Por Nicolás Alonso Junio 26, 2014

© Magaly Visedo

“La ciencia es la hermana mayor de la educación. Lo que yo quisiera es que en el Norte de Chile no seamos espectadores, sino actores. Por eso hay que estar donde las papas queman”.

Guillermo Chong dice esto:

-Mi historia es la de cualquiera de ustedes. Yo estudié en estos mismos colegios. Entré a Geología por casualidad. Pero entendí que había una pasión: la ciencia vino a mí, y me enamoré. Ahora puedo hablar con las piedras.

Un puñado de chicos lo aplaude a rabiar. Son sólo una decena, entre los 520 que hay en el gimnasio del colegio Sagrado Corazón de Jesús, pero su entusiasmo contagia a todos los demás. Entre todos, representan a cuatro colegios de Alto Hospicio, la pequeña localidad contigua a Iquique, tristemente célebre por la historia de un psicópata, y por ser la comuna con peor calidad de vida del país. Los chicos responden a Chong con una ovación.

El profesor comienza a hablar. El escenario es un panel organizado por la Fundación Puerto de Ideas y BHP Billiton en la localidad, donde comparte micrófono con la microbióloga Cristina Dorador, el paleoclimatólogo Claudio Latorre y el arqueólogo Thibault Saintenoy. La idea es entusiasmar a los muchachos con la ciencia, y en eso Chong tiene una ventaja importante: juega de local.

Ahora les habla de aprender a mirar el desierto, de escuchar la voz de las rocas. Habla con un lenguaje entre científico y lírico que una decena de los asistentes ya conoce: son los alumnos del Colegio Nazaret, de la zona del Boro, en Alto Hospicio. Los únicos que tienen un Premio Nacional de Geología como profesor.

Dos días antes, de hecho, Guillermo Chong los ha llevado toda la mañana al desierto. También han recorrido la zona de Los Verdes, en la costa de Iquique, y han visto las cosas que repasan en la sala: la estructura de los suelos, las fallas, la estratificación, los fósiles de ammonites, extrañas caracolas que aseguran que el desierto alguna vez fue mar. En esos paseos Chong les dice lo mismo que ahora: que escuchen las rocas, que las rocas hablan. Los estudiantes se ríen, pero luego entienden. El desierto dice cosas, miles de cosas sobre miles de años. Hasta entonces, los chicos no lo sospechaban.

Esa es la batalla que, a sus 77 años, el doctor en Geología de la U. Técnica de Berlín y profesor de la U. Católica del Norte se ha propuesto: enseñarles ciencia a los jóvenes más pobres de Alto Hospicio. Más profundo que eso: abrirles los ojos al enorme laboratorio natural sobre el que están parados. Para eso, se levanta todos los lunes a las 5 de la mañana en Antofagasta, donde vive, y  toma un avión para subir a hacerles clases a 25 alumnos de la carrera técnica Ayudante de Geología. La propuesta se la hizo a principios de año Jaime Lagos, gerente general de Minera Cordillera, que creó el colegio; y él mismo ayudó a crear un pequeño grupo de profesores que intentan sacar adelante a los alumnos.

Chong lo siente un desafío personal, que tiene eco en su intimidad, en su pasado, en la Arica donde a los nueve años ya tenía que trabajar, ayudando a su madre a repartir la ropa que ella lavaba para subsistir.

-Uno tiene que tratar de devolver algo de lo que le dieron. Los chicos te miran como una persona que está en un círculo superior al de ellos, pero lo que trato de enseñarles es que el diámetro de la cabeza es igual para todos. El nudo de todo esto está en que yo también fui igual a mis alumnos: fui hijo de madre huérfana y de padre inmigrante. No tenía futuro. Haber conquistado cosas en la vida te da una luz, y uno dice: bueno… a ver si alumbro a otro.

No fue fácil. Sus primeros meses no se parecieron en nada, cuenta, a sus tres décadas como docente universitario. Pese a haber escrito libros de la materia muy usados en los colegios técnicos chilenos -y recibir por ellos importantes premios de difusión científica-, enfrentar a sus alumnos era otra cosa. No lo escuchaban, a veces eran agresivos, no les importaba el desierto. Luego de tres meses, un lunes de mayo no pudo más: salió de la clase y no volvió. Semanas después, varios alumnos lo contactaron. Le pidieron que por favor volviera. Que no los dejara tirados. Entonces las cosas empezaron a cambiar.

