidelberg,  en Alemania —a donde fue luego de estudiar en la Universidad Católica—, se conocían sólo 58 cuásares así de antiguos, y desde entonces él le ha puesto su firma a más de un centenar.  .

Pero lo que importa no es tanto la cantidad, sino lo que esos enormes agujeros negros pueden decirnos sobre el origen de nosotros mismos.  Esa pregunta  es la  que Eduardo Bañados se obsesionó por responder una década después de la noche epifánica de sus 14 años.

—Los cuásares son los objetos más luminosos que conocemos en el universo. Sólo se han observado unas cinco galaxias más lejanas, pero son 200 veces menos luminosas, y sólo podemos saber que están allí. En cambio estos objetos los podemos observar en detalle con los telescopios que tenemos hoy. Si los encuentras, puedes ver una fotografía del universo cuando era muy joven; es la única forma que tenemos de mirar tan lejos.

Lo que entendió el astrónomo chileno en su paso por Alemania, y que hoy sigue desarrollando en su posdoctorado en el prestigioso programa Carnegie-Princeton, fue algo sencillo, casi elemental: que si quería rastrear una luz tan remota como para viajar 13 mil millones de años hasta nosotros, no tenía mucho sentido dedicarse a buscarla en el cielo. Lo que necesitaba era distinguirla de todas las otras luces  que llegan a nosotros desde todas las edades y rincones del tiempo. Para eso, pensó, nada podía ser mejor que un algoritmo. Al igual que el sonido de una ambulancia se vuelve cada vez más grave a medida que se aleja —por lo que llamamos el “efecto Doppler”—, la luz que se va distanciando se vuelve cada vez más roja. Por eso, en un universo en expansión, una luz tan antigua debía ser la más roja de todo el cielo.

Con ese método, escribiendo algoritmos capaces de bucear en la información que arrojan los telescopios de todo el mundo, Eduardo fue capaz de aprender a observar entre cadenas casi infinitas de unos y ceros el casi infinito universo. En términos muy simples, lo que escribía en su computador eran matemáticas capaces de buscar el color rojo. Así fueron apareciendo los cuásares, que iba comprobando en las pocas noches al año en las que subía a un telescopio, casi siempre en el cerro Las Campanas. Lo más difícil fue aprender a distinguirlas de las molestas enanas café, unos cuerpos estelares extraños descubiertos por María Teresa Ruiz en 1997, que no son estrellas ni planetas, y que a corta distancia arrojan rojos similares a los de un cuásar lejano. Y que, para peor, están regados por el cielo en una proporción de mil a uno.

Convertido en uno de los mejores cazadores de agujeros negros del mundo, el astrónomo entendió que su desafío estaba en aprender a mirar más lejos que cualquiera. Durante el día se encerraba frente al computador a escribir códigos para sus algoritmos, y por las noches a veces encontraba las soluciones en sueños. En septiembre de 2016, al fin, le propuso a sus jefes en Carnegie-Princeton ir por todo: les dijo que necesitaba tres noches en el observatorio Las Campanas para buscar el cuásar más antiguo del universo. Anterior, incluso, al más viejo conocido hasta entonces, de 770 millones de años después del Big Bang.

Era riesgoso, porque era poco probable que en tan poco tiempo el universo hubiera podido crear tanta materia como para un agujero negro de esa magnitud —lo que significaría poner en jaque nuestros modelos de formación de galaxias—, pero sus tutores le permitieron que lo intentara. Tenía identificada una porción del cielo en donde, pensaba, podía estar su objetivo, y tres centenares de puntos posibles que, con suerte, darían un vuelco a la historia.

Seis meses después tomó un avión rumbo a Chile junto a su colaborador Daniel Stern, y en Las Campanas se les unió el operador Jorge Araya. Pasaron dos noches intensas, hasta las siete de la mañana, buscando entre las luces. Fue recién en la última madrugada, la del jueves 9 de marzo de 2017, cuando el telescopio miró el rojo más intenso del cielo que conocemos.

 

***

 

—Dejen de observar, tenemos un ganador —dijo Eduardo, y se quedó ensimismado.

Los otros dos lo miraron. No lo podía creer: el objeto que habían apuntado era tan brillante que en ningún momento esperó realmente que fuera un cuásar. Entonces los tres hombres se acercaron a ver el espectro de rojos y, durante cinco minutos, quedaron en shock. Aplaudieron, saltaron como niños, se tomaron fotos. De pronto recordaron que las horas de observación son muy caras y, con ansiedad, observaron algunos puntos más antes de terminar.

Eduardo les escribió un mail de inmediato a sus colaboradores en Alemania y Estados Unidos, con una frase muy elocuente: “Hemos terminado la noche y descubrimos el cuásar más lejano que se conoce. Ahora es tiempo de pisco sour”. Luego esperaron unas horas, sin poder dormir, a que bajara el primer bus hasta La Serena, y al mediodía los dos astrónomos estaban sentados en un bar frente a la playa, como dos extraterrestres, tomando pisco sour. Sentían que habían encontrado un objeto que alteraba buena parte de lo que sabemos.

—El agujero negro supermasivo que encontramos esa noche se formó 690 millones de años después del Big Bang, cuando el universo era todavía muy joven. O sea, la luz viajó 13.100 millones de años para que la viéramos con el telescopio. Lo que observamos fue una imagen del universo cuando tenía el 5% de su edad actual —dice Eduardo, emocionado—. Pero lo más sorprendente es el hecho de que hubiera tanta masa acumulada entonces para formarlo, eso le pone muchas limitaciones a las teorías actuales de formación de agujeros negros.

Lo que vino después de los pisco sours fue el reconocimiento global. El flamante cuásar que Eduardo y Daniel publicaron el 6 de diciembre en Nature tardó 40 minutos en tener su propia página de Wikipedia, y sólo un poco más en llegar a los medios de todo el planeta. Aunque el equipo lo bautizó “pisco cuásar” —y aún lo llaman así—, su nombre oficial, como dicta la convención astronómica, son sus coordenadas en el cielo: ULA J1342+0928.

Desde entonces ha tenido que viajar por el mundo dando media docena de conferencias, y se le han otorgado más horas de observación que nunca: este año le adjudicaron 25 órbitas en el Telescopio Espacial Hubble y 15 horas en ALMA, entre varias otras. Pero lo que más le importa es precisar sus algoritmos para poder ir más allá: para buscar en la luz que atraviesa el tiempo un agujero negro supermasivo aun más antiguo que este, si es que ese objeto siquiera existe.

—El solo hecho de encontrar este objeto tan brillante sugiere que es poco probable que sea el primer cuásar de todo el universo —dice el astrónomo—. Quiero encontrar objetos que desafíen aún más los modelos que conocemos. Y, eventualmente, quisiera ir más allá: buscar las primeras galaxias y estrellas. Diez años atrás todo esto era impensable, pero ahora se están construyendo los telescopios para que podamos hacerlo. Somos una generación afortunada.

Si pudiera cambiar todo lo que sabe por una respuesta, aun si eso significara guardarla para siempre en secreto y nunca publicarla, le gustaría conocer el misterio más grande de todos: qué hay detrás de un agujero negro, hacia dónde o a qué tiempo lleva el túnel. Pero esa, dice, es una pregunta todavía imposible: afortunados quienes en el futuro puedan responderla.

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