Por Nicolás Alonso // Ilustración: Vicente Reinamontes Abril 1, 2016

Que el neurocientífico Emilio Kropff esté aquí, sentado frente a esta diminuta mesa brillante de madera en el hotel San Francisco, no habría sido posible de otra forma. Aunque hubiera puesto su despertador a las siete de la mañana, como lo puso, y hubiera anotado el encuentro en su agenda, como lo hizo, si alguna de ellas hubiera fallado no habría tenido chances: no habría podido encontrar el camino desde su habitación hasta el vestíbulo y a esta mesa, y no habría comprendido la distancia que estaba abarcando, ni su propio movimiento. Que pueda estar aquí, como mañana estará en Buenos Aires retomando las investigaciones que fueron incluidas por Science News entre las 25 más interesantes del mundo en 2015, depende, por supuesto, de que hagan bien su trabajo las cuatro protagonistas de esta historia, las llaves maestras del GPS humano.

Lo que se sabía antes de 2004 era esto: el investigador neoyorquino John O’Keefe había descrito, en 1972, las place cells, unas extrañas neuronas alojadas en el hipocampo, el sector del lóbulo temporal relacionado con el aprendizaje, encargadas de almacenar la información contextual de los lugares que observamos. Las responsables de que el neurocientífico Emilio Kropff haya recordado hace media hora dónde desayunar —y que quizás lo siga recordando si vuelve a este hotel en cinco años—, y de que ahora recuerde, luego de pararse a conversar unos minutos con un colega, cómo volver a esta mesa. Sabíamos eso, pero también que no era suficiente. Unas neuronas capaces de almacenar datos externos pueden esbozarnos un mapa, pero no nuestro punto dentro de ese mapa, ni el mejor trayecto.

Para que un GPS animal pudiera funcionar necesitaba tres cosas: un señal que mapeara su entorno, una brújula y un velocímetro. Las dos primeras cosas los mamíferos habían demostrado tenerlas en las grid y head direction cells, pero aún faltaba una pata del trípode.

Eso sabíamos en 1972. Algo más de tres décadas se tardó en llegar 2004, y traer consigo una revolución neurocientífica, cuando el matrimonio noruego Edvard y May-Britt Moser le pegó una patada a la puerta de la navegación cerebral, al anunciar el descubrimiento que les significaría el premio Nobel de 2014 a ellos y a O’Keefe también. Lo que hacían las grid cells, las neuronas que encontraron en la corteza entorrinal, un trozo de materia gris pegado al hipocampo, era impresionante: mapeaban y actualizaban de forma periódica el espacio, proyectando en el entorno una red invisible de hexágonos, donde estas neuronas registraban cada vez que el animal pasaba por encima de un punto. Las que le permitirían, por ejemplo, al neurocientífico Emilio Kropff pararse ahora de esta mesa, cerrar los ojos, avanzar cinco pasos y poder imaginar con precisión en qué punto del vestíbulo se encuentra parado.

Tardó cuatro años el matrimonio en afinar aún más el sistema, agregando un nuevo elemento: las head direction cells, unas neuronas, también de la corteza entorrinal, que prestaban toda su atención a una sola cosa: la dirección a la que apunta la cabeza. Cuando este descubrimiento fue publicado, el neurocientífico Emilio Kropff, de 30 años, acababa de enterarse de que los Moser lo habían aceptado para hacer su posdoctorado, y no lo podía creer. Llevaba una trayectoria algo errática: en su natal Bariloche había estudiado Música, Economía y Filosofía, y luego se había mudado a Buenos Aires para estudiar Física, como sus padres. Se había obsesionado con la inteligencia artificial y la neurociencia y, luego de ser rechazado para hacer su doctorado en ocho universidades norteamericanas, finalmente lo habían aceptado en la Escuela Internacional Superior de Estudios Avanzados de Trieste, Italia. Allí, el descubrimiento de los Moser lo había impresionado tanto que había mandado su postulación como un gesto, para quedarse tranquilo consigo mismo. Si entonces le hubieran preguntado, no hubiera apostado por sus posibilidades de que lo aceptaran. Tampoco hubiera apostado, por supuesto, que iba a ser él, en ese laboratorio de estrellas, quien descubriría la pieza faltante del rompecabezas.