-Es como si tuvieras que sacar a alguien de un pozo. Uno más profundo que los otros: tienes que hacer otro esfuerzo. Yo cambié mi mentalidad, empecé a ser paciente, a entenderlos, a hacer salidas, a perdonarles muchas cosas. Los chicos quieren ir hacia adelante y no pueden, porque han ido a colegios malos. La culpa es del sistema. Pero estamos tratando de mejorarlo.

La experiencia sigue siendo difícil, pero ya empieza a ver los primeros brotes, señales de que se expande el horizonte en sus alumnos: lo nota en algunas preguntas, en las cosas que empiezan a ver. La meta del colegio es que puedan subir su rendimiento general, para asegurarles un futuro. Pero  su sueño personal también es que algunos de ellos se enamoren del desierto, que vayan más allá, que se den cuenta que pueden llegar a ser científicos.

Su mejor argumento es él mismo.

LAS PRUEBAS DE CHONG
-Yo he nadado en el barro muchas veces. Y cuesta, pero del barro de sale.

 Esa es la frase que le dice a sus alumnos para que crean en lo que él les promete: que pueden llegar hasta donde quieran. También les cuenta otras historias, que por momentos parecen literatura, pero de las que tiene pruebas. Como los papeles con que su padre, Koo Chong, a los nueve años y sin ningún tipo de estudios, llegó en barco desde China. O algunos certificados de su madre, Celia Díaz, una niña huérfana de Copiapó, que trabajó de empleada hasta los 14 años, y luego se escapó al Norte, huyendo de unos patrones golpeadores.

En Arica se conocieron, empezaron a llevar juntos un almacén y tuvieron un solo hijo, Guillermo, que a los nueve años ya atendía el negocio familiar, en la calle Maipú, y repartía ropa lavada. Ese niño no tenía idea lo que era la ciencia.

 -En el liceo de Arica donde iba no había profesor de matemáticas, ni de química, ni de física -cuenta el geólogo-. Y trabajaba. No tenía tiempo para soñar en nada.

Es difícil extraer de Chong explicaciones claras al giro que dio su vida. Él habla siempre de la suerte, de las manos que le tendieron. De una familia argentina en Santiago, por ejemplo, que lo adoptó para que fuera a estudiar Química y Farmacia a la Universidad de Chile, donde no duró mucho: frustrado por su mal rendimiento, al poco tiempo se volvió a Arica a trabajar dos años en una farmacia. Y entonces viene la otra parte: la determinación de volver a Santiago, esta vez a estudiar Geología.

Hasta que llegó el éxito: volver a Antofagasta a trabajar en el Instituto de Investigaciones Geológicas, haciendo los primeros mapeos del Norte chileno; descubrir el yacimiento de litio de Atacama, y otros de plata y de oro; realizar hallazgos paleontológicos de importancia mundial, como cocodrilos prehistóricos, ammonites que llevan su nombre; hacer un doctorado en la U. Técnica de Berlín y clases en la U. Católica del Norte; crear varios museos geológicos; transformarse en consultor de las mineras de la zona, y finalmente hacer clases en un pequeño colegio, a niños que están justo donde él partió.

-El desierto te acepta o no te acepta. A mí me gustó de siempre. Esos silencios ensordecedores, ver salir la luna. Ligerito empecé a hablar con él y me fue mostrando todas sus cosas. Lo primero es entender la pequeñez de uno.

-¿Es la ciencia una salida real para esos niños?
-La ciencia es la hermana mayor de la educación. Lo que yo quisiera es que en el Norte de Chile no seamos espectadores, sino actores. Por eso hay que estar donde las papas queman. Si gente que sabe, profesionales y científicos, toman la decisión de ayudar a esos niños a que recorran el camino que ellos recorrieron, ya es un logro. Ahora, que eso fuera orientado por el Estado, por las instituciones, sería un logro mayor. Pero la gente que está afuera tiene que entrar al sistema.

-¿Cuál es la clave para lograr ese cambio?
-El secreto está en la pasión, en el fuego que le pones. Sin él, no vas a despertar la curiosidad nunca. Cada uno tiene que hacer lo que pueda en esta guerra. El único mérito mío en ella, tal vez, sea hacer un poquito más de lo que puedo. Pero hay que pelearla.

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