Por Nicolás Alonso Noviembre 26, 2014

© Diego Giudice

Antes de ser uno de los mayores expertos en resonancia magnética nuclear del mundo fue un niño pobre de la Villa Soldati, hijo de una familia que vivía de un pequeño camión de mudanzas. Entonces, la única salida era ser jugador de fútbol, y para allá iba Fernández, que con diez años jugaba de centrocampista en San Lorenzo.

Llegan cada semana, y lo esperan en la puerta de su laboratorio. El doctor en Bioquímica Claudio Fernández, de 47 años, los saluda, les pregunta de dónde han viajado y comienza el tour. Dedica la mañana a mostrarles a ellos, los enfermos de párkinson que llegan desde países como Israel o Brasil, qué es lo que tiene allí, y cuán ciertas son las noticias que han volcado los ojos del mundo sobre su trabajo. Las que llevaron a que este mes la Sociedad Max Planck, la red científica más prestigiosa de Alemania, con 80 instituciones y 16 premios Nobel, inaugurara un centro para él en Rosario, para que intente dar el gran golpe de su vida.

El bioquímico les muestra sus pruebas in vitro y les presenta a sus estudiantes, que más tarde le reclamarán. Le dirán que es muy fuerte ver a los enfermos, pero él no les hará caso. Con los visitantes será cauto, les explicará que están recién en fase preclínica, que pasarán cinco o diez años hasta que comiencen a desarrollar el remedio del que tanto se habla. Que si llega a existir, seguramente no alcanzarán a tomarlo.

Los enfermos ya lo saben. Pero igual llegan al Laboratorio Max Planck de Biología Estructural, Química y Biofísica Molecular de Rosario, que lleva tres meses funcionando, sólo para saber si es verdad que hay un científico allí que está más cerca que nadie de crear la cura del párkinson.

Y ese tipo, el doctor Fernández, que alguna vez fue un chico muy pobre de la Villa Soldati de Buenos Aires, y que hoy se ha transformado en una rara celebridad, que aparece en los comerciales oficialistas de Fútbol para Todos, les abre la puerta y les cuenta, siempre mesurado, de qué se trata todo el revuelo. Como describió por primera vez, en 2004, la estructura de la proteína alfa-sinucleína, gran culpable del daño neuronal del párkinson, como descubrió luego dónde atacarla, y como logró contrarrestarla en pruebas de laboratorio. Por ahora, sólo in vitro.

Luego los despide, y vuelve a sus experimentos, sabiendo que pronto llegarán otros. A pesar de la vorágine de los últimos meses, en que duerme tres horas por día y viaja por todo el país, no ha dejado de recibirlos. Ese contacto es tan importante para él como para ellos.

-Ver a la gente me convenció de dedicarme a esta enfermedad tan cruel. Te das cuenta de que no trabajas sólo con proteínas y tubos de ensayo, sino con la vida. No es ego, es sensibilidad social. Por eso, no me puedo rendir.

CIENCIA POR LOS POBRES   
Le ocurrió hace una semana, en un taxi que lo llevaba al terminal de Buenos Aires, donde cada lunes toma un bus a Rosario a las cinco de la mañana, para recién volver el viernes a ver a su familia. En mitad del camino, el taxista frenó y le dijo: “¡Usted es el científico que trajo la presidenta! ¡Usted debería viajar en avión!”. “No me da el salario”, respondió Fernández. “Los cinco millones de dólares son para investigar”.

Con su rostro apareciendo en medio de los partidos de fútbol del domingo, ha tenido que acostumbrarse a que lo reconozcan. Y también a que lo cuestionen: nadie entiende por qué sigue viviendo en la Villa Soldati, uno de los barrios peligrosos de la capital porteña, conocido por los desalojos y los enfrentamientos con la policía. Él dice que lo hace para no olvidarse de quién es. Sabe que es fácil marearse cuando en los próximos años -aparte de buscar la cura contra el párkinson- estará a cargo de montar, desde su centro, una industria en Argentina de fármacos contra males endémicos de la región, como el chagas, el dengue y la leishmaniasis. La idea del proyecto, impulsado por el gobierno, es que sea el centro neurálgico para la región en un mercado que mueve 900 mil millones de euros al año, y que es el cuarto motor económico del mundo.

