Por Francisco Aravena // Fotos:Marcelo Segura Noviembre 13, 2015

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Hasta ahora no podemos saber mucho sobre la paciente 1. Sí sabemos que es mujer y que su vida está en peligro. Sufre un cáncer ovárico avanzado. Ya ha recibido la noticia de que no existen tratamientos disponibles para intentar salvarla. No tiene más opciones. Excepto esta: firmar un consentimiento informado, acordando participar en una prueba clínica de la droga 1537 que la autoridad estadounidense, la Food and Drug Administration, ha autorizado iniciar. La paciente 1 llegará el lunes 16 de noviembre hasta el hospital de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), para convertirse en el primer ser humano en recibir la primera dosis de un compuesto que, en su etapa preclínica —en el laboratorio y en modelos animales—, ha mostrado resultados, por decir lo menos, promisorios. En UCSF la recibirá el equipo de la doctora Pamela Munster, y después de administrarle la droga le tomarán una muestra de sangre, para ver cómo se ha distribuido por su cuerpo.

En particular, la fase 1 tiene como objetivo principal determinar el nivel de toxicidad de la droga. Para ello, la mujer recibirá una dosis inicial diez veces más baja que aquella determinada como tóxica en los animales (ratones y macacos) en los que se probó antes. Si no presenta problemas, a un siguiente grupo de pacientes se les suministrará una dosis 50% mayor que la inicial. Si esos pacientes tampoco presentan problemas, es posible que esa primera mujer de la prueba acceda a esa dosis aumentada. En total, se espera que en esta fase 1 participen de 18 a 20 pacientes.

Si todo resultara perfecto en el largo camino de la experimentación en humanos, la droga podría acercarse al ideal de la “bala mágica”, aquella que destruya exclusivamente las células cancerígenas sin dañar las células normales.

Es muy probable que esa primera paciente no se entere, pero la droga 1537, que estará accediendo a liberar dentro de su organismo, tiene un par de particularidades que la hacen distinta a las 1.034 drogas que iniciaron sus pruebas clínicas de fase 1 en todo el mundo el año 2014, y desde luego muy distinta a las 10 nuevas drogas para el cáncer aprobadas el mismo año para salir al mercado. La primera: que ha sido desarrollada completamente en Chile, por científicos chilenos, financiados en un cien por ciento con capitales chilenos, que hasta la fecha suman unos 18 millones de dólares, de los cuales cerca de 15 corresponden a fondos de inversión y aportes de privados, y el resto a fondos estatales concursables.

La segunda, que los resultados que se han obtenido en las pruebas preclínicas entregan fundadas razones para pensar que el principio y la tecnología pueden ser eficaces en prácticamente todos los tipos de cáncer. Si todo resultara perfecto en el camino de la experimentación en humanos —algo que, por ahora, es poco menos que una utopía—, la 1537 podría acercarse al ideal de la “bala mágica”, aquella que destruya exclusivamente las células cancerígenas sin dañar las células normales.

ciencia 2Pero si algo enseña la lucha contra el cáncer, es que el fin del emperador de todos los males nunca está tan cerca como parece. De manera que los investigadores chilenos son muy cautos al hablar de su potencial, y en la empresa que los agrupa, Andes Biotechnologies, celebran los logros paso a paso.
Por eso destaparon una champaña el 13 de septiembre pasado, cuando recibieron la confirmación oficial de la FDA, autorizando el inicio de la prueba clínica. La postulación de cerca de seis mil páginas había al fin rendido el fruto esperado. Era un hito importante en la historia del dream team encabezado por el científico y empresario Pablo Valenzuela, Premio Nacional de Ciencias 2002, y el director científico Luis Burzio, el hombre tras el descubrimiento y la investigación que se tradujo en la droga, y Bernardita Méndez, el cerebro detrás de los temas de propiedad intelectual y de la FDA.

Nada tendrán que ver ellos ni ningún miembro del equipo chileno en la elección final de pacientes para la prueba clínica, más allá de la determinación de los requisitos de entrada (donde se excluyen, por ejemplo, los llamados tumores no sólidos y los tumores cerebrales). De eso se encarga la doctora Munster, quien desde 1997 tiene bajo su supervisión cerca de medio centenar de pruebas clínicas de fase 1. Ella eligió a esa primera paciente. Es sólo una paradoja, entonces, que sea una víctima de un cáncer de ovarios la primera en probar una droga que nació de la observación de un espermatozoide.

