Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Marzo 4, 2015

© Frannerd

Kostas sirve el ouzo con la agilidad de un experto. Apenas termina sentencio: “¡observen, colegas!” y echo un chorro de agua en cada vaso. Ante la perplejidad general, el líquido transparente de los vasos se torna súbitamente lechoso al mezclarse con el agua. Como por arte de magia, dos líquidos transparentes se combinan para formar otro mucho más atractivo, cremoso, que invita a beberlo.

Sabía que el 95,6% seguiría abierto a pesar de ser lunes y de la avanzada hora. La jornada había sido intensa en compañía de mi viejo amigo Kostas Gravanis, a quien no veía desde los buenos tiempos en que ambos realizábamos el doctorado en Harvard. Él siguió toda su vida ligado al mundo académico y había recibido una invitación para dar una conferencia en Santiago. Escucharlo hablar de agujeros negros en cinco dimensiones en una jerga que ya me resultaba extraña me devolvió por unos instantes a la atmósfera maravillosa del Jefferson Lab.

Recorro el garito con una rápida mirada que creí imperceptible, pero me sobresalta la risotada del viejo Will: “¿Qué buscas, Joan? Pierdes tu tiempo, Rebeca no ha venido hoy”. Decido ignorar su comentario burlón y me acomodo en el segundo taburete de la izquierda, cediendo el de la esquina a mi amigo. “¿Bourbon para ambos?”. “Quizás más tarde, William. Hoy traemos nuestra propia bebida. Un regalo de mi amigo Kostas que nos gustaría compartir con todos”. Digo esto último alzando la voz, para convocar la atención de los conocidos de siempre, ese hatajo de perdedores crónicos que otorgamos algo de paz a nuestro espíritu de la mano de los cócteles de Will.

Gravanis saca una botella pequeña, de un gris metálico y opaco. En la etiqueta un indescifrable conjunto de letras griegas que deja particularmente hipnotizado a Walter Elmer, agazapado en una mesa contigua. “Es Ouzo”, dice Kostas en un castellano perfecto que mucho le debía a las largas tardes en el Café Gato Rojo y al estímulo de una estudiante de ciencias políticas argentina que en sus mesas le instaba a leer a Cortázar, “destilado en una isla griega a la que le sienta de maravillas el apelativo de mítica: Lesbos, cuna de la gran poetisa Safo”. El espectáculo inusual que brinda mi amigo concita el interés de todos. Veo acercarse a Jacinto, taciturno como de costumbre y por supuesto al pelirrojo Stuart Davis, ya dispuesto a tomar la palabra.

Le pido a Will que disponga de seis vasos pequeños con un cubo de hielo y una jarra de agua. Kostas sirve el ouzo con la agilidad de un experto. Apenas termina sentencio: “¡observen, colegas!” y echo un chorro de agua en cada vaso. Ante la perplejidad general, el líquido transparente de los vasos se torna súbitamente lechoso al mezclarse con el agua. Como por arte de magia, dos líquidos transparentes se combinan para formar otro mucho más atractivo, cremoso, que invita a beberlo. No puedo evitar la grandilocuencia al exclamar “¡Oh, Lesbos, gracias por tu leche! ¡Salud, caballeros! ¡Disfruten de este anisado elixir! ¡Por la amistad imperecedera!”, alzo mi vaso y lo bebo de un trago. Todos imitan mi gesto, salvo Stuart: “no me gustan ni el anís ni los misterios” y dirigiéndose a Will, “haz el favor de sacar esta leche de mi vaso y servirme un Jameson’s sin hielo. Después de todo, esto es un bar, no un puñetero laboratorio de química”.

Kostas reclama la atención con un carraspeo exagerado, “soy físico y no puedo evitar decir unas palabras sobre el cambio de color del ouzo. Se trata de una emulsión, como la mantequilla, la mayonesa, la vinagreta”... “y el bacalao al pil-pil, plato estrella de la cocina de mi tierra”, añade el vasco Iñaki Gaubeka. Un silencio sepulcral de mis contertulios invita al heleno a proseguir. “Las emulsiones son mezclas de dos líquidos que no se disuelven el uno en el otro, como el agua y el aceite. En condiciones normales, el más liviano flotará sobre el otro”. “Cualquiera que haya tomado una sopa de pollo lo sabe”, acota Iñaki. “Lo único que podemos hacer para mezclar de algún modo el aceite y el agua, es hacer una emulsión. Esto es, romper el primero en una cantidad enorme de pequeñas gotitas que se dispersen en el segundo”.

