Por Andrea Slachevsky, neuróloga Julio 23, 2014

© Frannerd

El cerebro representa el 2% de nuestro peso y consume el 20% de la energía. Si usáramos sólo un 10% no tendría sentido que la evolución hubiera favorecido el desarrollo de un órgano tan ineficiente.

La filósofa Elena Pasquinelli habla de “neurofilia”: un apetito exacerbado por las neurociencias. Fue lo que dejaron, en gran medida, los 90, la “década del cerebro”, tiempo en el cual las investigaciones en torno al órgano más complejo del ser humano comenzaron una expansión extraordinaria, reescribiendo mucho de lo que hasta entonces se sabía o suponía. Un interés que trascendió con creces las discusiones científicas y encontró un eco en los medios de comunicación masivos y el público en general. Las investigaciones en neurociencias comenzaron a ser material atractivo para la prensa y empezaron a proliferar las “neuroetiquetas” para referirse a eventuales campos de investigación y aplicación de estos conocimientos (neuromarketing, neuropolítica, etcétera).

Pero, al mismo tiempo, como era lógico, crecieron también las falsas creencias sobre nuestro cerebro. En 2002, el Brain and Learning Project de la OCDE hizo un llamado de atención por la proliferación de los así llamados “neuromitos”, definidos como “ideas falsas generadas por errores en la comprensión o interpretación o citas tergiversadas de hechos establecidos científicamente por las neurociencias”. Éstos persisten con una frecuencia altísima: en Estado Unidos, una encuesta de 2013 a más de 2.000 personas mostró que más del 65% cree que usamos sólo el 10% de nuestro cerebro. Otro estudio en profesores ingleses encontró que el 49% cree en uno o varios de estos mitos.

En su artículo Neuromyths, Pasquinelli identifica al menos tres grupos: aquellos provenientes de la sobresimplificación de hallazgos de investigaciones neurocientíficas; otros provenientes de hipótesis consideradas verdaderas por un tiempo, pero hoy abandonadas por el surgimiento de nueva evidencia; y otros de origen incierto.

Otros autores también han discutido estas creencias falsas sobre el cerebro. Scott Lilienfeld y otros colaboradores identificaron medio centenar en el libro 50 Great Myths of Popular Psychology (2010). Antes, Sergio Della Sala editó los libros Mind Myths (1999) y Tall Tales about  the Mind and Brain (2007), en los que varios científicos se dedican a desmitificar las principales creencias erróneas.

Veamos cuáles son los más frecuentes neuromitos.


QUE USAMOS EL 10% DE NUESTRO CEREBRO

Es probablemente el más popular, pero su origen es poco claro. Barry Beyerstein, en su libro Mind Myths, postula que su origen estaría en una interpretación errada de una cita del libro Las Energías de los Hombres, de William James: “Usamos sólo una pequeña parte de nuestros posibles recursos mentales y físicos”. Una cita que sería distorsionada por escritores como Lowell Thomas, que en 1936 la usó en su prefacio para el best-seller Cómo ganar amigos e influir en las personas, de Dale Carnegie, como afirmación: usamos el 10% de nuestro cerebro. Algo, por cierto, rotundamente falso.

Beyerstein desmiente el mito acudiendo a tres tipos de argumentos. Primero, por razones evolutivas: el cerebro representa el 2% de nuestro peso y consume el 20% de la energía. Si usáramos sólo un 10% no tendría sentido que la evolución hubiera favorecido el desarrollo de un órgano tan ineficiente. Por otro lado, los estudios de neuroimagen funcional muestran activación de todas las áreas del cerebro, incluso durante el sueño. Además, está la evidencia del análisis a pacientes con lesiones cerebrales: si utilizáramos tan pequeña fracción de nuestro cerebro, podríamos perderlo en gran parte sin sufrir mayores consecuencias. Pero no existe casi ninguna área que al ser dañada no cause algún trastorno clínico. Finalmente, hay que aprender de las consecuencias de las enfermedades del sistema nervioso: las neuronas que no se usan tienden a atrofiarse; pues bien, los cerebros de adultos no muestran grandes áreas de atrofia.


LA DICOTOMÍA CEREBRO DERECHO-IZQUIERDO

Según este mito, también muy popular, el cerebro izquierdo sería verbal, racional y científico, mientras que el  derecho sería especial, intuitivo, emocional, artístico. Esta afirmación surgió en los años 60 a raíz del estudio de pacientes con epilepsias intratables, tratados con una callosotomía (sección del cuerpo calloso) para desconectar ambos hemisferios. El Premio Nobel de Medicina Roger Sperry demostró en esos pacientes que los dos hemisferios tienen capacidades diferentes: sólo el izquierdo puede denominar objetos o leer palabras. El hemisferio derecho tiene algunas capacidades espaciales superiores, tales como rotar mentalmente formas. El derecho también identifica mejor melodías, y el izquierdo los ritmos. Sin embargo, estudios posteriores han demostrado que las ventajas del cerebro derecho sobre el izquierdo son más bien leves y principalmente de tipo perceptivo. El neurocientífico Michael Gazzaniga -quien fue uno de los principales colaboradores de Sperry- concluyó que la mayoría de los casos de pacientes con callosotomía “muestran que el hemisferio derecho tiene escasas capacidades cognitivas”.

Sin embargo, muchos autores magnificaron las capacidades de la mitad derecha. En 1969, el neurocirujano Joseph Bogen publicó una serie de artículos proponiendo la existencia de un cerebro dual.  En 1972, Robert E. Ornstein publicó el best-seller  The psychology of consciousness, abogando por la necesidad de liberar las “capacidades creativas” del cerebro derecho.  Y el mito del cerebro-derecho se instauró.


