Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Abril 23, 2015

© Ricardo Cuevas

Para comprender la relatividad general son estrictamente necesarios varios años de estudio. Así, aunque se reparta gratuitamente impresa en octavillas, esta teoría se transforma en una obra prohibida para aquellos que no dedicaron su vida a las ciencias físicas.

Hace seis décadas dejó de existir uno de los hombres más brillantes de todos los tiempos. Albert Einstein irrumpió en el universo académico a los 26 años, de un modo al que le queda corto el adjetivo de sobrehumano. Publicó cuatro trabajos como único autor: sobre la naturaleza de la luz, de las moléculas, de la masa, del tiempo y el espacio. Cada uno de ellos significó una revolución científica de tal calado que el único corolario razonable habría sido la concesión de cuatro premios Nobel. Sólo lo recibió por el primero de ellos, escrito en marzo de 1905. Einstein dio en él una explicación del efecto fotoeléctrico -la generación de corriente eléctrica debido a la incidencia de la luz sobre un metal-, proponiendo la existencia de los fotones, hito fundacional de la física cuántica. Una vuelta de tuerca inesperada tras el abandono de la teoría corpuscular de la luz hacía más de un siglo.

 

Cuando parecía imposible superarse, exactamente un siglo atrás, Einstein escribió las ecuaciones de la teoría de la relatividad general, una de las catedrales supremas de la historia del pensamiento. Como la de cualquier gran monumento, su construcción fue lenta y tortuosa. Su génesis comenzó poco después de 1905, ya que su flamante concepción del tiempo y el espacio era incompatible con la gravitación de Newton. El momento eureka llegó en 1907. “Entonces se me ocurrió el pensamiento mas feliz de mi vida (…) El campo gravitacional tiene una existencia relativa (…) porque para un observador cayendo libremente desde el techo de una casa, éste no existe. Si el observador deja caer algunos objetos, estos permanecerán en reposo respecto de él (…). Así, tiene derecho a interpretar su estado como de reposo”. Esto es lo que hoy llamamos “principio de equivalencia” y es la piedra fundacional de la relatividad general. Tuvieron que pasar 8 años de arduo trabajo para que finalmente, en 1915, Einstein le escribiera a su hijo Hans: “Acabo de terminar el más espléndido trabajo de mi vida”.

El 25 de noviembre de 1915, Einstein presentó ante la Academia Prusiana de Ciencias su nueva teoría, echando por tierra la gravitación universal que Isaac Newton construyera más de tres siglos antes y en la que se basaba toda la comprensión del movimiento de los planetas y las estrellas hasta entonces. La relatividad general cambió la historia de la física para siempre, y sigue siendo hasta nuestros días una de las fuentes más importante de nuevos descubrimientos, nuevos misterios e incluso nueva tecnología.

METAFÍSICA CORDOBESA EN POCAS PALABRAS
Es extraño, sin embargo, que de un modo u otro las teorías de Einstein y, en particular, la relatividad general, patrimonio inmaterial de la humanidad, sea apenas conocida. Más allá del pequeño grupo de físicos que trabajan en el área, son muy pocas las personas que han tenido la fortuna de sumergirse con alguna profundidad en las ideas de Albert Einstein. Se trata, lamentablemente, de una obra virtualmente desconocida. Es normal que así sea. La entrada a ella no es sin esfuerzo. Para algunos esto no es más que una consecuencia indeseada del grado de especialización que rige en los tiempos modernos, responsable de que las disciplinas divergieran hasta el punto de que ya casi nadie pueda tener una visión más o menos completa del conocimiento humano. Mucho menos ser capaz de realizar aportaciones a disciplinas diversas, cual Leonardo de nuestra era. Pero la verdad es muy distinta.

El cordobés Moshe ben Maimon, Maimónides, uno de los más grandes pensadores judíos de la historia, nos relataba hace 825 años, en su Guía de los perplejos, por qué no era posible comenzar la instrucción estudiando metafísica. Para él era claro que si preguntamos a cualquiera si le gustaría conocer “lo que son los cielos, cómo tuvo lugar la creación del mundo, cuál es su designio, cuál la naturaleza del alma y otras muchas cuestiones”, la respuesta sería afirmativa. Pero querría saberlo en pocas palabras y sin dilación. Se “negaría a creer que haya menester estudios preparatorios e investigaciones perseverantes”. Sin embargo, “El que quiera alcanzar la perfección humana tendrá que estudiar primero lógica, luego las diversas ramas de las matemáticas, por el orden adecuado, después la física y por último la metafísica”. Aunque el conocimiento del que hablaba Maimónides se refería a la teología judía y no a una disciplina científica tal como la entendemos ahora, es curioso que ya en la Edad Media se entendiera perfectamente que había “textos prohibidos” para el público general. La prohibición -aclaraba el propio Maimónides- no era fruto de la ocultación, de intentar esconder la sabiduría para dejarla en manos de unos pocos. Era consustancial a la ineludible necesidad de una preparación minuciosa y disciplinada para poder acceder a ella.

Para comprender la relatividad general son estrictamente necesarios varios años de estudio. Así, aunque se reparta gratuitamente impresa en octavillas, esta teoría se transforma en una obra prohibida para aquellos que -y no hay reproches en esta frase- no dedicaron su vida a las ciencias físicas. Su belleza inigualable y despojada, como la de tantas otras obras cumbres del pensamiento, quedará reservada para los pocos que estén dispuestos a emprender la aventura. Del mismo modo que sólo puede disfrutar de la vista que ofrece la cima del Everest quien haya hecho el esfuerzo de subirlo. Algunas nociones pueden ser transmitidas, claro está. Maimónides decía que “si no nos hubieran transmitido ningún conocimiento por medio de la tradición, si no nos hubieran enseñado por medio de símiles, la mayoría de la gente moriría sin saber si hay o no Dios”. Cambiemos una verdad medieval incontrastable que responde a la pregunta de “si hay o no Dios” por cualquier afirmación que resulte de la aplicación rigurosa del método científico, y comprenderemos el valor que tiene la divulgación de la ciencia para consolidar una cultura en la que pueda existir el rigor del pensamiento sin necesidad de coronar ninguna cima del Himalaya.

