Por Nicolás Alonso Agosto 6, 2015

© F. Rivas

"Pusimos una pieza que no había sido identificada: un punto clave en la degeneración que venía desde el axón, que hace mucho tiempo se había dicho que no tenía nada que ver con la muerte de la neurona. Si lográbamos interferir en ella, retrasaríamos la degeneración. Por eso pusimos los ojos en el cáncer".

Sobre un fondo negro, una maraña de trazos perturbados, caóticos; rojos, verdes y lilas: una red neuronal. Sobre negro otra vez, unas estructuras verdes, acuosas, que parecieran habitar un fondo marino: la unión terminal entre neuronas motoras y fibras musculares. Sobre un fondo blanco, unos círculos despedazados, que parecen y están enfermos: unas neuronas degenerándose. Son once fotografías, pero podrían ser once cuadros, parte de la serie de arte microscópico que Felipe Court, neurocientífico de la UC, codirector de la fundación Neurounion, dibujante, violinista en obras de Juan Radrigán y Raúl Osorio, y uno de los cerebros que más saben sobre el cerebro, expuso hace tres años en el Centro Cultural Gabriela Mistral.  

Ahora están apoyadas sobre su escritorio, en la diminuta oficina desde la que dirige el Court Lab, su laboratorio desperdigado entre varios pisos del Departamento de Fisiología, donde 15 investigadores hacen estudios de vanguardia en degeneración y regeneración neuronal. Sobre el escritorio, junto a las fotos, está la portada de uno de sus papers de Nature, que él ilustró, y al frente, varias decenas de postales de pinturas. Felipe Court –40 años, chaleco, blue jeans y un aro en el lóbulo izquierdo– cierra unos papers que tenía abiertos en su computador, y abre unas fotografías de unos viejos carros tirados por caballos, que en el siglo XIX cruzaban Estados Unidos ofreciendo shows musicales y pócimas milagrosas hechas con veneno de serpiente. 

–Yo hubiera sido uno de éstos. Tocando mi violín y vendiendo remedios –dice el científico, y se ríe de su chiste.

Pero le tocó otro tiempo. Y en él, aunque toca el violín en una banda de bluegrass, la Traveling Medicine Show, que pronto dará sus primeros conciertos, lo que vende no es aceite de serpiente: en los más de cuarenta papers que a la fecha ha publicado sobre degeneración, regeneración y estructura de las neuronas del sistema central –el cerebro, la médula– y el periférico –su prolongación hacia todos los músculos del cuerpo–, hay varios avances que han redefinido la manera en que vive y muere la red neuronal. Una maraña que acostumbramos imaginar adentro de la cabeza, pero que se extiende por todo el cuerpo, y que tiene un número de conexiones mayor a la cantidad de galaxias del universo: 10 x 1014. Un trama que Court conoce como pocos, y que, como pocos, puede asegurar lo extraordinariamente lejos que estamos de entenderla realmente.

–El corazón es una bomba, lo puedes reemplazar por un pedazo de plástico. El riñón es un filtro, no muy distinto al de una piscina o de este café. Pero el cerebro es otra cosa: es el gran misterio, como el universo. Hemos avanzado mucho en la comprensión de cómo funciona a nivel de circuito, pero no por eso lo entendemos.

–¿Un hombre es eso, sus neuronas? 

–No es sólo eso, porque la historia de cada uno también moldea al cerebro. Pero todo lo que entendemos como ser humano, la memoria, los sentimientos, el hecho mismo de sentir, sí están allí: en el sistema nervioso.

LOS DESAFÍOS DE COURT

–¿Te crees inteligente? Entonces resuelve este problema.

Era 1997, y la pregunta se la hizo Jaime Álvarez, neurocientífico, entonces profesor de la UC. Felipe Court, estudiante de tercer año de Biología, le había pedido que lo dejara trabajar en su laboratorio. Mientras intentaba resolver el desafío, sobre los cambios de vegetación en una laguna, el científico le preguntó por el violín que llevaba con él. Pronto estaban hablando de compositores, y el problema, que nunca sabría si resolvió bien, quedaría en segundo plano. 

Era un estudiante disperso: hacía carreras paralelas de Arte y Biología, por las noches musicalizaba en vivo obras de teatro de Juan Radrigán y Patricio Solovera, y en las clases solía quedarse dormido. Había estudiado violín desde los siete años, pero en el camino había entendido que no sería un músico del nivel que esperaba de sí mismo. Y había surgido una obsesión paralela. Estimulado por su padre, un ingeniero que instaló las primeras redes computacionales en bancos del país, se había pasado la adolescencia armando y desarmando lo que tuviera a mano. Primero juguetes, luego motores, computadores. El único fin del juego era entender cómo funcionaban las cosas. Entremedio, pintaba y dibujaba pájaros, y como tantos otros chicos que luego serían científicos, devoraba las novelas de Julio Verne.