Emilio KropffA falta de un satélite que le marque su ubicación orbitando la Tierra, para que un sistema de GPS animal pudiera funcionar necesitaría tres cosas: un señal que mapee su entorno, una brújula y un velocímetro. Las dos primeras cosas los mamíferos habían demostrado tenerlas en las grid cells y las head direction cells, pero sin el velocímetro aún le faltaba una pata al trípode. Sentado en este vestíbulo a las nueve de la mañana, invitado a Chile por el Instituto de Neurociencia Biomédica (BNI), el neurocientífico Emilio Kropff, con 38 años uno de los investigadores jóvenes más relevantes del continente, prueba una metáfora:

—Es muy parecido a los navegantes que en la antigüedad cruzaban el océano, y se ubicaban mirando las estrellas. Esperaban a que se hiciera de noche, miraban al cielo, y podían calcular dónde estaban. Ahora, si durante muchas noches el cielo se nublaba, ¿qué hacían? Tenían una brújula, que les permitía saber en qué dirección iban, y tenían la velocidad. Por eso tiraban un barril al agua atado a una cuerda, y contaban los nudos. Así podían calcular la posición relativa donde se encontraban.

Luego prueba otra metáfora:

—Cuando piensas en cómo tener navegación espacial basada sólo en uno mismo, necesitas tres piezas: un tablero de Monopoly con la ubicación donde tengo mi ficha, una brújula para saber la dirección en la que voy a avanzar, y la velocidad para saber cuántos cuadritos avanzo. Por bastante tiempo ese último fue el elemento faltante, y claro, puedo tardar una semana en proponerlo, pero veinte años en demostrarlo.

Una vez en Noruega, con 30 años y aún sorprendido por tener un lugar en el laboratorio de los neurocientíficos más importantes de mundo, Kropff tardaría cuatro años en demostrarlo.

LA CIENCIA Y LA NIEVE

Antes de convertirse en uno de los cerebros que mejor entienden la navegación espacial, Emilio Kropff sufrió años para encontrar su norte. Y eso que sus coordenadas parecían claras: de niño, su padre, el físico argentino Fernando Kropff, lo llevaba al acelerador lineal de neutrones que construyó en el Instituto Balseiro de Bariloche, para que girara las llaves y echara a andar lo que para él era un juguete gigante. En tanto, su madre, la física María Teresa Kropff, aprovechaba para hacer avances clave en el estudio de las propiedades magnéticas. En los días de nieve, cuando no había colegio, él y sus amigos del barrio recibían lecciones de programación de su padre, en una casa donde una cama o una mesa no tenían ningún problema en convivir con un enorme osciloscopio.

Bariloche ya entonces iba camino a ser lo que es hoy: un polo donde se construyen satélites, que nunca dio un futbolista famoso, pero que tiene la mayor concentración de científicos del país. Pero el joven Kropff —por negación, dice hoy— quería ser músico, y llegó a estudiar saxofón y oboe en un conservatorio. Luego psicólogo. Luego economista. Luego filósofo. En esa última carrera, estudiando a los posmodernos y sus críticas a la “dictadura de la ciencia”, algún mecanismo de su infancia se activó para convencerlo de seguir de una vez la ruta de sus padres e inscribirse en Física en la Universidad de Buenos Aires. Allí, todavía desorientado, organizó un ciclo de charlas para saber en qué trabajaban los profesores cuando no hacían clases. Entonces escuchó por primera vez hablar de las redes neuronales artificiales, los algoritmos inspirados en cómo funciona el cerebro humano. Interesado de nuevo por la programación, de a poco comenzó a fascinarse por cómo funciona el computador más complejo de todos. Decidió convertirse en neurocientífico.