Un hallazgo fértil

De regreso a Chile en 1980, instalado inicialmente en Valdivia, en la Universidad Austral, tras sus estudios y su trabajo en Estados Unidos en Rockefeller University, el bioquímico Luis Burzio consiguió financiamiento de fundaciones estadounidenses para seguir con la línea de investigación que había empezado en Nueva York: la espermatogénesis. En particular, su pregunta tenía que ver con una observación que desafiaba la verdad imperante en ese entonces. “La hipótesis era que el espermatozoide no era tan pasivo como se creía. Siempre se dijo que su única contribución era el complemento haploide del material genético paterno. Pero yo ya tenía otra evidencia. Entonces, cuando volví comencé a estudiar con qué cosas el espermatozoide contribuye al futuro cigoto”, recuerda Burzio.

ciencia 3Años más tarde descubriría una molécula que les llamó la atención: un RNA de origen mitocondrial no codificante (es decir, que no actuaba como mensajero del ADN para formar una proteína). Como sucede en ciencias y en las buenas historias, una cosa llevó a la otra. Su hipótesis siguiente fue que ese RNA era fundamental para comenzar las divisiones celulares del cigoto, del huevo fecundado.

Lo lógico hubiera sido estudiarlo recreando procesos de fertilización in vitro. “Es decir, tomar ovocitos de ratón, juntarlos con espermatozoides de ratón y tratar de pesquisar esta molécula”, cuenta Jaime Villegas, un biólogo ex alumno de Burzio que recién se había integrado a su laboratorio.

La escasez de recursos, en este caso, jugó a favor de la historia. “Como no teníamos esa tecnología, dijimos: sabiendo que después de la fertilización lo primero que viene es una serie de divisiones celulares sucesivas y bien rápidas, ¿busquemos algo parecido?”, recuerda Villegas. Ese algo parecido, razonó Burzio, tenían que ser las células de tumores: “Si los tumores proliferan, debería existir este RNA en las células tumorales”, recuerda el bioquímico. Con un patólogo amigo de la universidad consiguió tejidos de un tumor. Pronto confirmó su sospecha. “Encontramos que las células tumorales estaban virtualmente llenas de este RNA. Empezamos a buscar otras líneas tumorales, distintas, y encontramos siempre lo mismo: que esas células expresaban fuertemente este RNA”, explica Villegas. “Obviamente dijimos: ‘tiene que estar relacionado con proliferación’. O sea, debe ser parte de la maquinaria que le dice a la célula: divídase, divídase, divídase”.

El siguiente paso en el laboratorio iba a marcar un giro radical en la materia de la investigación y, de paso, en las vidas de Burzio y Villegas. “Empezamos a ver qué función podía cumplir”, cuenta Burzio. “Y haciendo esos estudios encontramos que si uno, con una molécula que se llama un oligonucleótido se lo introduce a la célula, la célula muere. Nos preguntamos ¿qué le pasará a una célula normal? Porque, claro, el ácido sulfúrico también mata al cáncer, pero te mata a ti. Y tuvimos otro resultado espectacular: a la célula normal no le pasaba nada. Solamente morían las células tumorales”.

Estaban impactados. El resultado se repetía una y otra vez. “La célula tumoral se moría, y el tipo de muerte era por un mecanismo que se llama apoptosis o muerte celular programada”, explica Villegas. “La célula, en buenas cuentas, se suicida, y cuando la célula se muere por apoptosis dentro de un tejido, termina siendo fagocitada por otras células y, por lo tanto, no hay procesos inflamatorios y no hay efectos secundarios asociados a la muerte”.

La empresa de la ciencia

Entre el hallazgo de Luis Burzio y la posibilidad de transformarlo en una droga y eventualmente una terapia contra el cáncer era necesario construir algo más que un puente. Es en este punto cuando entra en escena Pablo Valenzuela, el celebrado bioquímico chileno, que tras más de dos décadas radicado en California decide replicar en Chile —a principios del 2000— un modelo de colaboración entre ciencia y empresa cuyo éxito había comprobado en San Francisco. Allá, Valenzuela había formado, en 1981, una de las empresas pioneras de la biotecnología, Chiron Corporation, y se había inscrito en la historia con contribuciones indiscutibles para la ciencia mundial: la creación de la vacuna contra la hepatitis B, el descubrimiento del virus de la hepatitis C y la secuenciación del genoma del virus del Sida. Junto a su amigo Mario Rosemblatt, inmunólogo, y su mujer, la también científica Bernardita Méndez —quien en Chiron fue vicepresidenta y se especializó en el área regulatoria y de patentes—, crearon en Santiago la Fundación Ciencia & Vida y también la empresa BiosChile, junto al bioquímico Arturo Yudelevich.
Burzio dice que Valenzuela lo convenció de cometer “un pecado que no está en los 10 mandamientos”: cambiar Valdivia por Santiago, Adonde llevó su investigación para hacerla crecer.

