Por Nicolás Alonso // Foto: José Miguel Méndez Junio 2, 2017

Draulio Araujo_-7.jpgEse no iba a ser un ritual cualquiera y el neurocientífico Dráulio Barros de Araújo lo sabía. Pero ya estaba allí, formando un círculo enorme junto a un centenar de desconocidos, en medio de la noche oscura. Las mujeres a un lado, los hombres del otro, y al medio los directores. No sabía mucho sobre la ayahuasca, pero tenía claro lo que significaba el nombre: la soga de los muertos. También sabía por qué los indígenas la llamaban así: porque creían que permitía salir del cuerpo y seguir atado a él; morir sin estar muerto. Esa noche era 2 de noviembre y eso se lo habían advertido al entrar: debía tener coraje si iba a probar por primera vez la ayahuasca el Día de los Muertos.

Estaba allí con un estudiante suyo de doctorado. El muchacho le había confesado, una de las tantas tardes en que habían trabajado juntos, su pertenencia al Santo Daime, un culto brasilero —mezcla de cristianismo, indigenismo y espiritismo— que venera a la ayahuasca como si fuera una entidad. Le contó que asistía a rituales cada dos semanas y que el próximo sería especial: para celebrar la noche de la muerte correspondía consumir cuatro veces seguidas, hasta el amanecer, en un viaje sin  retorno. Hasta ese momento, el neurocientífico, a cargo de un laboratorio de física médica en la Universidad de São Paulo, nunca había probado una droga en su vida. Ni siquiera fumaba.

Pero Dráulio Barros de Araújo había hecho otras cosas más riesgosas: había sido paracaidista, instructor de buceo, le gustaba surfear, pilotear avionetas. De cierta forma, necesitaba compensar con aventuras la soledad de su vida científica, que había comenzado nada más nacer. Hijo de un matrimonio entre un físico de materiales y una bioquímica, su infancia había sucedido entre pasillos de laboratorios en Inglaterra, Estados Unidos y Brasil, y su juventud en las universidades de Brasilia y Wisconsin, donde se doctoró en Física Aplicada a la Medicina. Había querido dedicar su carrera a los que sufren, y llevaba una década desarrollando tecnologías de mapeo prequirúrgico para evitar daños en operaciones de cerebro a epilépticos. Había analizado centenares de cerebros y era una autoridad en el tema, pero quería ir más allá. Comprender, a través de nuevas formas, el misterio de la mente humana.

—Del cerebro sabemos casi nada, porque no podemos acceder a él, y estudiarlo muerto no nos sirve. Entonces yo buscaba formas de estudiarlo sin abrirlo  —dice Dráulio Barros de Araújo, de 45 años, invitado estelar del congreso NeuroSur 2017, organizado por el Instituto Milenio de Neurociencias Biomédicas—. Pero quería entender otras cosas, identificar todo lo que pudiera sobre él.

Por eso, les pedía a sus estudiantes que le plantearan nuevas formas de aproximarse a sus secretos: la memoria, la emoción, la percepción del tiempo. Por eso, también, cuando una tarde de 2005 uno de ellos lo animó a experimentar los efectos de un trance de ayahuasca, no pudo decir que no. Aunque esa noche fuera el Día de los Muertos y el viaje implicara ir hasta lo más profundo.

 

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Es un misterio cómo los pueblos del Amazonas, entre decenas de miles de plantas, descubrieron que si mezclaban el arbusto Psychotria viridis con la liana Banisteriopsis caapi, y los hervíanpor 16 horas, conseguirían un poción capaz de derribar las puertas de la percepción. Sólo sabemos cómo funcionan juntos: mientras viridis aporta la DMT, la llave psicoactiva, caapi protege a esa sustancia para que no sea degradada por las enzimas del estómago. Las moléculas alucinógenas, en tanto, invaden el torrente sanguíneo y llegan al cerebro, donde se desata la soga de los muertos. Eso fue lo que comenzó a suceder esa noche en el cerebro de Dráulio Barros de Araújo, mientras todas las cosas empezaban a perder su forma y la música se iba transformando en un pulso hecho de otra materia.

