Por Nicolás Alonso Julio 9, 2015

© José Miguel Méndez

"Las medicinas del futuro están allí: en el ártico, en los bosques. Ya tenemos helechos y algas que inhiben reacciones químicas del cerebro", dice Inestrosa, entusiasmado. "Y el andrografólido, que en la historia del alzhéimer puede ser algo superimportante. Quizás un antes y un después".

Detrás de él, en la pared, está el diploma del Premio Nacional de Ciencias que ganó en 2008, por combatir durante tres décadas una enfermedad que nunca le interesó mucho. En la pantalla, frente a él, los 178 papers que escribió en el camino; los últimos, de diciembre y marzo, tal vez los más importantes. Alrededor, un centenar de libros sobre la memoria y sobre su pérdida. Y entremedio, en la oficina desde la que dirige el Centro de Envejecimiento y Regeneración de la U. Católica, el doctor Nibaldo Inestrosa, el hombre que podría estar cerca de encontrar el camino para una cura del alzhéimer, dice que para él la enfermedad siempre fue eso: una excusa, una forma de que le pagaran por estudiar lo que realmente lo obsesionaba, las conexiones entre el cerebro y el cuerpo. La forma en que suceden las cosas.

–Yo nunca tuve conciencia de que iba a dedicar mi vida a esto. Pensé que a lo mejor le iba a dedicar 15 años, pero nunca terminó. A mí lo que me interesaba era cómo se producían las agregaciones, cómo un péptido se empieza a nuclear, cosas específicas, científicas. Nunca quise curar el alzhéimer.

Revuelve en unos estantes, y levanta, sin solemnidad, un recipiente de plástico pequeño, de tapa roja. El contenido no parece gran cosa: azúcar flor, o cocaína, un polvo blanco que nadie sospecharía que podría ser clave en la lucha contra la cuarta mayor causa de muerte del mundo. Al mismo Inestrosa, poco amigo de lo esotérico, le costó tomarse en serio ese compuesto, el andrografólido, un extracto de una planta india que se usa hace siglos como analgésico en medicina ayurveda, una medicina alternativa milenaria, y que de pronto, en sus manos, empezó a entregar respuestas sorprendentes contra el mal de Alzheimer. 

Lo que logró la planta fue mejorar la memoria de ratones que habían desarrollado la enfermedad, y estimularles el nacimiento de nuevas neuronas. Los resultados, publicados en dos papers, el último en marzo de este año en la prestigiosa Biomedical Journal, han llamado fuertemente la atención, por abrir la posibilidad de una inesperada cura contra una enfermedad sin tratamiento efectivo, que mata a 18 millones de personas al año.

El neurobiólogo molecular, que al principio rechazaba las hierbas que le traía un amigo veterinario desde Medio Oriente para que probara en sus laboratorios, hoy está convencido de que en ellas está la cura no sólo para el alzhéimer, sino que para buena parte de las enfermedades del futuro. Por eso, está liderando la creación de un centro de estudio de la U. Católica y la U. de Magallanes que se construirá en Punta Arenas a fin de año, para buscar nuevos compuestos naturales en la Antártica y en los bosques del fin del mundo.

–Las medicinas del futuro están allí: en el ártico, en los bosques. Ya tenemos helechos y algas que inhiben reacciones químicas del cerebro –dice Inestrosa, entusiasmado–. Y el andrografólido, que en la historia del alzhéimer puede ser algo superimportante. Quizás un antes y un después.

Un polvo blanco, en un recipiente de tapa roja, arriba de su escritorio. Un antes y un después.

LA MEMORIA

En su oficina hay recuerdos: en una pared está él sonriendo, sin la barba blanca que ahora ocupa su rostro, junto a su señora, fallecida hace cinco meses, y sus hijas. En otra, riendo, están abrazados o bailando con Joaquín Luco, su mentor y el padre de la neurofisiología en Latinoamérica, también fallecido. Una historia que empezó cuando tenía diez años y su padre, un periodista santiaguino que se había ido a vivir a Puerto Montt, le regaló un microscopio de juguete, que lo transformó en un niño que andaba por allí mirando las plantas y los insectos. Muchas décadas después, cuando le entregaran las llaves de la ciudad, junto a los boletines de sus notas en el Liceo N°2, un recuerdo perdido le causaría gracia: las pésimas notas que tenía en biología en el colegio.

Sus recuerdos continúan con el viaje en 1969 a Santiago para estudiar Medicina en la U. de Chile, una generación más arriba que Michelle Bachelet, y su cambio poco después a la U. Católica a estudiar en el Instituto de Biología, huyendo del fervor político y convencido de que su camino era la investigación, aunque fuera en una universidad que tardaría una década en tener facultad de Ciencias. Y entonces el punto de quiebre: conocer a Joaquín Luco, un científico de humita y chaqueta roja que poco después sería Premio Nacional, y que le transmitió su obsesión por cómo el cerebro logra controlar los músculos, la llave y la cerradura del movimiento humano. También le enseñaría, en esos años, a emborracharse y a olvidar al niño “cerebrito” de Puerto Montt.