QUE LA MEMORIA ES FIEL REFLEJO DE LA REALIDAD

Muchas personas todavía creen que la memoria funcionaría como una cámara de video, almacenando información en el cerebro como en una videoteca. Esta creencia sería, en parte, consecuencia de la noción del inconsciente freudiano, que preservaría los eventos traumáticos imperturbables al paso del tiempo.

Pero nuestra memoria no es una copia exacta del pasado. Ya en 1890, William James escribía sobre lo frecuentes que eran los falsos recuerdos. Hoy, los estudios de la psicóloga Elizabeth Loftus, entre otros, han mostrado que las circunstancias de rememoración influyen en el recuerdo. Por ejemplo, la manera de preguntar cambia el recuerdo de un evento: en un estudio, los sujetos vieron un accidente automovilístico. Al preguntarles a qué velocidad iban los autos “al estrellarse”, reportaban velocidades mayores que cuando se les preguntaba por su velocidad “al tocarse”. Más aun, en el primer caso algunos sujetos reportaban haber visto incluso vidrios rotos, inexistentes en la escena original. Como escribe Loftus en Tall Tales about  the Mind and Brain , “recordar no es una película; es un teatro de improvisación, con guiones aproximados, y lo que recordamos cambia con cada rememoración. Embellecemos, editamos o revisamos para satisfacer nuestra audiencia, incluso cuando nosotros somos nuestro propio público”.

NUESTRA SUPUESTA CAPACIDAD MULTITAREA
Era lógico: a fines de los años 90, con la expansión de los dispositivos portátiles, caímos en la ilusión de nuestra capacidad multitarea: extrapolamos al cerebro humano las capacidades de procesamiento paralelo de los computadores. Una creencia que permeó hasta instalarse como una verdad de sentido común. Pero la ciencia ha demostrado que semejante habilidad no es tal.

En 2005, un estudio del Instituto de Psiquiatría de la Universidad de Londres, financiado por Hewlett-Packard, mostró que trabajadores distraídos por su e-mail sufrían una caída en su coeficiente intelectual “mayor al de los fumadores de marihuana”.

Por su parte, los franceses Etienne Koechlin y Sylvain Charron publicaron en 2010 en la revista Science un estudio demostrando que sólo podemos hacer bien dos tareas a la vez: al realizar una tarea cognitiva, observaron la activación de ambos lóbulos frontales;  con dos tareas simultáneas, cada lóbulo se encargaba de la realización de una de las dos tareas.  Pero con tres tareas, los sujetos se volvían más lentos y cometían un número mucho mayor de errores. El estudio de Koechlin y Charron sugiere que por tener sólo dos lóbulos frontales, a lo más podemos hacer dos cosas a la vez. Los autores concluyen que deberíamos tener tres o mas lóbulos frontales para hacer realidad el mito de la multitarea. Hasta donde entendemos, eso es ciertamente difícil.

QUE EL CEREBRO ES UN COMPUTADOR
Inspirados en las ciencias de la  informática, hemos concebido nuestro cerebro como un computador, operando con un programa de alta complejidad. Pero la analogía es muy imprecisa: en nuestro cerebro no existe una disociación software-hardware.

Por un lado, las propiedades fisicoquímicas del cerebro determinan nuestras capacidades de procesamiento de la información. Por otro lado, las neuronas no son una masa amorfa que procesa información de manera indiferenciada. Por el contrario, establecen patrones de conexiones que explican cómo se transmite la información. Finalmente, a diferencia de un computador, el cerebro no es una pizarra blanca: nacemos con capacidades predeterminadas, y nuestra actividad cerebral no depende exclusivamente de entrada de información desde el exterior; genera actividad espontánea  que modifica su propio funcionamiento.

EN NUESTRAS PROPIAS TRAMPAS
¿Por qué persisten los neuromitos? ¿Es sólo responsabilidad de los medios, que divulgan de manera apresurada resultados no confirmados de investigaciones científicas? El panorama es algo más complejo. Al menos dos factores adicionales pueden explicar la divulgación y persistencia de estas falsas creencias. Por una parte, los límites de nuestro cerebro: disociamos el contenido de lo aprendido de sus circunstancias de aprendizaje. Así, podemos otorgar la categoría de una verdad establecida a informaciones de fuentes poco fiables. Además, sucumbimos al sesgo de confirmación: buscamos la información que confirma nuestras creencias, desechando la información disonante.

Por otro lado, algunos neuromitos resultan tremendamente tentadores, hasta irresistibles: ¿Qué podríamos hacer si fuera cierto que sólo usamos el 10% de nuestro cerebro y encontráramos la llave mágica a ese 90% durmiente? El problema aquí es que esa promesa deriva en frecuentes estafas en el mercado de la esperanza. En 2011 la industria del así llamado brain fitness representó un mercado de 300 millones de dólares. Pero no son sólo personas gastando por una ilusión, son también arcas fiscales mal usadas. Por ejemplo,  en 1998, el gobernador del estado de Georgia gastó 10.500 dólares para que los recién nacidos escucharan música clásica, convencido de la veracidad del “efecto Mozart” (otro gran neuromito).

Probablemente sea el funcionamiento de nuestro propio cerebro el que no permita imaginar un mundo sin neuromitos. Olvidaremos este artículo. Sin embargo, como escribe Pasquinelli, lo que cuenta es mantenerlos bajo control, para que como sociedad no malgastemos nuestros recursos en ellos.

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