El profesor Gravanis imparte cátedra con la misma soltura y elegancia que desplegaba en Cambridge. “El ouzo que ven aquí, amigos, es una micro-emulsión”. Lo vierte completo en su garganta y reclama otra medida con dos golpecitos del vaso sobre la barra. “Las gotas son suficientemente pequeñas como para no verlas a simple vista, del tamaño de una bacteria, pero suficientemente grandes para dispersar la luz. El líquido adquiere este aspecto lechoso debido a que la luz se dispersa al rebotar en la superficie de las gotitas. El ouzo contiene un 45% de alcohol etílico disuelto en agua y un 0.1% de anetol, un aceite aromático incoloro extraído de las semillas de anís que le da a la bebida su sabor característico. Este aceite es soluble en alcohol o en agua y alcohol, siempre que este último esté en una concentración suficientemente alta como los 45 grados del ouzo. ¡Salud!” y la leche lésbica vuelve a desaparecer entre sus labios.

Will saca a pasear su proverbial escepticismo “¿Pero cómo es que no se juntan las gotitas de aceite para formar una sola gota gorda?”. “De hecho lo hacen” sentencia Kostas, “si deja una vinagreta durante la noche en la cocina, mañana verá el aceite flotar como una gruesa sábana sobre el vinagre. Las emulsiones son inestables a menos que agreguemos algo más: un emulsionante”. “¡Ya estamos con los químicos! ¿Qué demonios es un emulsionante?” protesta Davis. “Se trata de moléculas con un sector afín al aceite y otro al agua. El primero se sentirá atraído por las gotitas de aceite sumergiéndose en ellas,  dejando expuesto su sector afín al agua. La gotita de aceite queda así protegida como un erizo cuyas púas afines al agua no tienen intención de juntarse con otra gota de aceite”. La emulsión licorosa de Lesbos había disipado cualquier resto de timidez en mi amigo. “En el caso de la mayonesa se trata de proteínas contenidas en la yema del huevo. En la mayoría de los productos comerciales será lecitina de soya, molécula ubicua en la lista de ingredientes de la comida envasada”.

“¿Les dije que es un gran físico?”, intervengo mientras alzo la copa pidiendo un brindis en su honor. Kostas sigue a lo suyo, impertérrito: “El ouzo luce transparente porque el aceite está completamente disuelto. Pero al servirlo en un vaso y agregarle un poco de agua, algo dramático sucede. Ya saben que los griegos inventamos el drama”. Sólo yo acompaño con una carcajada la ocurrencia. “La concentración de alcohol ya no es suficiente para permitir que el aceite se mantenga en solución. Las gotitas se condensan espontáneamente en todo el líquido creando una emulsión. En milésimas de segundo, estas pequeñas gotitas microscópicas dan al cóctel su atractivo aspecto lechoso. Si bien el ouzo también separará eventualmente sus dos fases como la vinagreta, aquí los tiempos son mucho más largos, del orden de semanas. De modo que, a todos los efectos prácticos, el ouzo es una emulsión estable que no necesita de emulsionantes”.

De pronto, el grito angustiado de una mujer que entra al bar con un pequeño perro en sus brazos interrumpe el cautivante monólogo de Kostas. “¡Belinda! ¿Qué haces aquí? ¿Y qué le pasó a Bono?” exclama Stuart Davis alarmado al ver a su esposa que, entre lágrimas, apenas consigue explicarse “Entró al consultorio… estaba con un paciente a punto de practicarle una endodoncia y había dejado en la mesa la jeringa con la anestesia local… lidocaína… creo que se pinchó con la aguja y al moverse asustado se inyectó la anestesia. ¡Está inconsciente!” Todos la rodeamos. Acostumbrado a tener que certificar la muerte de algún que otro cliente, pido permiso y reviso al animal: no tiene pulso. Lo digo en voz alta y Belinda Davis emite un grito ensordecedor y escalofriante que su marido no consigue apagar. Me aparto de la escena dedicando una mirada al bueno de Kostas, incapaz de comprender cómo se había pasado de la fiesta a la tragedia en apenas un instante. Compungido, busco abstraerme contemplando el hielo solitario que navega errático en mi vaso de ouzo. ¡Tengo una idea!

