Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Julio 29, 2015

© F. Rivas

Si un cohete viajara a Kepler 452-b manteniendo la mitad del camino una confortable aceleración idéntica a la que nos une a la Tierra y desacelerando la segunda mitad, tardaría en llegar 14 años. En la Tierra, eso sí, habrían transcurrido más de 14 siglos.

Apartó el telescopio con pesadumbre. Ni una Sola señal proveniente de ese remoto planeta que la obsesionaba desde hacía una década. Relpek estaba convencida de que allí habría vida inteligente: orbitaba una estrella adecuada a la distancia apropiada. No podía seguir esperando. La misión exploratoria que planeaba minuciosamente para el día en que detectara algo debía ser puesta en marcha de inmediato. Ultimó los preparativos de la nave, diseñada para un viaje confortable que duraría más de 7 años. Mantendría la aceleración de gravedad mediante un motor capaz de fusionar el hidrógeno interplanetario capturado a lo largo del trayecto.

Ignoraba que en ese preciso instante, en aquel planeta, Mahoma contemplaba con ternura a la recién nacida Fatimah. Y sin embargo, si su telescopio hubiera tenido la reSolución suficiente, habría visto a Pigmalión reinando en Tiro, varios siglos antes de que Virgilio lo inmortalizara en La Eneida, y casi dos mil años antes de que Dante lo hiciera en La divina comedia. Relpek demoró un instante para ver por última vez el paisaje que albergó su vida. Reprimiendo la nostalgia, contempló el fulgor atornaSolado del cielo y la gran estrella que lo iluminaba todo. Si alguna vez pudiera regresar, todo sería distinto. Cerró la escotilla y encendió los motores.

KEPLER Y SU MISTICISMO MATEMÁTICO 

La afiebrada imaginación de los medievales moradores de la Tierra estaba aún lejos de poder concebir algo parecido a la carrera espacial. Ésta acabaría siendo el resultado, mil años más tarde, del “sueño de la razón” de un hombre capaz de fantasear con un viaje interplanetario y plasmarlo en una de las primeras novelas de ciencia ficción. Somnium fue escrita por el profesor de matemática alemán Johannes Kepler en 1611, aunque no pudo ver la luz hasta un cuarto de siglo después, publicada póstumamente por su hijo. En esta corta novela imaginó un viaje a la Luna, describiendo su geografía, el encuentro con sus habitantes y el paisaje cósmico que desde allí podría observarse, que incluía a una Tierra colgada del cielo lunar y en movimiento, imagen audaz en una época en la que todavía no se habían enfriado las brasas en las que ardió Giordano Bruno.

El amor de Kepler por los misterios del universo fue heredero de la pasión con la que su madre insistía en mostrárselo. Katherina Guldenmann lo llevó una fría noche de invierno a una colina cercana. A pesar de la delicada salud del niño de 6 años, no podía permitir que se perdiese el espectáculo del gran cometa de 1577. Allí, de la mano de su madre, abrumado por la majestuosidad que el universo dibujaba en su bóveda celeste, el pequeño Johannes intuyó que entregaría su vida a la búsqueda de las leyes que dictan la armonía del cosmos.

Kepler era un hombre religioso. Creía, sin embargo, que la magnificencia de la creación divina podía ser comprendida y admirada a través de la razón. Es así como decidió buscar un orden en las extrañas trayectorias de los planetas. Una ley que dictaminara la forma en que orbitan alrededor del Sol. En sus teorías mezclaba sin tapujos las matemáticas, la música, el esoterismo y la religión. Pero por extrañas que fuesen, siempre eran rigurosamente cotejadas con la realidad a través de las más cuidadosas observaciones de la época, realizadas junto a su maestro Tycho Brahe. Abandonaba sin titubear cualquier idea que fuese inconsistente con éstas.

En 1609 publicó Astronomia Nova, el primer libro en que el movimiento planetario se sintetizó en leyes matemáticas. Una década más tarde, en medio de la agitación provocada por un juicio en contra de su madre por brujería, Kepler publicó Harmonices Mundi, una obra maestra en la que intenta entender las velocidades de los planetas alrededor del Sol en términos de escalas musicales. Buscando ver en el movimiento planetario la sinfonía perfecta, Kepler encontró su sorprendente tercera ley o “ley armónica”. Ésta relaciona dos cantidades aparentemente independientes: el período de la órbita de un planeta y su distancia con el Sol. Incluso planetas como Urano y Neptuno, que aún no habían sido descubiertos, habrían de obedecerla.