“Pablo es algo así como el hombre cohete”, recuerda Burzio. “Y nos hizo un link con alguien de la empresa que él creó, Chiron. Pero ya Chiron era muy grande y había gente que estaba más o menos dedicada a estudiar el cáncer”.

Estaban impactados. El resultado se repetía una y otra vez. “La célula tumoral se moría, y el tipo de muerte era por un mecanismo que se llama apoptosis o muerte celular programada”, explica el investigador Jaime Villegas.

“Le dije: tenemos que hacer una empresa”, cuenta Valenzuela. “No podemos no tratar”.
En 1997, Luis Burzio y Jaime Villegas instalaron su laboratorio en el parque tecnológico creado por Valenzuela en Avenida Zañartu, en Ñuñoa. Unos años después se les sumaría Verónica Burzio, hija de Luis, y luego el laboratorio comenzaría a crecer. Llegaron más científicos, y pasaron estudiantes de posdoctorado desarrollando sus tesis sobre distintos aspectos de la investigación principal.

Al cabo de casi una década de trabajo, la tecnología estaba lista para sostener una empresa. Para eso, Valenzuela reclutó a otro científico particular. Cristián Hernández, un ex alumno suyo que había estudiado Biotecnología Molecular pero, convencido de que lo suyo eran los negocios, había partido a Inglaterra a estudiar un Máster en Empresas de Biociencias, en Cambridge. Al cabo de unos años de trabajar allá, se contactó con Valenzuela para pedirle ayuda para irse a trabajar a California. Terminó convertido en el gerente general de Andes Biotechnologies, acompañando a Valenzuela para reunirse con inversionistas chilenos con la meta de reunir cuatro millones de dólares entre fondos de capital de riesgo.

ciencia 4Para Valenzuela, que desde la fundación había estado “evangelizando” a empresarios y líderes de opinión sobre la importancia de apoyar la ciencia y generar una economía del conocimiento, llegar a esos fondos no fue difícil. De hecho, era consultor científico de los dos grupos de inversión que se interesaron en financiar Andes: Austral y Aurus.

Yo vendo esto diciendo: “Olvídate de la plata que vas a poner. No pongas un cinco que necesites para algo”, dice Valenzuela. “Esta no es sólo una inversión riesgosa; es intelectualmente interesante”. Y agrega: “Es la posibilidad de hacer un aporte trascendente poniendo a la ciencia chilena y al emprendimiento chileno en las grandes ligas mundiales”.

Tras esa primera recaudación se realizó una segunda ronda, donde entraron más inversionistas, incluidas algunas family offices, todas chilenas. En el laboratorio, se completó la investigación en células in vitro y los estudios preclínicos en ratones. Además, se contrataron los servicios de un laboratorio en Montreal para realizar pruebas toxicológicas en ratones y macacos, que fueron fundamentales para la autorización para iniciar las pruebas clínicas concedida en septiembre por la FDA.

En este tiempo, han inscrito 38 patentes, de las cuales 27 ya han sido concedidas en distintos países. Como en Chiron, ha sido Bernardita Méndez la encargada de llevar el tema de las patentes y de la compleja postulación para obtener el vamos de la FDA para el inicio de las pruebas clínicas. “Creo que es bien particular que lo hayamos logrado en un grupo tan chico”, destaca la científica. “El resto ha sido incorporar gente en labores específicas que hemos contratado para cosas puntuales a través de outsourcing, con supervisión de nosotros en todo”, dice en relación a las empresas canadienses y estadounidenses que Andes empleó para preparar distintos aspectos del dossier ante la FDA. “Y creo que hemos podido hacerlo porque hemos tenido esta interacción permanente con Estados Unidos, porque tenemos el conocimiento previo que nos permite atrevernos a hacerlo y que nos permite poder hacerlo”.

Pablo Valenzuela cuenta que un par de empresas extranjeras manifestaron su interés por asociarse, pero ofrecían muy poco: “Era como vender una fruta cuando sólo tienes la semilla del árbol que te producirá la fruta”, resume. Cree, sin embargo, que una vez realizada la fase 1 de la prueba clínica, y antes de las fases 2 y 3 —destinadas a medir la efectividad de la droga—, mucho más costosas, podría ser el momento de asociarse, o incluso vender la empresa. “La gracia aquí es aumentar el valor con presupuestos ajustados, sin llegar a las inversiones enormes. Hacerlo, hacerlo bien y lograr entrar al mercado, cuando sea el momento de ofrecer algo que tenga un valor suficientemente interesante”, dice Valenzuela.