—Todo cambió. La manera como yo me percibía a mí mismo, a mis propios pensamientos. Es algo muy profundo, aunque no divertido. Por momentos tenía que hacer un esfuerzo terrible para poder abrir los ojos. Vi cosas, conversé con gente en mi cabeza que no conocía, pero no como si fuera un sueño. La sensación de realidad se mantiene, la experiencia es tan real como esta conversación.

“Todo cambió. La manera como me percibía a mí mismo, a mis pensamientos. Es algo muy profundo, aunque no divertido”, dice Draulio de Araujo.

Aunque muchos de los presentes se paraban a vomitar, un efecto típico de la ayahuasca, el científico se quedó pegado a su silla e intentó comprender qué pasaba adentro de su cerebro. Veía imágenes que sucedían en otro mundo, percibía la música como una criatura viva, pero al mismo tiempo sabía que estaba allí, sentado en un círculo enorme, y que el director ya preparaba una nueva dosis.

—Los dos estados de conciencia coexisten. Yo estaba soñando, pero también estaba conectado a la babilonia. Lo que nosotros vemos es el resultado de un sistema visual que evolucionó para utilizar la luz del sol, pero es un estado de conciencia limitado. Con la ayahuasca se sueltan esas amarras de la percepción visual, y ganas una percepción más libre de todo. Pero sufres también.

Esa noche, Dráulio tomó la pócima cuatro veces, bailó hipnóticamente, sufrió y a las siete de la mañana, con una felicidad que nunca había experimentado, regresó a casa. Al otro día, cuando llegó a su laboratorio en la Universidad de São Paulo, ya tenía una nueva búsqueda científica.

 

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Lo primero fue comprender cómo actuaba: cómo generaba esas imágenes y cuál era su efecto sobre el flujo neuronal. Tal vez allí encontrara la clave para entender uno de los elementos más misteriosos de la cognición humana: el mecanismo de los sueños. Por eso, volvió a la iglesia donde había vivido el ritual en busca de diez voluntarios, hombres y mujeres capaces de beber ayahuasca sin vomitar adentro de las máquinas de resonancia.

No existía ningún precedente de un estudio cerebral bajo efectos de drogas alucinógenas, y la universidad tardó un año en aprobarlo. Pese a ser legal en Brasil y una droga de bajo riesgo, existen registros de episodios de brotes psicóticos en personas genéticamente predispuestas a la esquizofrenia o la bipolaridad, luego de haber tomado ayahuasca. También ha habido casos de turistas muertos en rituales de consumo en Perú —por violencia, sobredosis o circunstancias más brumosas—, y hace sólo dos años un turista canadiense asesinó bajo su efecto a otro viajero británico a puñaladas.

Entre 2014 y 2017 el científico dio ayahuasca a 87 personas con depresión severa, y los mantuvo viviendo por semanas en su laboratorio, sometidos a tests cerebrales.

—La ayahuasca es una sustancia relativamente segura y no es adictiva. Pero hay que hacer una evaluación del historial de los pacientes, comprobar que no sean sensibles a brotes psicóticos. Hay un riesgo, naturalmente, pero el papel del científico es clarificar, decir estas personas pueden o no tomarla –dice Dráulio Barros de Araújo–. Es como una montaña rusa, no es algo que sea para todos.

Los primeros estudios que realizó, dándoles el brebaje a diez personas conectadas a artefactos de mapeo cerebral, arrojaron varias evidencias. Entre ellas, la demostración —que publicó en 2012 en la revista Human Brain Mapping— de que no eran capaces de distinguir qué era más real entre lo que les pedía que imaginaran, la realidad y sus alucinaciones. El mecanismo de creación de imágenes parecía el mismo. También descubrieron que durante el viaje psicotrópico disminuía la actividad neuronal de ciertas redes del cerebro, lo que generaba un aumento de la introspección. Un efecto similar a los estudios cerebrales que se les han realizado a personas que meditan.

Mientras desvelaba los misterios de la soga de los muertos, Dráulio Barros de Araújo siguió yendo al Santo Daime a vivir sus propios viajes. Y allí se dio cuenta de algo más relevante: algunos fieles aseguraban que habían superado adicciones al crack y a la cocaína gracias a la ayahuasca, y muchos otros que por ella habían sanado de la depresión. Lo que le decían, pensaba, tenía cierto sentido: él mismo había sentido un raro efecto de felicidad durante semanas luego de su primera experiencia. En algún momento, en medio de algún viaje o después de uno, las piezas se juntaron en su cerebro.