Por eso nadie entiende que el científico siga viajando en bus a Rosario, y viviendo en una modesta pensión con sus estudiantes. Esas costumbres, que le valen críticas de sus colegas, son símbolos: está convencido de que la ciencia debe hacerse desde y para los pobres, como un vehículo de cambio social. Por eso, realiza desde hace años charlas por todo el país en colegios de pocos recursos, motivando a los niños a transformarse en científicos, y seleccionándolos para pasantías en su laboratorio. También visita barrios pobres para desarrollar con las comunidades proyectos científicos que solucionen sus problemas, como filtros potabilizadores de agua o generadores de biogás a partir de excremento.

-Cuando voy a zonas marginadas, muchos colegas dicen: “¡Qué hace allí un director de Max Planck!” Creen que estoy rifando mi prestigio. Pero cuando voy no soy director de nada, soy un agente de nivelación social, que es más importante. Tiene que ver con mi origen.

Aunque lo incomoda que lo tilden de ejemplo, sabe que su historia inspira a la gente que visita. Porque antes de ser uno de los mayores expertos en resonancia magnética nuclear del mundo -la técnica de análisis molecular con la que ha logrado sus avances-, fue algo muy distinto: un niño pobre de la Villa Soldati, hijo de una familia que vivía de un pequeño camión de mudanzas. Entonces, la única salida era ser jugador de fútbol, y para allá iba Fernández, que con diez años jugaba de centrocampista en San Lorenzo. Hasta que la ciencia irrumpió de manos de su padre, que soñaba con que fuera futbolista. Solía darle té con limón -a falta de dinero para remedios-, cada vez que se enfermaba. Una tarde el chico notó cómo cambiaba el color de la bebida al mezclarse con el cítrico, y esa pequeñez lo cautivó. Pronto empezó a mezclar limón con vino o con bebidas y anotar los resultados.

Su madre, que soñaba con tener un hijo universitario, le conseguía revistas con experimentos. En el barrio se fue transformando en una rareza, y lo terminó de ser cuando, dejó el fútbol y, años después, entró a la U. de Buenos Aires a estudiar Bioquímica y Farmacia: la primera para ser científico, y la segunda para mantener a su familia. Pasaba las jornadas con un sándwich de queso-salame, trabajaba en el centro de estudiantes para tener fotocopias gratis, y se quedaba hasta las 11 de la noche tratando de nivelarse. Pronto se transformó en el mejor de su generación.

Cuando le ofrecieron hacer un doctorado en Resonancia Magnética Nuclear, aceptó con desgano. Uno de sus profesores, el científico israelí Lucio Frydman, uno de los grandes exponentes de la técnica, le insistió durante meses para que se especializara. Finalmente lo hizo en la UBA, y luego en la U. de Chicago, pero lo que encontró a su regreso fue desalentador. En 1991 el equipo de resonancia de la universidad se había desmembrado, y la inversión comenzó a ser cada vez menor.

Tuvo que adaptarse. Comenzó a viajar a la U. de Florencia y a la U. Federal de Río de Janeiro a realizar sus investigaciones. Le daban turnos de tres semanas para ocupar equipos de resonancia magnética de alto campo, que en Argentina no existían, y él no perdía tiempo: dormía sobre los escritorios de los laboratorios, e intentaba hacer en días lo que no podía en meses. Comenzó a sacar papers en revistas de buen nivel, pero no tenía dinero para mantener estudiantes. Hacia fines del milenio, luego de cinco años de ciencia en condiciones precarias, aún trabajaba los fines de semanas en farmacias para mantener a su familia.

