Por José Edelstein y Andrés Gomberoff //Ilustración:FabiánRivas Octubre 21, 2016

El 29 de mayo de 1919 hubo un eclipse total de sol. La región del cielo en la que tuvo lugar estaba particularmente poblada de estrellas que podían verse desde nuestro planeta. Era una oportunidad única para verificar si la luz proveniente de ellas se curvaba por acción de la gravedad del Sol o no y, en caso afirmativo, si lo hacía según las prescripciones de la gravitación universal de Isaac Newton o de la relatividad general de Albert Einstein. La primera predecía un ángulo de desviación de los rayos luminosos que era apenas la mitad de la dictada por la teoría de Einstein.

Los astrónomos británicos Arthur Eddington y Frank Watson Dyson organizaron expediciones a la isla de Príncipe y Brasil, lugares en donde el eclipse sería total, permitiendo ver las estrellas que se encuentran detrás. Los resultados dieron la razón a Einstein, brindando un espaldarazo definitivo a su teoría y transformándolo, de paso, en una de las celebridades más icónicas del planeta. Las observaciones en torno a la interacción entre la luz y la gravedad ganaron exquisita precisión con el correr de las décadas y el descubrimiento de fenómenos ópticos que involucran a cúmulos de galaxias distantes, e incluso a la mucho más abundante materia oscura.

En 1987, desde el radiotelescopio ubicado en Nuevo México llamado Very Large Array, se observó por primera vez un anillo de Einstein, fenómeno astronómico que el propio Albert había descrito en 1936, en un artículo en el que hizo una predicción fallida: “[...] Por supuesto, no hay esperanza de ver este fenómeno directamente”. Las sinuosas líneas que trazan los rayos lumínicos en torno a concentraciones de materia en su viaje a través del cosmos no sólo nos maravillan con bellos dibujos en el cielo; son además una bitácora que contiene valiosa información acumulada en el trayecto. Su lectura cuidadosa nos permite develar varios de los misterios que el universo parecía dispuesto a ocultarnos.

Luces de bohemia

En el recorrido por las calles de Madrid de su última noche, Max Estrella se dejó acompañar por su amigo Don Latino de Hispalis. Recordando la hilera de espejos deformantes que se ofrecen al viandante en el Callejón del Gato, y que sus ojos ciegos jamás volverían a disfrutar, el anciano poeta de odas y madrigales emitió su sentencia definitiva: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. [...] España es una deformación grotesca de la civilización europea”. La belleza, en efecto, puede devenir en esperpento por el mero reflejo en una superficie irregular, pero el esperpento puede convertirse en belleza de modo parecido. “La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta”.

La línea imaginaria que dibuja un haz de luz en su recorrido, sus reflexiones y refracciones constituye el trazo fundante de la óptica geométrica. Espejos cóncavos que nos devuelven una imagen invertida, lentes convexas que focalizan los rayos como si fuesen cordeles de globos apretados en el puño de un niño son parte de la rica paleta que a partir de un haz de luz permite elaborar un extenso catálogo de ilusiones ópticas. La teoría de la relatividad general lleva a que ese catálogo se despliegue en el cielo nocturno, superponiendo imágenes separadas por distancias siderales cuyos haces lumínicos dibujan complejas geometrías en el espacio, hasta llegar a nuestros ojos bajo la forma de una composición de puntos y arcos de luz que inducen, al mismo tiempo, al goce estético y al avance científico.

Anillos de Einstein y otros espejismos

Cuando un rayo de luz pasa por las cercanías de cualquier cuerpo masivo es desviado por su atracción gravitacional. Si imaginamos un ramillete de rayos que iluminan un objeto, estos serán desviados tendiendo a acercarlos, tal como ocurre con una lente que concentre los rayos de luz (algo claro para cualquiera que en su infancia haya quemado hojas u hormigas con una lupa). La gravedad producida por un cuerpo compacto tiene un efecto muy similar, dando lugar a lo que conocemos como lentes gravitacionales. La distinción aparece porque estas, a diferencia de las lentes usuales, afectan menos a la luz que pasa más lejos del centro.

Las lentes gravitacionales sirven para aumentar las imágenes y, en general, verlas mejor. Los astrónomos se han dado cuenta de que estas les permiten observar galaxias extremadamente distantes (y, por lo tanto, antiguas), que serían inescrutables de otro modo.