Pero qué hacía estudiando Biología no lo entendió hasta su segundo encuentro con Álvarez. Su nuevo desafío, que esta vez sí tendría que terminar, era disectar el sistema nervioso de un ratón. Asqueado, durante horas removió cada músculo, cada órgano y cada hueso, hasta que comenzó a emerger: un cableado fino, casi secreto, de neuronas y conexiones. La puerta de todo lo que vendría después.

–Lo vi y era como una enredadera. Ése fue el momento. No era agradable, pero esa red, esa complejidad, generó un chispazo. Esto no lo entiendo, me dije. Esto lo quiero entender.

Lo que vino después fue convertirse en ayudante de Álvarez –hoy, con 78 años, investigador del Court Lab–, quien llevaba años siendo cuestionado por ideas que hoy pocos se atreven a contradecir. El científico estaba convencido de que en la red de neuronas, los axones –los millones de “cables” que unen a los somas, los núcleos de las neuronas, donde está la información genética– eran capaces de producir sus propias proteínas. Esa idea, que rompía un dogma respecto a cómo funciona el sistema nervioso, donde el axón sólo tenía un rol conductor, fue redoblada por su ayudante: Court –a quien le hacía ruido que la neurona más larga del circuito pudiera medir hasta un metro y medio, demorándose un año en transportar las proteínas– propuso que la célula glial, el revestimiento celular que cubre los cables neuronales, también introducía material genético al sistema en diferentes puntos. Y eso, sin duda, era romper un dogma más grande.

Cuando por fin publicaron ese paper, en el Journal of Neuroscience, ya había sido rechazado nueve veces por otras revistas –entre ellas Science y Nature–, era 2008, y el ayudante había terminado su doctorado en la U. de Edimburgo.  Cuatro años antes, curiosamente, habían publicado en Nature la segunda parte de esa investigación: un trabajo sobre cómo la célula glial definía la velocidad de transmisión del circuito. 

–Eso cambió cómo tenemos que enfrentarnos al sistema nervioso. Ahora hay blancos terapéuticos nuevos, enfermedades neurodegenerativas que entendemos que atacan la célula glial, hasta podríamos ocuparla para hacer terapia génica –dice Court–. Pero la ciencia funciona con una resistencia feroz. Tú estás 50 años estudiando algo, y llega un novato y te dice: esto no es así. No es fácil romper un dogma. 

En su intento por entender el circuito, Court lo había complejizado . Pero tenía una pista: debía enfocar su microscopio donde la ciencia no había mirado demasiado. En los axones.

VIDA Y MUERTE DE UNA NEURONA

La entrada de la casa, en Providencia, tiene los ceniceros llenos de colillas de cigarros: es el rastro de Traveling Medicine Show, que anoche estuvo ensayando. Adentro, la acumulación funciona como un mapa del cerebro del científico: una fotografía enorme de un gato saltando entre unas tumbas, tomada por él, domina el living, y a su alrededor hay colecciones de microscopios, de miniaturas, de origamis, de vinilos de jazz. En una pared hay cuatro impresiones originales de grabados de Goya, y bajo ellos un violín eléctrico, construido por él. Sobre la mesa de centro, un cuaderno de partituras se asoma entre varios papers recién impresos. Court dice, sabiendo que esa historia ya no fue, que aún le dan ganas de abandonar todo y dedicarse a la música. 

Luego cuenta la historia que sí fue: cómo el descubrimiento de la importancia de la célula glial dio vuelta todo. En esos años, mientras terminaba el doctorado y hacía un posdoctorado en Milán, publicó tres artículos sobre el Síndrome de Charcot-Marie-Tooth, un grupo de enfermedades del sistema nervioso periférico, relacionadas con la célula glial, que reducen la movilidad de las piernas. Eran sus primeros pasos en estudios de degeneración. Pero sería de vuelta en Chile, en 2007, cuando entraría de lleno a entender por qué se degeneran las neuronas, y cómo intentar regenerarlas: las dos piedras angulares de lo que hoy hace el Court Lab.

Chile le parecía un buen lugar para hacer neurociencia: había tenido un desarrollo temprano por la presencia del calamar gigante, una especie con un circuito nervioso de dos milímetros de diámetro, analizable a simple vista, que atrajo a científicos de todo el mundo. Court –que años después se embarcaría en la caza de ese calamar– quería aplicar un enfoque distinto para estudiar enfermedades neurodegenerativas, como el párkinson, el alzhéimer o la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). En vez de centrarse en uno de esos males, como la mayoría de los investigadores, su cerebro, disperso, lo empujaba a buscar causas comunes, y lo que tenía claro era que lo primero en morir, en casi todas ellos, eran los axones. En esa línea, en 2011 sacó uno de sus trabajos más importantes: publicó, en Journal of Neuroscience, el descubrimiento de una disfunción en las mitocondrias de las neuronas, clave en la muerte de los axones.