El impacto de Luco fue total: en una década Inestrosa se transformó en el primer doctor en biología celular de Chile, hizo un posdoctorado en neurobiología molecular en la U. de California, y volvió a Chile dispuesto a entender mejor que nadie mecanismos como la sinapsis neuronal. Pero la libertad le duró poco: a fines de los 80, en la UC le dijeron que, si querían mantener su sueldo, tendría que estudiar cosas con un impacto más concreto. Inestrosa, molesto, buscó entre sus papers algo “concreto”, y vio que uno de ellos, donde había logrado sintetizar una enzima y había sido publicado en Nature (firmado junto a Luco)era citado en estudios sobre alzhéimer. Así que respondió eso: que iba hacer cosas sobre alzhéimer.

Lo que vino después, en un país en que aún nadie estudiaba científicamente ese mal, fue empezar a dar un curso para adultos mayores en la UC que duraría una década, y en el camino, a medida que conocía las historias de los pacientes y sobre todo el dolor de sus familiares, irse involucrando, casi contra su voluntad, con la idea de encontrar una manera de curar o hacer más llevadera la vida de tantas personas.

–Al principio trataba de ver cómo se estructuraban las placas que genera el alzhéimer en el cerebro. Si descubría cómo desarmarlas, se podía pensar en un remedio. Eso lo decía la gente: a mí lo que me seguía interesando era la forma en que se armaban o desarmaban –dice Inestroza, riéndose–. Yfui conociendo a la gente que cuida a los enfermos, a los familiares, y empecé a tener esa cosa más médica con los pacientes. Yo nunca había tenido ese feeling. Creo que me fui humanizando con el alzhéimer.

Lo que entendió Inestrosa, luego de años de pruebas, fue que muy difícilmente podría combatirse la enfermedad intentando destruir los cúmulos de proteínas que forma en el cerebro, y que era un mejor plan intentar fortalecer a las neuronas para que no murieran. Para eso, buscó una vía de señalización en las células neuronales que pudiera generar un escudo protector, y la encontró en la llamada vía Wnt. Más tarde entendió que al estimularla con litio podía hacer retroceder la enfermedad. En ratones funcionaba, el problema era que el litio podía tener efectos secundarios igualmente mortales, como el cáncer de estómago. Esos avances, publicados en papers desde 2006 a 2010, abrieron puertas a una posible cura, pero faltaba el compuesto.

Entonces empezaron a probar con decenas de hierbas naturales. La primera exitosa fue la hierba de San Juan, que tenía un compuesto, la hiperforina, capaz de estimular la vía Wnt, pero los avances seguían siendo en vano: la patente le pertenecía a un laboratorio italiano, que la usaba para combatir la depresión. En algún momento entre 2010 y 2012, su amigo veterinario, que le traía montones de hierbas en sacos, le habló de la Andrographis paniculata, la planta que los indios usaban hace cientos o miles de años con fines medicinales.

El doctor Inestrosa decidió probar qué pasaba.

LA RESPUESTA NATURAL

Lo supimos por los canarios. La forma en que el macho cambia su canto para aparearse con cada hembra hizo que en las últimas décadas la ciencia descubriera que el cerebro es capaz de generar nuevas neuronas, de hacer neurogénesis. Ese mismo proceso, explica el neurobiólogo, es el que han logrado potenciar en muchos de los ratones a los que les han inyectado el extracto de la planta india, combinado con otros componentes que no puede revelar,  pero que tienen patentados, uno extraído de un alga chilena. También cuenta que han conseguido algo más relevante, pensando en un tratamiento: atacar los ovillos de proteínas que se producen dentro las neuronas a raíz de las placas que se acumulan en el cerebro. La esperanza de un antes y un después.

Ahora están postulando a un proyecto Corfo para iniciar la producción médica. Ya tienen un convenio para hacer los ensayos clínicos en Suiza –en Chile está prohibido hacer pruebas en pacientes con problemas cognitivos–, en un proceso que puede tardar cinco años. Si el compuesto pasa las pruebas, entrarían a la etapa de hablar con farmacéuticas para la creación de un posible fármaco. 

Inestrosa cuenta esas cosas sin la emoción con que 20 minutos antes agarró un lápiz y dibujó cómo se produce una sinapsis. Dice que él ya hizo sus aportes, que esta parte no depende de él. Que tan importante como esto puede ser, por ejemplo, haber descubierto en 2005 el octodon degus, un roedor autóctono de Chile que desarrolla el alzhéimer de forma natural, y que hoy ha generado un boom como modelo de estudio de la enfermedad. Él lo rescató del laboratorio de un amigo ecólogo que se lo daba de comer a sus zorros.

–Mi plan era encontrar el compuesto. Pero creo que las grandes cosas que iba a hacer, ya las hice. Si no es este compuesto el que va a resolver el alzhéimer, va a ser otro del mismo tipo. Estamos muy cerca. Si le damos el palo al gato, en buena hora, pero quizás aparezca uno mejor. Quién sabe.

Después de tres décadas combatiendo una enfermedad que sigue sin obsesionarlo, dice que ni la odia, ni le tiene miedo. Mirando el fondo de pantalla de su computador, que tiene la imagen de unas neuronas, dice que la imagina como una fuga, como algo plácido, que si le tocara a él no lo sentiría tan dramático. 

Como le tocó a su propio padre, que inició la historia al regalarle un microscopio de juguete, y que en estos días ha empezado a dar las primeras señales de olvido.

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