Por José Edelstein, académico U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UNAB //Ilustración: FabiánRivas Noviembre 20, 2015

Pasadas las ocho de la noche del 29 de julio de 1968, Paul se sentó al piano de los estudios de Abbey Road. Luego de un largo silencio sus cuerdas vocales comenzaron a vibrar, alcanzando un diáfano do mientras sus labios emitían un simple y dulce “Hey”. La vibración se hizo más lenta en la rúbrica del “Jude”, al tiempo que sus dedos hundían cuatro teclas del piano, para que otras tantas de sus cuerdas produjeran un fa mayor. Así echaba a rodar la primera grabación de una de las canciones fundamentales de la historia de la música moderna.

Luego se sumaron más cuerdas. Las de las guitarras de John y George, las vocales de todos ellos, y un conjunto de diez violines, tres violas, tres chelos y dos contrabajos; un aquelarre de cuerdas vibrantes, ninguna de las cuales tenía un atractivo especial por sí misma, pero todas ellas capaces de conformar uno de los himnos de nuestra cultura. Así, cada cuerda actuaba como un átomo, la unidad fundamental de la canción, y sólo el ensamble de todas hacía posible desencadenar el torrente emocional contenido en la obra maestra.

Pocas horas antes, ese mismo día, la revista Il Nuovo Cimento recibía el manuscrito de un joven físico italiano que trabajaba en el CERN, 750 kilómetros al sureste de los estudios londinenses, con un resultado que significaría el puntapié inicial de una nueva área de la física, que hoy conocemos como teoría de cuerdas. El trabajo de Gabriele Veneziano acabaría gestando un universo que, al igual que “Hey Jude”, no sería otra cosa que una multitud de cuerdas cuyo incesante vibrar produce toda su complejidad y sobrecogedora belleza.

El cero y el infinito

Si la materia, como la música, tiene unidades fundamentales e indivisibles, ¿las tiene también el espacio? ¿Podemos dividirlo una y otra vez, indefinidamente, o nos encontraremos con una unidad mínima, un “átomo de espacio”? La misma pregunta cabe con el tiempo. No nos planteamos estas preguntas en un sentido práctico: todo en nuestra vida cotidiana parece indicar que el espacio y el tiempo son continuos. Pero nuestros sentidos suelen engañarnos. Tanto es así que la materia también nos parece continua. Nuestros órganos sensoriales han sido moldeados por la evolución para desenvolverse en las escalas de tiempo, espacio y materia en las que habitan nuestros cuerpos, nuestros alimentos y depredadores.

Si la materia, como la música, tiene unidades fundamentales e indivisibles, ¿las tiene también el espacio? ¿Podemos dividirlo una y otra vez, indefinidamente, o nos encontraremos con una unidad mínima, un “átomo de espacio”?

Si se pudiera dividir el espacio o el tiempo ilimitadamente, la física cuántica nos depararía un gran dilema. El principio de incertidumbre de Heisenberg nos dice que mientras mayor resulte la certeza respecto del instante en el que algún fenómeno ocurre, más grande será la indeterminación de su energía; cuanto más pequeño el intervalo temporal, mayor la energía de los eventos que pueden acontecer. Algo similar ocurre con los volúmenes muy pequeños. En un espacio-tiempo continuo en el que las partículas elementales son puntuales, entonces, el tamaño cero del punto que estas ocupan iría inexorablemente de la mano de la disponibilidad ilimitada de energía. ¡Y esto valdría para los infinitos puntos del vasto espacio-tiempo!

La naturaleza geométrica del espacio-tiempo está descrita desde hace un siglo por la teoría de la relatividad general. Según esta, la acumulación de suficiente energía en una región pequeña daría lugar a un agujero negro; una singularidad que desgarraría el tejido espacio-temporal. De modo que si el espacio-tiempo pudiera dividirse indefinidamente... ¡estaría infestado de agujeros negros!

El tamaño de un punto

Ciencia 1¿A qué escala del espacio-tiempo es de esperar que el punto de vista clásico de un tejido continuo deje de ser una buena aproximación de la realidad? Una pista nos la brindan las constantes fundamentales de la naturaleza. Estas son cantidades que forman parte de las leyes físicas y que resultan ser las mismas aquí, en Andrómeda y en los confines del universo: la velocidad de la luz, la constante de Newton y la constante de Planck. Cada una de ellas representa, respectivamente, la marca de identidad de la relatividad especial, de la gravedad y de la cuántica. Existe una única combinación de estas constantes que da lugar a una escala de longitud. No hay otra forma de generar con ellas algo que pueda medirse en metros. Se la conoce como la escala de Planck. Al llegar a ella crujirán los cimientos de la gravitación y/o de la física cuántica.