 

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Cuando el neurocientífico solicitó permiso para experimentar en personas con depresión, el comité de ética de la Universidad de São Paulo demoró tres años en darle el visto bueno. Tratar con un fuerte y muy poco estudiado alucinógeno a enfermos psiquiátricos era una apuesta riesgosa, y las condiciones fueron exigentes: debían ser casos graves, sin respuesta ante otros antidepresivos, y debían permanecer internados en el hospital universitario durante tres semanas, para desintoxicarlos de cualquier otra pastilla y también para tenerlos controlados tras haber consumido el brebaje amazónico.

Los estudios comenzaron en 2008, primero con seis pacientes, y más tarde con 17, todos sometidos a pruebas cerebrales durante el día y convertidos en habitantes nocturnos del laboratorio. Los resultados, que publicaron el año pasado en Journal of Clinical Psychopharmacology, fueron contundentes: si con antidepresivos un paciente se demora dos semanas en sentir algún efecto, con ayahuasca al primer día la mitad de ellos mostraban una mejoría sintomática de hasta un 50%, según las escalas psiquiátricas internacionales. El efecto seguía presente hasta tres semanas después del consumo, con fluctuaciones.

Pero esos números decían poco si no estaban contrastados con un grupo placebo: en pacientes con depresión grave, el deseo de mejora es tan grande, que la ilusión por recibir un nuevo tratamiento genera espejismos. Por eso, tras mudar su laboratorio en 2009 a la Universidad Federal de Río Grande del Norte, decidió subir la apuesta tan alto como pudo: junto a un equipo de 39 científicos y estudiantes, organizó un enorme experimento sobre un grupo de 87 pacientes, de los cuales 35 sufrían de depresión grave. Esta vez, la mitad fueron tratados con ayahuasca y el resto con otra infusión, creada por el propio Dráulio, diseñada para generarles vómitos y efectos que los engañaran. Todos fueron sometidos a electroencefalogramas, tests psicológicos y mediciones de saliva y de sangre.

Durante las 85 semanas que duraron las pruebas —desde enero de 2014 hasta hace cinco meses—, Dráulio Barros de Araújo transformó su laboratorio en un hotel de hombres que alucinaban, y estudió mejor que nadie los efectos de la ayahuasca sobre el cerebro humano. Hoy piensa que su poder se basa en que tanto la DMT como los inhibidores de monoamino oxidasas, los compuestos que aporta cada planta a la mezcla, activan un fuerte aumento de la serotonina —la sustancia biológica que regula el ánimo y foco de los antidepresivos—, y también modulan otros neurotramisores, entre ellos la dopamina, relacionada con la motivación. En esencia, es como tomar dos antidepresivos distintos juntos.

En su último estudio, asegura el neurocientífico, el efecto contra la depresión se sostuvo durante una semana (el tiempo máximo de la prueba) en un 64% de los pacientes que bebieron ayahuasca. En el caso de los placebos, para entonces menos de un tercio sentía alguna mejoría. Pero no ha podido publicarlo: su paper ha recibido el rechazo de una decena de revistas especializadas. Él se lo atribuye a la desconfianza que genera validar el uso de un alucinógeno prohibido en Estados Unidos y en varios países de Europa. De todas formas, el artículo está disponible para ser revisado en internet.

—Es parte del juego. Estas preguntas sobre la ayahuasca están llenas de prejuicios. Es difícil lograr la aprobación de un comité de ética, o una publicación en un revista científica. Son decisiones editoriales. Es un tema en donde se juntan tres grandes tabúes, como la religión, la droga y lo indígena. A mí me frustra mucho, pero vamos a seguir intentándolo y lo vamos a conseguir.

Desde aquella noche ritual en que fue iniciado, Dráulio Barros de Araújo ha vuelto a tomar ayahuasca otras siete veces. Hoy imagina un tratamiento contra la depresión en que el psiquiatra acompañe al paciente durante el trance y también los días posteriores, pero sabe que faltan muchos pasos para eso. Mientras tanto, aunque nada de eso exista, él seguirá experimentando su propio viaje, atado a la soga de los muertos.

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