“Es el ejemplo perfecto de algo que a nosotros nos interesa mostrar: que la investigación básica es esencial”, dice Bernardita Méndez. “Y, además, trabajar con esta tecnología desarrollada completamente en Chile, financiada por capitales chilenos, es demasiado bonito”.

Hernández proyecta los diferentes escenarios para la empresa tras la fase 1 de la prueba clínica: “Un escenario es que aparezcan datos interesantes en algunos pacientes, lo que significa que tenemos que pasar sí o sí a la fase 2, donde ya vamos a ir más dirigidos a encontrar la eficacia terapéutica, y estudiar si esto funciona”, explica. “Y para hacer esa fase 2 vamos a necesitar dinero; para conseguirlo, podemos hacer un trato con una farmacéutica o con una compañía igual a la nuestra, o levantar más capital y seguir empujándolo nosotros”, agrega. “Otro escenario es que esto resulte increíble y a todos nos sorprenda y se precipite entonces un trato con una compañía más grande, pero ya en la forma de una transacción, una licencia o una venta”.

El tercer escenario, claro, es que nada resulte. Que la aplicación de la droga 1537 en humanos muestre una toxicidad o unos efectos secundarios en humanos que no se advirtieron en las pruebas preclínicas, y todo el sueño termine ahí.

La esperanza y la cautela

AUDIORudolf Virchow lo estableció a fines del siglo XIX: omnis cellula ex cellula. Toda célula proviene de otra célula. Corre también para el cáncer o cualquiera de las 110 enfermedades que hoy agrupamos bajo ese nombre, unidas por el mismo origen: una proliferación descontrolada de una célula.
Atacar el cáncer parece entonces atacar el mismísimo mecanismo que nos permite perpetuar nuestra especie. Pero con todo lo imposible que ha parecido a lo largo de la historia, cientos de personas se han resistido a resignarse ante lo que parece una fatalidad ineludible. Gracias a ello, hoy tenemos alternativas terapéuticas a una enfermedad cuyo nombre solía ser sinónimo de muerte.

En la Universidad de California en San Francisco, la doctora Pamela Munster se mantiene optimista respecto al estado general de la investigación contra el cáncer en el mundo. “Esta es una época muy excitante en la oncología, porque estamos realmente marcando una diferencia”, dice. “El año pasado se realizaron mil nuevas pruebas clínicas de fase 1, 1.400 pruebas de fase 2 y 500 pruebas de fase 3. Eso es bastante impresionante. Hubo 10 nuevas drogas aprobadas en 2014 para el cáncer, y comparado con sólo 2 hace cinco años”, grafica.

“Lo que descubrió Luis Burzio parece ser algo totalmente nuevo y parece que funciona en animales”, dice Pablo Valenzuela. “Creo que nadie tiene la fuerza para salirse de esto. Esta cuestión es una droga intelectual. Esto no lo puedes dejar”.

Pero la historia de pequeños triunfos también ha dejado un rastro de trágicas decepciones. Ha sido una guerra de pocos triunfos y muchos caídos. Hoy el cáncer es la enfermedad de más rápido desarrollo en el planeta. Se calcula que para 2030 habrá 22 millones de casos en todo el mundo.
Un monstruo de ese tamaño es suficiente como para llamar a la cautela a la hora de comentar los hallazgos hechos en un laboratorio o en modelos animales. Burzio, Valenzuela, Villegas, Méndez, Hernández y todos en el equipo chileno saben que son muchísimas las cosas que pueden pasar a la hora de probar su droga en humanos.

Han comprobado también los riesgos de generar expectativas desmedidas. Luis Burzio cuenta que hace unos años, a raíz de un premio que recibió, empezó a recibir llamadas en su laboratorio de pacientes con cáncer pidiendo hora con “el doctor Burzio”.

El trabajo de la doctora Munster, en UCSF, pasa por conocer el funcionamiento de cada droga que prueba, y destaca que la de Andes es interesante, pues tiene un mecanismo diferente. “Estamos partiendo con las mejores premisas”, asegura sobre la droga 1537. “Tenemos modelos preclínicos sólidos, tenemos un buen perfil de seguridad, tenemos una fabricación de la droga que es muy sólida. Creo que es como poner un caballo de carreras en la pista. Todas las condiciones son las correctas, pero no sabes si el caballo va a ganar”, dice la doctora, ella misma sobreviviente de un cáncer de mamas hace tres años. “Pero es por eso que hacemos esto”.