Si la luz de una galaxia muy lejana se encuentra con un objeto masivo en nuestra línea de mirada, el efecto final provocado por la gravedad de este último es que, en lugar de ver un punto de luz proveniente desde la ubicación de la galaxia lejana, veremos un anillo. La razón es simple: el cono de haces de luz que llega al plano de la lente con el ángulo adecuado sufre una deflexión con igual ángulo en todas las direcciones, lo que lo lleva a los ojos del observador en la Tierra, quien verá la imagen que resulta de intersecar un cono y un plano: es decir, una circunferencia. Este anillo de Einstein será de mayor radio mientras más masivo sea el objeto que eclipsa a la galaxia observada y sirve de lente. Si este y la fuente de luz no están perfectamente alineados, o si los objetos son asimétricos, entonces veremos imágenes múltiples o trozos de anillos. Así, la configuración precisa de estas imágenes nos cuenta sobre la distribución de masa que está afectando a la luz. No importa si esta viene dada por materia ordinaria u oscura.

La primera vez que se observó el efecto de lentes gravitacionales fue en 1979, cuando un equipo de astrónomos liderados por el británico Dennis Walsh observaron una imagen que denominaron “El cuásar gemelo”: dos imágenes idénticas e inusualmente cercanas. Concluyeron que se trataba de un efecto gravitacional. El cuásar está a casi ocho mil millones de años luz de distancia, pero su luz es afectada por otra galaxia que se encuentra a medio camino, en nuestra línea de visión. Estas imágenes dobles o múltiples son comunes. Un anillo de Einstein completo, en cambio, requiere de un alineamiento extraordinariamente preciso. Una joya difícil de encontrar.

El gato de Cheshire

ciencia 2Agobiada por la frondosa extravagancia del partido de croquet en el que se había visto envuelta, en el que de tanto en tanto rodaban cabezas siguiendo las órdenes de la Reina de Corazones, Alicia buscaba refugio en algún rostro conocido, cuando vio dibujarse una sonrisa en el aire. Sabía que era la mueca habitual del gato de Cheshire y se alegró de tener a alguien con quien poder hablar. La boca del gato fue creciendo y un rato más tarde aparecieron los ojos. “No tiene sentido hablarle hasta que aparezcan las orejas”, pensó Alicia. El rostro del gato de Cheshire se dibujaba de improviso en el aire, incorpóreo, en el momento menos esperado.

Cuando la vista se alzó más allá de las alturas que la pequeña Alicia podía explorar, utilizando por ejemplo el telescopio Hubble, el rostro del gato de Cheshire apareció nuevamente, sonriente y enigmático, como si se tratara de una criatura omnipresente, cuyos rasgos son tan universales como para hacerse presentes por igual en el universo a gran escala o en la mente de Lewis Carroll. A diferencia del de Alicia en el país de las maravillas, el grupo de galaxias (y lentes gravitacionales) que conforman al gato de Cheshire astronómico, si bien no es estático, permanecerá allí por un largo tiempo.

Un estudio detallado de la imagen nos muestra que detrás del apacible rostro del felino se esconde una realidad física maravillosamente violenta. La masa que distorsiona la imagen de las galaxias más distantes está dada por dos galaxias gigantes, una en cada ojo, y una tercera ubicada en la nariz. El conjunto de arcos luminosos que configuran el rostro del gato resultan de la deformación gravitacional de la luz de cuatro galaxias que se encuentran mucho más lejos, detrás de los ojos. Cada uno de estos ojos es el miembro más brillante de su propio grupo de galaxias, y ambos se mueven velozmente, uno contra el otro, a velocidades cercanas al medio millón de kilómetros por hora.

La imagen en la que el rostro del gato está teñido de púrpura es en realidad la superposición de dos fotos. La segunda de ellas es la que se obtiene con un telescopio de rayos X y se representa esquemáticamente con esa tonalidad (aunque estos rayos, estrictamente, no tengan ningún color). El hecho de que el enorme volumen de la cabeza del gato sea de color púrpura demuestra la presencia de gas a temperaturas que alcanzan los millones de grados centígrados, evidencia de que los grupos de galaxias están experimentando una colisión violenta. Una mirada más detenida permite descubrir que el ojo izquierdo contiene una galaxia con un agujero negro supermasivo en el centro, que está tragándose a alguna estrella o conjunto de estrellas.

Las lentes gravitacionales sirven para aumentar las imágenes y, en general, verlas mejor. Los astrónomos se han dado cuenta de que estas les permiten observar galaxias extremadamente distantes (y, por lo tanto, antiguas), que serían inescrutables de otro modo. Además de constituir un maravilloso espectáculo que podría anunciarse como la ilusión óptica más grande del universo, si es que este último no es en sí una mera ilusión.

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