En 2002 se cansó. Argentina había entrado en su peor crisis, y cientos de científicos dejaban el país con destinos diversos. Él se negaba a hacerlo: sentía que le debía todo lo que habían invertido en formarlo, pero no tenía cómo progresar. Un día lo contactaron de la Sociedad Max Planck para ofrecerle vivir en otro mundo.

Y él, resignado, no dijo que no.

LA CIUDAD NOBEL
El contraste, cuando llegó a la ciudad de Göttingen, sede de uno de los centros más grandes de la institución, fue casi ridículo: con la mayor densidad de premios Nobel del mundo -uno cada mil habitantes-, le tocaba conversar con ellos en el bus o en cualquier cafetería. Pero lo importante no era eso: en el lugar había diez equipos de resonancia magnética nuclear de última generación, y podía usarlos cuando quisiera. “Era una cosa de locos, como llegar al Barcelona: tirabas un centro y siempre cabeceaba Messi”, dice el científico, que aún conserva el tic de explicarse con alegorías futboleras.

A poco de su llegada oyó hablar de la proteína alfa-sinucleína, que se había encontrando muy concentrada en las lesiones cerebrales de párkinson, formando depósitos en las neuronas. Parecía la principal responsable del mal, pero no se había logrado describir su estructura ni cómo actuaba. Fernández intuyó que ése era su camino. Consiguió, con rápidos avances, que le asignaran un grupo propio de científicos, y se llevó a 13 estudiantes de Argentina a trabajar con él. Al laboratorio lo bautizaron “Little Rosario”. Fernández quería describir la proteína, pero también tenía un propósito secreto.

-Era la posibilidad de demostrar lo bien capacitados que estábamos. Le quería demostrar al Estado argentino, al sistema, que no había invertido en nosotros y que nos había hecho fugarnos, que estaba equivocado. Pronto quedó claro que la diferencia con los científicos alemanes era ambiental, no genética.

El primer golpe fue en 2004: el grupo logró describir la estructura de la proteína, y lo publicó en The EMBO Journal cuyo remezón cruzó el Atlántico. En 2006, el Estado argentino invirtió un millón de dólares en su primer equipo de resonancia magnética nuclear de alto campo, y le pidió que volviera. Fernández aceptó, y su equipo le prometió que una vez instalado, volverían con él. En Alemania intentaron retenerlo, y ante su negativa los tomaron como uno de sus contados grupos asociados en todo el mundo.

El retorno no fue fácil. Cuando llegó al Centro Científico y Tecnológico de Rosario, con los esqueletos de sus edificios abandonados hace años, se encontró un equipo de resonancia al medio de una habitación. Y nada más. No se desanimó: él mismo instaló  el gas y agua, repatrió a su gente, y comenzó un programa -el primero en Sudamérica- de resonancia magnética nuclear en la U. de Rosario. En 2009, como resultado de ese proceso, logró el mayor avance hasta la fecha: descubrió el área de la proteína que genera que se deposite en las neuronas. Y supo que ése era el punto que tendría que atacar si quería acabar con el párkinson.

-Ahí se abrió la puerta: si sabes cómo es la proteína y cuál es la zona crítica, sabes las características del fármaco para bloquearla. Pero es más complejo que eso, porque después tienes que hacer que tu compuesto penetre en la neurona. Estamos trabajando en eso.

Lo que vino después fue la noticia en todo el mundo, la presidenta hablando en TV sobre la importancia de haber repatriado a Claudio Fernández, y la profundización del programa. Y claro, la decisión de la Sociedad Max Planck de instalar un edificio de 1.500 m2 en Rosario, para llevar el trabajo del bioquímico de Villa Soldati tan lejos como sea posible. En primer término, a iniciar la fase preclínica de un compuesto que ya están trabajando, y que sueñan, aunque falten muchos pasos que dar, sea el que algún día le ponga punto final al párkinson. Para eso, el próximo año llegarán 20 científicos alemanes, que se sumarán a los 25 locales que ya están manos a la obra.

Mientras tanto, los enfermos siguen peregrinando al laboratorio del doctor Fernández.

Relacionados