VOYEUR PLANETARIO

Exactamente cuatro siglos después de la publicación de Astronomia Nova, un telescopio espacial fue lanzado al espacio en búsqueda de planetas extraSolares.  El telescopio Kepler gira en torno al Sol en una órbita muy similar a la de la Tierra, completando una vuelta cada 372 días. Está siempre explorando el mismo campo visual, a fin de monitorear constantemente a más de 100.000 estrellas y detectar pequeñísimos cambios de intensidad en su brillo que puedan indicar un “tránsito”, esto es, el paso de un planeta delante de ellas. El mismo Kepler fue capaz de predecir uno de esos tránsitos en el sistema Solar: Mercurio pasaría por delante del Sol el 7 de noviembre de 1631. No alcanzó a vivir para verlo. Fue el astrónomo francés Pierre Gassendi el primero en observar el tránsito de Mercurio frente al Sol, gracias a las precisas indicaciones de Kepler.

El objetivo de la misión Kepler es observar estos tránsitos, pero en estrellas lejanas. Si bien una ligera variación en la luminosidad de una estrella se puede deber a distintos factores, el que ésta sea periódica nos sugiere de inmediato que se trata del tránsito de un planeta. En su órbita alrededor de la estrella, éste nos ofrece su pequeña sombra a intervalos de tiempo regulares. Y si conocemos el período de la órbita, la tercera ley de Kepler nos dirá la distancia a la estrella que orbita. Conociendo ésta, la magnitud de la disminución del brillo nos dará una idea de su tamaño. Así podemos desvelar la naturaleza de ese mundo lejano.

Dependiendo de las características de la estrella –observables directamente por la luz que emite– y de la órbita y tamaño del planeta, podemos dilucidar –ya con menos certeza– algunas de sus características físicas: su temperatura, si es rocoso como la Tierra o gaseoso como Júpiter y, lo más importante, si hay chances de que exista agua líquida, ingrediente fundamental de la vida como la conocemos. Para confirmar la existencia de atmósfera, en cambio, sería necesario un análisis espectral de la luz que atraviesa esa segunda piel gaseosa del planeta, algo bastante más complejo.

Kepler, el telescopio, ya ha detectado casi 4.700 candidatos, de los que más de 1.800 han sido confirmados. Hace una semana la NASA anunció el hallazgo de Kepler 452-b, un planeta extraordinario que está a 1.400 años luz. Es un poco más grande que la Tierra, rocoso, y orbita una estrella muy similar al Sol, completando cada vuelta en un año de 385 días terrestres. Para saber a cuántos días de Kepler 452-b corresponde, deberíamos conocer su período de rotación en torno a su propio eje, algo imposible de determinar en la actualidad. Sus características hacen posible, en principio, que cobije agua líquida. ¿Y vida?

CONFORTABLEMENTE ENTUMECIDO

Un error habitual es creer que si un planeta se encuentra a 1.400 años luz, tardaríamos más de 1.400 años en llegar a él, dado que no podemos viajar más rápido que la luz. Einstein nos enseñó, sin embargo, que el tiempo y el espacio son relativos. Para una persona en una nave, la distancia al destino será más corta cuanto mayor sea su velocidad. Es algo imperceptible a las velocidades con que comúnmente nos movemos, pero si nos acercamos a la velocidad de la luz, la “contracción de Lorentz” se torna relevante. Si nos subimos a una nave que se mueve a 99,9% de la velocidad de la luz en dirección a la Luna,  la veremos a la misma distancia que se encuentra Tokio.

De este modo, si un cohete viajara a Kepler 452-b manteniendo la mitad del camino una confortable aceleración idéntica a la que nos une a la Tierra y desacelerando la segunda mitad, tardaría en llegar 14 años. En la Tierra, eso sí, habrían transcurrido más de 14 siglos. Es la famosa “paradoja de los gemelos” de Einstein. Podemos ir y volver a este planeta en menos de tres décadas, pero al regresar nos encontraremos con una Tierra por la que han pasado tres milenios.

Relpek celebró siete cumpleaños a bordo cuando el anhelado planeta ya estaba a simple vista. En él ya había muerto Mahoma, se había expandido el Islam, habían tenido lugar el Renacimiento, la Ilustración y las guerras mundiales. El azul majestuoso al fondo de un conjunto de manchas blancas le llevó a dibujar una sonrisa: había abundante agua, líquida y gaseosa. Detectó ondas electromagnéticas y sintonizó una frecuencia cualquiera. Un sofisticado artilugio decodificó lo siguiente: “Stephen Hawking respalda un programa para la búsqueda de inteligencia extraterrestre financiado por el millonario ruso Yuri Milner”. No comprendió nada. Pensó que a estas alturas tampoco sería capaz de entender las lenguas de su propio planeta. Siguió escuchando: “La NASA anuncia el descubrimiento de un planeta muy similar a la Tierra, Kepler 452-b”. Se preguntó si ambos mensajes tenían alguna conexión entre sí. Reprodujo en voz alta lo último que escuchó: “Kepler 452-b”. Se estremeció al escucharse emitiendo un vocablo desconocido. Era la primera vez que llamaba con ese nombre a su propio planeta.

Relacionados