Por José Edelstein, profesor de física teórica, U. de Santiago de Compostela // Ilustración: Vicente Reinamontes Julio 22, 2016

A lo largo de los siglos, millones de peregrinos que visitaron la catedral de Santiago de Compostela han apoyado su mano derecha sobre la columna central del bellísimo Pórtico de la Gloria. El gesto repetido tantas veces fue mellando la piedra hasta generar una hendidura anatómica, el negativo de una mano, que fue guiando a su vez a otras manos. Sin embargo, cada peregrino, desde el primero hasta el último, se habrá ido con la sensación de que no fue él quien erosionó la piedra. Habrá apoyado con delicadeza la palma de su mano en el molde pétreo, retirándose convencido de no haber modificado la columna. Pero no es así. La hendidura va cambiando, evoluciona con exasperante lentitud. La única forma de notarlo es observarla en períodos de tiempo muy largos. Aquello que parece estático puede estar moviéndose lentamente, y la constancia de lo inmóvil resulta una ilusión pasajera.

Una luna de miel particular

En la mañana del sábado 2 de enero de 1937, Paul Dirac se casó con Margit Wigner, a quien todos llamaban Manci. Al taciturno genio inglés, quien se sentía muy a gusto con la compañía de esta mujer de mucho carácter, lo agobiaban las dudas, “me hacen sentir indefenso los problemas que no pueden ser resueltos por un razonamiento bien definido como el que tenemos en la ciencia”. Pero la sugerencia de una amiga en común de que no debía casarse ya que no creía en Dios le impulsó a hacerlo. Manci accedió al pedido de mano, quizás conmovida por las evidentes dificultades para realizarlo de su futuro esposo, aunque le hizo saber a su flamante suegra que “no puedo permitir que Dirac venga a mi dormitorio”.

Se fueron de luna de miel a la costa de Bristol, donde Dirac se divirtió sacando fotos de ambos recostados en la arena con una suerte de palo-selfie improvisado con una larga cuerda. En todas las fotos se lo ve con lapiceras en sus bolsillos, prueba de que aprovechaba cualquier instante para volcar sus ideas en un papel. El clima gélido y, presumiblemente, algún otro entretenimiento los mantenían puertas adentro. En un momento en el que Dirac se puso a contemplar el mar, quizás deseando que el tiempo se detuviera, tuvo una idea extraordinaria.

Si la cantidad de protones aumenta cada día, a un ritmo mayor, entonces la atracción gravitatoria de los astros sería cada vez más intensa. Así, la Luna iría cayendo lentamente hacia la Tierra siguiendo una trayectoria en espiral.

El átomo de hidrógeno, pensó, ladrillo fundamental del universo material, no es más que un electrón orbitando a un protón. Ambos tienen carga eléctrica y masa. La atracción eléctrica, sin embargo, es inconmensurablemente mayor que la gravitatoria. Más concretamente, ¡mil trillones de trillones de veces más intensa! Un uno con treinta y nueve ceros. Algo más que el número total de átomos que albergaron todos los seres humanos que han nacido hasta la fecha. ¿Cómo podía explicarse semejante diferencia de intensidad entre las dos únicas interacciones fundamentales que modelan el universo más allá de la escala atómica? ¿Cómo pudo formarse un universo con tamaña desproporción?

Dirac pensó en la edad del universo, pero no utilizó para ello medidas del tiempo propiamente humanas: la hora o el año tienen que ver con fenómenos astronómicos que se experimentan en la Tierra. Le pareció más oportuno utilizar una medida de tiempo que también involucrara al átomo de hidrógeno: el lapso que le lleva a la luz atravesar su modesta extensión espacial. Y resulta que la edad del universo en estas unidades atómicas es aproximadamente... ¡mil trillones de trillones!

El razonamiento de Dirac, todo lo simple, impecable y elegante que puede resultar una idea nacida al calor de una luna de miel, fue el siguiente. No es razonable que la similitud entre números tan escandalosamente enormes sea casual. Si la interacción gravitatoria es mil trillones de trillones de veces más débil que la eléctrica y la edad del universo es mil trillones de trillones de veces la unidad de tiempo atómico, debe ser porque la intensidad de la gravedad fue similar a la eléctrica en el origen de los tiempos y se ha ido reduciendo paulatinamente desde entonces. Así, la horrorosa desproporción entre ambas que hoy experimentamos sería tan solo un signo de la vejez del universo.

Tan pronto regresó de la luna de miel, escribió una breve carta que envió a la revista Nature el 5 de febrero.

El poema sin versos

Cuando Niels Bohr leyó el artículo de Dirac, dos semanas más tarde, fue directo a la oficina de George Gamow, en Copenhague, y blandiendo la revista en sus manos sólo atinó a decir: “¡Mira lo que le pasa a la gente cuando se casa!”. A pesar de que la idea era sugerente y tenía los atributos de originalidad y genio esperables en Dirac, el hecho de que el escueto texto no contuviera ni una sola ecuación llamaba mucho la atención. En definitiva, las ecuaciones eran el lenguaje con el que Dirac era capaz de escribir poesía y física al mismo tiempo, como ningún otro. El hecho de que afirmara que los grandes números no resultan de ecuaciones sino que son el corolario del paso del tiempo, señales de un universo desvencijado, era una renuncia particularmente dolorosa. Como si el viejo Beethoven decidiera componer una sonata sin notas, juzgando que el resultado ha de ser el mismo, ya que él no puede escucharlas.