Mientras se desarrolle la prueba clínica, en los laboratorios de Andes Biotechnologies el trabajo no se detiene. Si bien lo que suceda en el inicio de la fase 1 de la prueba clínica, que debería extenderse típicamente por un año, va a ser determinante en lo que pase en el futuro —de la droga, de la empresa y del grupo de investigación—, saben que no pueden sentarse a esperar.

Uno de los puntos centrales será definir en qué tipos de cáncer se hará foco en una eventual fase 2. Hasta ahora, los mejores resultados preclínicos los han visto en cáncer de mama, melanoma, próstata y renal. “Ahí hemos tenido resultados interesantes. El tumor deja de crecer y en algunos casos desaparece”, dice Jaime Villegas.

El grupo de Verónica Burzio, por su parte, seguirá enfocado en la ciencia básica, fundamentalmente para tratar de entender qué pasa dentro de la célula con el tratamiento. Es decir, por qué funciona. La investigadora adelanta que, además, deben avanzar en los estudios de los cánceres de la sangre, como la leucemia o linfoma.

Un cierre perfecto

Imagen-cangrejo2Mientras en el laboratorio los investigadores proyectan los próximos pasos del trabajo, fuera de él, cuando ponen la cabeza en la almohada, algunos de ellos se permiten darle una vuelta a lo que significaría que todo esto resultara. Villegas piensa a veces en todo el camino que ha recorrido para encontrarse en este punto: desde las clases de biología en la Escuela C-37 Holanda de Calbuco, donde el profesor lo dejaba fuera de la sala porque ya se sabía la materia, hasta la ironía de estar en la misma empresa que Pablo Valenzuela, el hombre que inadvertidamente lo inspiró a dedicarse a esto en una entrevista que dio en una de sus visitas a Chile, a principios de los 80. Hoy Villegas dice que la imaginación del futuro lo tiene “optimista y asustado”: optimista porque cree que todo lo que han visto en las pruebas preclínicas debe refrendarse en las pruebas con humanos. “Lo de asustado es porque, si esto sale bien, como esperamos, lo que se viene adelante va a ser una... una responsabilidad, en lo individual, en lo profesional, en lo ético, en lo moral, enorme”.

Pablo Valenzuela procura ser cuidadoso con las expectativas: “Como estamos tan al principio, creo que lo peor que podríamos hacer es dar información que no es fidedigna. Nuestra información dice: esto todavía no se sabe. No sabemos si va a funcionar; creemos que va a funcionar”.

Si funcionara, en todo caso, sería para Pablo Valenzuela y Bernardita Méndez el cierre perfecto de un círculo virtuoso: la encarnación de todo lo que han venido planteando en Chile. “Es como el ejemplo perfecto de algo que a nosotros nos interesa mostrar: que la investigación básica es esencial en el desarrollo de los descubrimientos. Porque si hubiéramos querido trabajar en cáncer, nos habría costado llegar a lo que estamos hoy día”, dice Méndez.

“En este caso, partimos de una investigación en otra cosa, por serendipia, por casualidad, pero lo interesante es que el investigador está preparado para un resultado que no era el que estaba esperando. Eso es lo que tienen los científicos”, destaca. “Y, además, trabajar con esta tecnología desarrollada completamente en Chile, financiada por capitales chilenos, es demasiado bonito. Uno dice: si nos resulta a nosotros, es un camino que podría replicarse”.

Valenzuela calcula que, en un buen escenario, podrían pasar fácilmente 10 años de aquí a que toda esta aventura termine convertida en una droga puesta a disposición de los enfermos de cáncer. A sus 74 años, dice que probablemente vea ese momento desde el retiro. Una jubilación que ha ido aplazando, dice, por razones obvias. “Lo que descubrió Luis Burzio parece ser algo totalmente nuevo y funciona en animales.

Creo que nadie tendría la fuerza para salirse de este proyecto. Esta cuestión es como una droga ¿me entiendes? Es como una droga intelectual. Uno no lo puede dejar. Es adictivo”.

Luis Burzio carraspea y habla de una población estable de 13 millones de personas que, en el mundo, tienen cáncer. “Le digo a mi gente: Ustedes no solamente están haciendo investigación en la molécula y la célula y cosas por el estilo, sino que además es social. Si tienen la herramienta que pudiese o pudiera mejorar a estos pacientes... sería fantástico”.

—¿Usted cree que la tienen?
—Yo creo que la tenemos.

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