EINSTEIN NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
En la teoría de Einstein, la gravedad no es más que el efecto que produce la curvatura del espacio y el tiempo. La relatividad general predice algunos fenómenos que difieren drásticamente de aquellos que se desprenden de su contraparte newtoniana. La luz, por ejemplo, debe curvarse al pasar cerca de un cuerpo muy masivo, como una estrella, pero esta deflexión en la teoría de Einstein es dos veces mayor que en la de Newton. Aprovechando el eclipse total de Sol del 29 de mayo de 1919, una expedición encabezada por Arthur Eddington comprobó que, en efecto, esto ocurría. Einstein se convirtió de inmediato en una suerte de deidad planetaria, con tan sólo 40 años.

También se deduce de su teoría que el tiempo no transcurre al mismo ritmo en todos lados: su devenir es más lento cuanto mayor es la gravedad. Esto se pudo demostrar en vida de Einstein, aunque la confirmación definitiva llegó poco después de su muerte. Jamás habría imaginado que pocas décadas después cientos de millones de personas comprobarían a diario este efecto al utilizar el GPS, cuyo funcionamiento preciso demanda tener en cuenta la cadencia distinta de nuestros relojes y aquellos que están en los 24 satélites utilizados para triangular la posición. ¿Quién habría tenido el atrevimiento de soñar hace 100 años que la relatividad general sería fuente de inversiones tecnológicas por un monto de 20.000 millones de dólares? Podemos disfrutar de que nuestro celular sea capaz de decirnos con fantástica precisión el lugar en el que nos encontramos. Una magia que nos aturde y maravilla, capaz de insinuarnos en un atisbo fugaz la majestuosidad de la teoría que la sustenta.

Aun si no nos interesara alcanzar una comprensión profunda de la teoría de Einstein, no podríamos dejar de maravillarnos con sus predicciones. Podemos predecir la posición observada de las estrellas cercanas al Sol durante un eclipse, o la hora exacta a la que éste tendrá lugar. Comprender hasta el último detalle las órbitas planetarias, o los efectos provocados por los agujeros negros en las observaciones astronómicas del centro de la Vía Láctea. Recrearnos con efectos ópticos producidos por sistemas estelares que hacen las veces de lentes gravitacionales, o comprobar efectos tan asombrosos como la ralentización de la luz al pasar cerca de una estrella. La relatividad general nos brinda una lectura nueva y refrescante de los misterios del cosmos.

LA TUERCA QUE HAY QUE GIRAR

Frank Wilczek, Nobel de Física en 2004, suele contar lo que él llama “el chiste favorito de Einstein”. Una persona tiene un problema en su coche, un ruido persistente que nadie ha podido resolver. Se lo comenta a un amigo, diciéndole que ya ha pasado por decenas de talleres y nadie ha dado en el clavo. Éste le dice que conoce a un mecánico excepcional, “un auténtico mago”, y le aconseja visitarlo. El mecánico recomendado enciende el coche, lo escucha un rato y piensa en silencio. Finalmente, gira de manera casi imperceptible una tuerca con una llave inglesa y dice “ya está”. En efecto, el ruido ha desaparecido. De la sorpresa inicial, el cliente pasa rápidamente al estupor cuando el mecánico le indica que le debe mil dólares por el trabajo. “¡Pero si no hizo prácticamente nada! ¡exijo una factura pormenorizada!”. El mecánico, impasible, desglosa la factura: (a) girar una tuerca del motor, 1 dólar; (b) saber qué tuerca hay que girar, 999.

El saber vive en la cima de una montaña escarpada. Alcanzarla requiere tiempo y perseverancia. Una vez allí, los pases mágicos dejan de serlo. En el complejo entramado del universo físico, Einstein siempre supo a qué tuerca había que darle la vuelta. Incluso cuando estuvo equivocado. Dos de sus “errores” han sido la base de la mejor explicación de la que disponemos actualmente para la energía oscura -que constituye el 75% del contenido energético del universo- y de una de las disciplinas más prometedoras del panorama actual: la computación cuántica.

En una oportunidad el rabino de Brooklyn preguntó a Einstein sobre la relación de la Relatividad y la obra de Maimónides. “Desafortunadamente, nunca he leído a Maimónides”, contestó el físico con admirable honestidad intelectual. La misma que lo llevó a emprender una nueva aventura, la de leer los textos de este sabio medieval. Años más tarde aceptó una invitación para hablar en un homenaje a éste. Tras destacar que el pensamiento de Maimónides está en el corazón de la cultura europea, en la que también anidó la serpiente del nazismo, Einstein, consciente de estar frente a otro hacedor disciplinado y riguroso de catedrales del intelecto, se despidió de él con palabras cómplices: “Pueda esta hora de recuerdo agradecido servir para fortalecer dentro de nosotros el amor y la estima en los que guardamos los tesoros de nuestra cultura, ganados en tan amarga batalla. Nuestra lucha por preservar esos tesoros frente a los poderes actuales de la oscuridad y la barbarie no puede menos que traer la luz del día”.

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