“Will: ve a la cocina, ¡ya! Tráeme aceite de soja, dos huevos, agua, una zanahoria y soda cáustica. Jacinto: compra glicerina, una hoja de afeitar y una jeringa en la farmacia de aquí al lado, que está de turno”. Mientras ambos cumplen con lo pedido, agrego “Stuart: hazle masajes cardíacos al perro, aunque no sientas latidos y que tu esposa le afeite la pata delantera cuando vuelva Jacinto”. En un pequeño cuenco metálico pongo una cuchara sopera de aceite de soja, media cucharita de café de yema de huevo y poco más de media taza de agua y lo dejo hervir al fuego un instante. Enfrío el cuenco en una mezcla de hielo y sal que Will prepara a mi pedido. Le agrego una ampolla de glicerina y vuelvo a mezclar. Con la punta de la lengua pruebo alternativamente la zanahoria y el revuelto. Agrego un poco de soda cáustica y repito la operación hasta que me doy por satisfecho: “Es crucial que la acidez esté cerca de un pH 7 u 8. La zanahoria me sirve de referencia. Iñaki, necesito a alguien impetuoso como tú para mezclar esto”.

Durante el largo minuto empleado por Gaubeka me parece oportuno explicarme. “Una gran gota de aceite hundida en el agua tiene toda su superficie en contacto con ésta. Si se parte en dos, habrá más superficie de aceite en contacto con el agua, ¿no?”. Kostas continúa para que yo pueda mantener mi cabeza en lo importante, “si se siguen partiendo las gotas, cada vez serán mas pequeñas y numerosas, y mayor la superficie de aceite en contacto con el agua. Pero el aceite y el agua no quieren por nada del mundo estar en contacto. Aumentar la superficie de contacto debe tener algún costo. Hay que introducir energía en el sistema. Por eso el señor Gaubeka debe emplearse a fondo agitando la mezcla. Como si hiciera mayonesa. La tendencia del aceite será la de disminuir su superficie de contacto con el agua, juntando pequeñas gotas para formar otras más grandes. Es precisamente la gran superficie de contacto entre dos líquidos inmiscibles en una emulsión lo que le da su cremosidad, su viscosidad, su firmeza”. Mi amigo había logrado embrujar al auditorio nuevamente, dándome el margen necesario para trabajar mejor.

Tras pasar la mezcla por un tamiz y filtrarla, puse 10 centímetros cúbicos en la jeringa, “Calculo que Bono pesa unos 2 kilos y medio”. Me acerco al animal y extiendo la pata afeitada. Usando una servilleta empapada en ouzo como vasodilatador, le inyecto la aguja en la vena cefálica, vaciando el contenido de la jeringa rápidamente, “no dejes de masajearlo, Stuart”. Dejo pasar un rato e introduzco en la vena una segunda dosis, un poco mayor, pero esta vez lo hago muy lentamente, en una operación que lleva unos minutos. De pronto, el chucho se convulsiona provocando un rosario de interjecciones de sorpresa y alegría. “Stuart, ¡no pares!”. Ante la sorpresa general las convulsiones se hacen más frecuentes. Bono abre los ojos y se sacude con violencia, abandonando las manos de su dueño. Se trastabilla, cae, se pone en pie, luego de cuclillas y… no hizo falta aclararle a Will que no era el mejor momento para reprocharle que vaciara sus intestinos con ese peculiar sentido del pudor que tienen los perros. Al acabar, se arroja a los brazos de Belinda Davis y le lame repetidamente las emocionadas lágrimas para después caer rendido bajo los efectos de la anestesia o del estrés.

¿Quién lo iba a decir? La emulsión lipídica intravenosa inspirada en el ouzo que estoy bebiendo salvó una vida. Y no estaba Rebeca para compartir mi momento de gloria. Su evocación me lleva a recordar la tarde en el Gato Rojo en la que Kostas se metió en el bolsillo a la estudiante argentina, esa muchacha peronista que hoy es su esposa, con la fuerza de los versos que Safo dedicó a alguna otra mujer: “Ven a mi también ahora y líbrame del pesado tormento y cuanto mi alma desea, cúmplemelo, hazlo, sé tú misma mi aliada en la lucha”. En la omnipresente radio se escuchaba, ¡estoy seguro!, la desgarrada voz de un irlandés cantando “Sunday, bloody Sunday”.

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