–Ahí pusimos una pieza que no había sido identificada: un punto clave en la degeneración que venía desde el axón, que hace tiempo se había dicho que no tenía que ver con la muerte de la neurona. Si lográbamos interferir, retrasaríamos la degeneración. Ahí empezamos a mirar el cáncer.

El cáncer, que en principio no tenía nada que ver con sus estudios, fue una solución práctica. Por la dificultad de pensar en un remedio para enfermedades como el alzhéimer o el párkinson, donde el 40% de las neuronas ya llegan muertas al primer diagnóstico, la alternativa era crear un fármaco para pacientes con quimioterapia, que también mata las conexiones neuronales y genera neuropatía periférica: desde pérdida de sensibilidad y fuertes dolores, hasta la necesidad de interrumpir el tratamiento. Junto al oncólogo Bruno Nervi y la doctora Margarita Calvo, comenzaron a desarrollar un remedio en 2013 –al no estar patentado, no puede explicarlo–, que hoy ya superó con éxito la fase preclínica en ratas. Court dice que, si todo sale como debería, podría estar listo en un año, y el impacto clínico podría ser impresionante.

Hoy, mientras arma un proyecto para investigar formas de diagnóstico temprano de enfermedades neurodegenerativas, junto a los neurocientíficos de la U. de Chile Claudio Hetz –con quien ha publicado cerca de 15 papers– y Andrea Slachevsky, el Court Lab ha comenzado una línea más ambiciosa: el año pasado publicaron un artículo en Experimental Neurology, identificando por qué en el sistema nervioso periférico –en las extremidades– las conexiones neuronales se regeneran mejor –ante un golpe, por ejemplo– que en el sistema central. La idea, de la cual ya han hecho experimentos sin resultados positivos, es transferir los componentes que hacen esa diferencia de un sistema al otro, para regenerar lesiones en médula espinal, algo hasta hoy imposible.

La complejidad, reconoce Court, es enorme: no sólo hay que saber regenerar, sino también reconectar de forma dirigida –algo más allá del conocimiento actual– los millones de axones con las terminaciones nerviosas que les corresponden, para no generar un caos. Si eso fuera posible, dice, un parapléjico podría volver a caminar.

El plan es intentar que algún día sea posible.

EL LÍMITE

El neurocientífico va abriendo las puertas de su laboratorio, desperdigado por cuartos avejentados, y lo que muestra no es espectacular: refrigeradores con muestras de neuronas imperceptibles, células en bidones de hielo seco, salas de virus selladas a presión, un par de estudiantes inyectándole algo en el cerebro a un ratón dormido. Cuenta que lo que más entusiasmado lo tiene hoy casi no requiere equipos: junto a Juan Eduardo Keymer, un biólogo y matemático de la UC, están intentando comprender los patrones matemáticos básicos con los que las neuronas y las glías interactúan, la manera en que forman sus primeros ecosistemas. Lo que quieren es encontrar reglas simples que expliquen cómo se desarrolla un sistema nervioso, y, por extensión, cómo se regeneraría.

Court cuenta de ese proyecto, y luego de su rol como director de Neurounion, la fundación que codirige, y que recibe financiamiento de la familia Said, que apoya con becas e investigación la búsqueda de curas para enfermedades neurodegenerativas. Después contará también que con Keymer están tratando de introducir el biohacking: que los científicos armen sus equipos a bajos costos con impresoras 3D, para democratizar el acceso a la investigación. También dirá, rato después, que están buscando cómo financiar otro proyecto: un centro de investigación para científicos, estudiantes y emprendedores que quieran hacer biotecnología sin pasar por todo el proceso académico.

Luego se sentará en su oficina y dirá que, en realidad, tal vez nunca entendamos cómo funciona el circuito. Que basta con trasladar la tesis del matemático austriaco Kurt Gödel, que buscó generar reglas simples que explicaran todas las matemáticas, y finalmente postuló que un sistema puede entender un universo, pero no de forma completa, porque una herramienta no puede entenderse a sí misma.

–Tal vez  nunca podamos entender el cerebro desde un cerebro. Es como pedirle a una impresora 3D que, después de hacer todas sus piezas, se ensamble a sí misma –dice el neurocientífico, sonriendo.

Más tarde, por supuesto, seguirá observando neuronas.

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