Lo que hizo, luego de implantar electrodos en la corteza entorrinal de ratas de laboratorio, fue construir un auto de madera inspirado en Los Picapiedra, sin piso, y subir en él a los animales para que tuvieran que avanzar a distintas velocidades en distintos entornos.

Con un mapa más claro en su cerebro, el trayecto, dice, lo empujó el azar: seleccionado para hacer su doctorado en Trieste, en donde trabajó para colaboradores de los Moser, pronto estaba mucho más interesado en los descubrimientos del hipocampo y la corteza entorrinal que en su tema de doctorado: entender cómo funciona el lenguaje, un fenómeno en el que actúa casi todo el cerebro y del que sabemos poco más que nada. De todas formas, el paper que llegó a publicar, una demostración matemática de cómo actúan las lesiones en la memoria semántica, dejó clara su intuición con los números.

Entonces los Moser aparecieron para decirnos cómo es que logramos entender nuestros propios pasos, y Kropff sintió que justo allí, en esos dos misterios que son el hipocampo y la corteza entorrinal, estaban las claves de todo lo que le interesaba: la capacidad de aprender, que puede replicarse artificialmente, y la memoria, espacial y personal, el lugar donde se juega buena parte de las preguntas que lo habían llevado a ser un confundido estudiante de Filosofía.

Cuando pisó por primera vez el laboratorio de la fría Noruega, nevada como su natal Bariloche, lo que quería era estudiar matemáticamente, en un computador, las maravillosas redes hexagonales de las grid cells, pero los futuros nobeles tenían otros planes.

—Me dijeron: “Nosotros no te podemos enseñar a hacer modelos, así que vas a tener que aprender a hacer experimentos”. Yo había pasado los últimos diez años de mi vida frente a un monitor. Me presentaron a una rata: “Emilio, esta es la rata; rata, Emilio”. “Esta es la cabeza, esta es la cola”, y bueno, tuve que aprender a hacer cirugías, implantarles electrodos en el cerebro. Me fascinó, pero tenía miedo de no dar la talla.

Pese al frío exterior, el laboratorio era cálido: los Moser invitaban pizzas para todo el equipo los viernes, y los avances se celebraban con champaña. Los investigadores se ayudaban y allí, en un clima de “fraternidad de fin de mundo”, el argentino aprendió muy rápido. En 2008, ya había publicado en Science, junto a su compañero Trygve Solstad, un descubrimiento muy importante: las border cells, unas neuronas encargadas de entender el perímetro de los ambientes.

Pero la gran pieza que faltaba seguía siendo el sensor de velocidad. Y Emilio Kropff, que tenía la intuición de que el huidizo velocímetro en realidad no existía, se lanzó a probar esa hipótesis. Pero se equivocó.

LA HIPÓTESIS FALSA

El neurocientífico Emilio Kropff, sentado a las diez de la mañana en el vestíbulo del hotel San Francisco, dice que la ciencia, cuando avanza de verdad, suele ser con hipótesis equivocadas, pero tan interesantes como para abrir puertas.

Luego vuelve a las metáforas:

—Mi idea era que si yo venía por primera vez a Santigo y la recorría en un Ferrari a 300 kilómetros por hora, iba a tener una idea de la ciudad con poca definición espacial. En cambio, si lo hacía caminando, tendría muchos detalles. Las grid cells, pensaba, iban a tener una periodicidad mayor o menor. Pero si una neurona te fuera avisando a la velocidad a la que estás avanzando, el mapa lo podrías seguir construyendo con igual periodicidad. Yo consideraba que el sistema no podía saber eso. Hasta que encontramos esas neuronas.

El descubrimiento podría impactar en la creación de sistemas artificiales capaces de tomar sus propias decisiones espaciales —autos, electrodomésticos, robots—, y en el diagnóstico temprano del alzheimer, que tiene como primer síntoma la desorientación.