La reacción de la comunidad académica, que celebraba la aparición de cada artículo de Dirac con júbilo, fue de mutismo casi absoluto. Nadie se atrevía a opinar sobre el asunto. Sólo Subrahmanyan Chandrasekhar, quien más tarde recibiría el premio Nobel de Física, le envió una carta manifestando su entusiasmo con la Hipótesis de los Grandes Números, el nombre que le dio Dirac a su razonamiento numerológico.

En un universo en el que todo está en movimiento y envejece inexorablemente por el imperio de la termodinámica, ¿tiene sentido que haya algo a lo que se pueda llamar una constante? ¿No son las constantes un intento desesperado por aferrarnos a algo que podamos reconocer aunque todo lo demás envejezca?

Un número aún mayor, por cierto, podía obtenerse dividiendo la masa del universo por la de un protón. De ese cálculo resulta que hay en el universo un trillón de quintillones de quintillones de protones. ¡Un uno con setenta y ocho ceros! El monstruoso número anterior elevado al cuadrado. La fidelidad con su propia hipótesis obligaba a Dirac a concluir que la materia se crea continuamente, y cada vez a un ritmo mayor. Especuló con la posibilidad de que se creara en todo el espacio o en aquellos lugares donde ya hay materia, inclinándose por esta última. Si la debilidad de la gravitación es el reflejo de la ancianidad del universo, entonces debería seguir siendo cada día más débil. Pero si la cantidad de protones aumenta cada día, a un ritmo mayor, entonces la atracción gravitatoria de los astros sería cada vez más intensa. Así, la Luna iría cayendo lentamente hacia la Tierra siguiendo una trayectoria en espiral. No sería el cielo, ¡por Tutatis!, pero la Luna acabaría cayendo sobre nuestras cabezas.

El espejo en la Luna

La sensación de extrañeza persistía a pesar de las veinte horas transcurridas desde que, tras un riesgoso alunizaje en el que había demostrado su enorme pericia como piloto, Neil Armstrong dio su pequeño paso que fue un gran salto para la humanidad. No podían permanecer mucho más allí, por lo que hizo una seña a Buzz Aldrin para levantar el retrorreflector láser que debían acomodar sobre la superficie lunar. Se trataba de un arreglo rectangular de retrorreflectores de esquina cuyos espejos, como los ojos de un gato, reflejan la luz en la misma dirección en la que esta incide. Ya habían colocado un sismógrafo y explorado algunas decenas de metros de la “espléndida desolación” de tinte azul a la que se había bautizado como Mar de la tranquilidad, a mediados del siglo XVII.

LunaDesde la Tierra se iluminarían estos retrorreflectores —y los que dos años más tarde dejaron los astronautas de las misiones Apolo 14 y 15— con haces de luz láser enviados usando grandes telescopios que también servirían para observar la luz reflejada. El tiempo de demora en el viaje de ida y vuelta daría una medida precisa de la distancia entre la Tierra y la Luna. Observatorios de Estados Unidos, Francia, Australia y Alemania realizan hasta hoy medidas independientes con la intención de poner a prueba la Teoría de la Relatividad General y, ya que estamos, comprobar si nuestro satélite se nos acerca peligrosamente en este vals perpetuo que baila con la Tierra. ¿El resultado? La Luna, lejos de caer, se aleja en espiral casi cuatro centímetros al año, principalmente por efecto de las mareas.

Materialismo dialéctico e inmovilismo

Hubo un aspecto del trabajo de Dirac que produjo un impacto inesperado en los pensadores marxistas de aquel entonces. La idea de que las constantes que rigen las leyes de la naturaleza dependieran de la época fue interpretada como un respaldo de las ciencias naturales —en la voz de uno de sus máximos exponentes— al materialismo dialéctico de Karl Marx y Friedrich Engels. El célebre biólogo John Burdon Haldane, padre junto a Aleksandr Oparin de la abiogénesis —la teoría del origen de la vida a partir de materia inerte—, también fue un reconocido marxista y se refirió con gran entusiasmo a “estas expresiones de la dialéctica fundamental de la naturaleza que muestran la influencia de los procesos históricos aún en la exactitud de la física”.

Aunque en esta ocasión la hermosa barcaza forjada por Dirac con los mejores materiales se haya ido a pique cerca de la costa, lo cierto es que en su pensamiento se esconde una idea interesante y seductora. En un universo en el que todo está en movimiento y envejece inexorablemente por el imperio de la termodinámica, ¿tiene sentido que haya algo a lo que se pueda llamar una constante? ¿No son las constantes un intento desesperado por aferrarnos a algo que podamos reconocer aunque todo lo demás envejezca? Cuando somos niños nos gusta que nos cuenten siempre la misma historia y nos enojamos ante la modificación más nimia. De adultos invocamos la constancia de ciertas cosas, quizás para estar seguros de que al despertar cada mañana seguimos siendo nosotros mismos.

Relacionados