La escala de Planck es extremadamente diminuta, unos mil billones de veces más pequeña de lo que hemos podido explorar hasta este momento con nuestro microscopio más potente, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC). Sabemos que al llegar a ella la geometría dejará de parecerse a lo que conocemos. Las nociones de punto, curva y superficie se verán afectadas por el borroneo difuso de Heisenberg. Dicho de un modo más drástico: no existe la geometría a esas escalas. Ni el espacio, ni el tiempo. No es de extrañar que la relatividad general sea incompatible con la física cuántica. Casi nueve décadas de exploración a manos de los físicos más importantes de los siglos XX y XXI no han logrado apaciguar sus diferendos. Y, sin embargo, su reconciliación es fundamental para comprender el evento fundacional de nuestra historia cósmica: los instantes que siguieron al Big Bang, momento en que todo era extremadamente pequeño y energético; es decir, cuántico y gravitacional. Necesitamos unificar estas teorías para comprender el origen del universo.

Una posible solución a este desaguisado sería pensar que el espacio-tiempo está dividido en celdas fundamentales; como una pared lo está en ladrillos. De ser así, sin embargo, habría inevitablemente direcciones privilegiadas en el espacio, como las líneas horizontales o verticales de la pared. Sólo las esferas son respetuosas de la simetría espacial, pero podemos comprobar con unas pocas naranjas la imposibilidad de empaquetarlas sin dejar resquicios. Hay formas sofisticadas de rehuir este argumento, pero mantengámonos en el terreno de lo más simple.

El Universo muestra la hilacha

¿Y si las partículas elementales no fueran puntuales? Supongamos por un instante que se tratara de minúsculas cuerdas sin espesor. Estamos pensando en cuerdas que no están hechas de nada: son ellas mismas el objeto fundamental. Tal como ocurre con las de la guitarra, estas pueden vibrar y tienen su espectro de notas y armónicos. Para quienes no seamos capaces de discriminar los detalles de la diminuta cuerda, lo único que apreciaremos cuando vibre a una frecuencia determinada es la presencia de un objeto que nos parecerá puntual y cuya masa será mayor cuanto más aguda sea la nota. ¡Todas las partículas conocidas podrían obtenerse a partir de una única cuerda!

Los extremos de la cuerda, al ser puntuales, podrían representar un problema. Supongamos que los unimos, cerrando las cuerdas en sí mismas; pequeños lazos que pueden desplazarse y vibrar. Al estudiar las propiedades de las partículas que resultan de estas vibraciones nos encontramos con una sorpresa mayúscula: ¡una de ellas tiene exactamente las características de un gravitón, la partícula cuántica de la gravedad! Secreta e inesperadamente, ¡la teoría de cuerdas es una teoría cuántica de la gravedad! De modo que la geometría, a pequeñas escalas, podría no ser otra cosa que una multitud de pequeñas cuerdas vibrando.

¿Cuántas dimensiones espaciales tiene el universo a escalas pequeñas? La teoría de cuerdas tiene una respuesta tan sorprendente como libre de ambigüedades: ¡nueve! Ni una más, ni una menos. Las tres dimensiones que nuestros sentidos perciben serían una ilusión de la escala a la que observamos.

¿Cuántas dimensiones tiene una sábana? Vista de lejos, diríamos que se trata de una superficie bidimensional. A distancias más cortas, sin embargo, podríamos apreciar su espesor y concluir que las dimensiones son tres. Pero la mayor sorpresa acontecerá al verla desde tan cerca que seamos capaces de advertir que se trata de un largo hilo, convenientemente tejido. La hilacha de la sábana revelará su carácter unidimensional. Aun desde más cerca veremos el grosor del hilo y nos reconciliaremos nuevamente con las tres dimensiones. La dimensionalidad, por lo tanto, depende de la resolución empleada en la observación.

Esto nos permite plantearnos una pregunta crucial: ¿cuántas dimensiones espaciales tiene el universo a escalas pequeñas? La teoría de cuerdas tiene una respuesta tan sorprendente como libre de ambigüedades: ¡nueve! Ni una más, ni una menos. Las tres dimensiones que nuestros sentidos perciben serían una ilusión de la escala a la que observamos. No parece descabellado que en una teoría cuántica del espacio-tiempo el número de dimensiones resulte ser una predicción inapelable.

Veneziano realizó los cálculos que dieron lugar a su revolucionario trabajo en un barco que lo llevaba de Haifa a Venecia. Los Beatles, ¡cómo no!, grababan en ese momento “Revolution”. You say you got a real solution\ Well, you know\ We’d all love to see the plan, demandaron los chicos de Liverpool, y el italiano atendió a su pedido: escribió los resultados al llegar a Ginebra y los envió a publicar. Unas semanas después los presentó en una conferencia en Viena y fueron recibidos, al igual que “Hey Jude”, con desbordante entusiasmo. El universo físico, al tiempo que el musical, mostró la hilacha. Refinada. Elegante y sutil es el tejido del cosmos.

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