La idea que llevó a Emilio Kropff a realizar uno de los 25 avances científicos más importantes de 2015 tuvo su inspiración en otro pedazo de su infancia: en Los Picapiedra. Lo que hizo, luego de implantar electrodos en la corteza entorrinal de ratas de laboratorio, fue construir un auto de madera como el de la serie, sin piso, y subir en él a los animales para que tuvieran que avanzar a distintas velocidades en distintos entornos. Luego de repetir el ejercicio cientos de veces, una tarde, aún frustrado por no poder comprobar su hipótesis, le llevó a Edvard Moser unos resultados que le parecieron curiosos: un grupo de neuronas se activaban fuertemente a altas velocidades, y casi nada cuando el carro iba despacio. Kropff le mostró sus datos, sin especial entusiasmo. Moser lo miró con cara de sorpresa.

En 2012, ya de vuelta en Buenos Aires y convencido de que tenía las speed cells bajo el brazo, el neurocientífico comenzó una revisión de datos que duró tres años, antes de mandar su descubrimiento, firmado junto a los Moser, a la revista Nature. La respuesta fue negativa: sus revisores creían que esas neuronas podían estar influidas por los distintos ambientes. Kropff volvió a su carro picapiedra: analizó las neuronas en pruebas con la luz apagada, y volvió a mandar el artículo. Cuando Nature lo publicó, en julio de 2015, por primera vez se completó el esquema fundamental del GPS humano, y su nombre se metió entre los nombres importantes de la neurociencia.

La importancia del descubrimiento, cree el neurocientífico, está en el impacto tecnológico y médico que podría tener. Por un lado, en la creación de sistemas artificiales capaces de tomar sus propias decisiones espaciales —autos, electrodomésticos, robots—, y por otro, en la posibilidad de abordar un diagnóstico más temprano del alzheimer, que tiene como uno de sus primeros síntomas la desorientación espacial.

Hoy, mientras afina una publicación de un paper junto a los Moser sobre lo que llaman “ritmos” del cerebro, ráfagas de actividad de poblaciones enteras de neuronas al mismo tiempo, las grandes preguntas, dice, son dos: ¿cuál es el órgano físico que mide la velocidad y la transmite a las neuronas? Y más importante: ¿De qué forma interactúan las place cells del hipocampo, las receptoras de los datos contextuales, con el sistema de navegación que tenemos en la corteza entorrinal?

Experimentos recientes, cuenta el neurocientífico, han demostrado que los taxistas en Londres tienen la zona dorsal del hipocampo, la asociada a la elaboración de mapas, mucho más grande que el promedio, y que los hombres la suelen tener más desarrollada que las mujeres, que, en cambio, tienen más avanzada la zona ventral, responsable de la memoria emotiva. Un jugador de fútbol que demuestra una percepción espacial superior a los demás, como solía hacerlo Zinedine Zidane o como lo hace hoy Lionel Messi, es posible que tenga un sistema de navegación superior al resto, pero la neurociencia aún no puede detallar dónde se juega esa diferencia.

—La pregunta fundamental es cómo se comunican el hipocampo y la corteza entorrinal, y cuándo. Conocemos las partes de esta computadora, pero no podría explicarte cómo Messi hace un gol. Sabemos algunas cosas: cuando recibe la pelota, puede planificar trayectorias usando los mapas que tenemos en la cabeza, con ráfagas de actividad mental. Una ráfaga mental prueba qué pasa si voy en esa dirección y se apaga. Luego otra: qué pasa si voy en esta otra y se apaga. Puedo probar a qué me llevó cada posibilidad y elegir el camino. Esas ráfagas están muy comprimidas, son simulaciones que duran entre cien y doscientos milisegundos. Similares a cómo percibimos muchos eventos en un instante en los sueños, y luego se extinguen de golpe.

—¿Un Messi inspirado podría, entonces, simular mejor o más rápido el espacio y el tiempo?

—Para responderte eso, necesitaría otros cien años de investigación.

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